Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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Cuando iba a zapear aparecieron imágenes de archivo de los cardenales más poderosos: Sodano, Ratzinger, Martínez Somalo y Leoni.

– En los medios vaticanistas se especula sobre el sucesor del papa en el trono de san Pedro -continuaba la locuaz locutora-. Tres núcleos principales intentarán alzarse con el poder, el Opus Dei, y la Deutsche Kirche, la Iglesia alemana capitaneada por Ratzinger; pero al margen hay otros poderes efectivos, entre ellos el cardenal Sodano, que convierten cualquier pronóstico en una incógnita. Entre los papables destaca el cardenal Gian Carlo Leoni, que en el momento de producirse el fallecimiento del pontífice se encuentra en Egipto en visita pastoral.

¿En Egipto?

Hartling había confesado que el niño clon de Jesucristo se estaba criando en la aldea egipcia de Dashur. Solamente él y Leoni lo sabían.

Draco comprendió.

– Leoni se dispone a trasladar al niño clónico a un lugar más seguro -murmuró.

Reflexionó un momento antes de descolgar el auricular y telefonear a la oficina de información de British Airways.

– ¿Cuándo sale el próximo vuelo a Egipto?

– A las cuatro treinta, desde Heathrow.

Faltaban tres horas. Draco calculó que estaba a hora y media del aeropuerto.

– ¿Quedan plazas libres?

– Sí, señor. En esta época del año no hay problema.

Pagó el hotel y condujo hasta Hamstead Place. La casa del Coronel permanecía cerrada. El aspa de cinta adhesiva de la policía judicial, cruzada sobre la entrada principal del inmueble, había empezado a despegarse a causa del sol y la lluvia. Miró a un lado y a otro y, cuando se cercioró de que nadie lo veía, saltó el breve seto y se internó en el jardín. En la caseta faltaban muchas herramientas que los vecinos habían ido sustrayendo, pero el escondite detrás de la estantería había pasado desapercibido. Draco apartó el panel corredizo. El pequeño arsenal de su antiguo jefe permanecía intacto. Cogió una caja de balas e iba a reponer el panel en su lugar cuando tuvo una idea: había varias pastillas de Semtex, el potente explosivo plástico checo, perfectamente empaquetadas en sus envoltorios de hule marrón, con sellos y números de serie de la fábrica. Tomó cuatro pastillas con sus detonadores y las guardó en su bolsa de mano. Después abandonó la casa, se dirigió al aeropuerto, aparcó en la terminal de vuelos internos y utilizó los pasillos interiores deslizantes para llegar a la terminal internacional.

50

El cabaret La Cave des Rois, en la calle Mohamed Sakeb, número 10, estaba atestado de chilabas y trajes europeos. Sobre el alto escenario, iluminado con una fila de focos que apenas lograban taladrar con su luz la espesa humareda del local, un citarista disfrazado de músico ciego de Las mil y una noches tañía su instrumento; después la famosa cantante Saira Felanta comenzó a cantar Tú me embriagas con la miel de tu boca, la canción de moda que tarareaban todos los taxistas de El Cairo y que continuamente radiaban todas las emisoras desde Marruecos a Afganistán. Los parroquianos, de ordinario vociferantes, guardaron silencio y atendieron a la bella Saira, que acompañaba el canto con movimientos sensuales de sus caderas opulentas. Monseñor Leoni, elegantemente vestido a la europea, disfrutaba del espectáculo desde su reservado del piso superior mientras fumaba un Montecristo y bebía sorbitos de Dom Perignon.

El teléfono móvil le vibró en el pecho. Lo activó y la cifra de la línea secreta parpadeó un instante.

– El inglés acaba de tomar un avión para El Cairo -dijo la voz distorsionada del arzobispo Foscolo.

– Bien -respondió Leoni-, ya sabemos adónde se dirige y lo que busca. Esta vez resolveremos el problema.

– ¿No viene su eminencia a Roma en estos momentos tan delicados?

– ¿Para qué? Los cardenales electores tardarán un par de días en llegar; prefiero regresar entre ellos como uno más, así verán que la muerte del pontífice me sorprendió en visita pastoral, trabajando lejos de la pompa de Roma, en un país hostil y polvoriento. Mientras tanto, ocúpese usted de los asuntos menudos.

– Así lo haré, eminencia.

