Continuaron conversando en la cama, sin tocarse, a la luz del televisor que emitía imágenes sin sonido. Lola le acarició una blanca cicatriz redonda que tenía en el pecho, encima de la tetilla derecha. El dedo avanzó hasta el hombro donde descubrió otra cicatriz, mayor aún, a la altura del omóplato.
– ¿Una bala?
– Una lanza. Las guerras africanas eran así de primitivas.
Se demoró en la caricia hasta que él la atrajo lentamente. Se miraron a los ojos. Él pudo contemplar de cerca las irisaciones concéntricas de las pupilas de Lola, una mirada en la que descubrió ternura y deseo. Al primer beso, breve e introductorio, le siguió inmediatamente otro más prolongado y lingual. Después la mujer se abandonó a las caricias del hombre. La mano ágil y experta se deslizó bajo el pijama para explorarle los pechos con delicada impaciencia, pellizcándole ligeramente los pezones hasta que se le endurecieron. Ella murmuró algunas protestas poco convincentes, algo de su complejo de pechos demasiado grandes. Draco acabó de subirle la camisa y besó alternativamente los pezones, demorándose mientras su rodilla ascendía por la entrepierna, forzándola a una postura de entrega. Entre jadeos, terminó de desnudarla y exploró con la lengua el pubis femenino. Lola gemía de placer y se dejaba hacer mientras acariciaba con dedos nerviosos la cabeza masculina. De repente, la primera explosión de placer la estremeció. Draco la montó y la penetró hasta el fondo con deliberada lentitud, con la maestría del amante que economiza sus fuerzas, que las administra, que sabe dar placer, lo más inteligente, dar más que recibir. Logró conducirla al clímax dos veces antes de concedérselo él. Finalmente, después del orgasmo devastador, se dejó caer a su lado, con la cabeza femenina sobre su brazo.
Ella lo miró con ternura, arrebolada, el cabello revuelto pegado al cráneo sudoroso.
– ¿Feliz?
– Mucho.
– Te echaré de menos.
– Seguro.
Lo besó suavemente en los labios mientras con la mano tibia comprobaba la derrota complacida del sexo masculino.
– Seguro -le repitió al oído.
Apagó la luz y se quedó dormida inmediatamente, con la cabeza apoyada sobre el hombro de Simón. Él tardó más en dormirse.
Desayunaron en silencio, en la cama, después de amarse por segunda vez. Por la ventana entraba la luz de una mañana despejada, con pájaros sobrevolando el cielo azul.
– ¿Qué programa tenemos hoy? -preguntó Draco.
– El hombre que tiene que conducirnos al objetivo nos abordará en las cataratas, no sé en cuál de ellas. Iremos primero a la Bosetti, y luego a la Mbigua. Nos reconocerá por mi bolso y tu sombrero de paja, el que compramos ayer en el aeropuerto.
– Puede haber docenas de sombreros iguales -objetó Draco.
– Sí, pero la cinta del tuyo es la mitad de ancha que la usual.
Draco descubrió que Lola había reducido la cinta mientras él dormía. Era una mujer muy eficiente.
Un autobús del hotel los llevó al centro de recepción del parque, cerca de la catarata. Tomaron un puñado de folletos, como dos turistas cualesquiera, y se internaron por un sendero que discurría a la sombra de los enormes árboles guatambúes y palos rosas. Confundidos entre docenas de visitantes, casi todos parejas, o familias con niños alborotadores, llegaron a la catarata Iguazú, «agua grande» en guaraní.
– Estas cataratas fueron descubiertas por el conquistador español don Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que las bautizó como aguas de Santa María -explicaba un guía indio, tocado con un sombrero de colores.
Draco tomó de la mano a Lola. Se acercaron a la balconada de madera donde terminaba la terraza arbolada. La catarata era una herradura de