El cardenal le envió su bendición apostólica y colgó.

Bebió un largo trago y aspiró una sabrosa bocanada del habano. Su eminencia tenía algunos problemas, entre ellos el incordio del antiguo mercenario congoleño obstinado en perseguir fantasmas, pero en términos generales se sentía todo lo satisfecho que se puede sentir un hombre al que, a pesar de todo, le sonríe la vida y las cosas le salen bien.

51

– ¿Señor Draco? ¡Qué afortunada coincidencia! Permítame que me presente. Soy Adolfo Morel Kurtz.

– Sé quién es usted -le respondió heladamente Draco-. Raramente olvido a alguien que ha intentado matarme un par de veces.

Petisú sonrió e hizo un gesto de disculpa.

– Compréndalo, señor Draco, no es nada personal. Usted es un profesional y lo entiende. Mi mera presencia aquí, esperándolo, es una muestra de buena voluntad.

– ¿Qué busca?

– No, yo no busco nada, más bien vengo a ofrecerle. A ofrecerle un trato justo. Mi patrón quiere que olviden las diferencias y lleguen a un acuerdo. Está dispuesto a ser generoso.

– ¿Cómo de generoso?

– Tanto que ya no tendrá que preocuparse de oler braguetas en una agencia de detectives de Londres. Lo hará rico para el resto de sus días.

– Suena muy atractivo, pero seguramente querrá algo a cambio.

– Eso tendrá que discutirlo con él. Yo soy meramente un correo.

– Está bien. Dígame dónde está.

– Está consagrando una nueva capilla en el colegio de las misioneras irlandesas, ya sabe usted, buena política ahora que se avecinan tantos cambios en el Vaticano, pero le ha reservado habitación en el Nile Hilton. Su eminencia desea que sea su invitado mientras permanezca en Egipto. Si acepta, yo mismo lo llevaré al hotel. Tengo el coche ahí fuera.

Draco dudó un momento, considerando la posibilidad de que se tratara de una trampa. No, probablemente querían negociar hasta conseguir las piedras templarias. La trampa vendría después.

– Está bien. Vamos allá.

Salieron al desolado aparcamiento del aeropuerto. El coche de Petisú era un Mercedes verde oliva último modelo que olía a ambientador caro con notas de desinfectante.

– Quizá le interese saber que su buen amigo el doctor Hartling murió ayer.

– De muerte natural, supongo -comentó Draco, sin mirar al chileno.

– ¡Los británicos siempre de broma, cómo los admiro! -comentó el chileno-. Pues no, esta vez se equivoca. No murió de muerte natural. Al parecer se suicidó colgándose de un gancho en el aparcamiento de los laboratorios. Una lamentable pérdida.

– Ya me imagino que usted lo ayudaría a decidirse.

Petisú se limitó a sonreír.

El camino hacia el hotel, en la Corrniche Nil, plaza Tahrir, discurría a lo largo de un muro infinito por encima del cual asomaban las copas de árboles variados.

– El cementerio de El Khalifa -explicó Petisú amablemente-. El mayor cementerio del mundo. Toda esa gente que sale y entra por las puertas vive ahí. Son los guardianes de las tumbas y sus familias, en total más de doscientas mil personas.

Pararon a repostar en una gasolinera y Petisú aprovechó para telefonear. A su regreso dijo:

– Acabo de hablar con monseñor. La entrevista será mañana a las doce en punto, en la suite Verdi, en la novena planta del hotel.

52

Draco tenía el explosivo, pero carecía del instrumental necesario para convertirlo en una bomba. Decidió salir a buscarlo. Después de ducharse, abandonó el hotel y anduvo dos manzanas paseando tranquilamente y mirando los escaparates de las tiendas, como si no tuviera otra cosa que hacer. Cuando estuvo razonablemente seguro de que nadie lo seguía, tomó un taxi e indicó al conductor que lo llevara al Museo Egipcio. Repantigado en el asiento trasero del automóvil, contempló las bulliciosas avenidas del centro de El Cairo, con su aire entre colonial y europeo. Media hora después, mientras el taxi avanzaba penosamente por el gigantesco embotellamiento de la avenida de Ramsés, distinguió al otro lado de la acera unos alicates que ocupaban una fachada de cinco pisos anunciando la mayor ferretería de África.

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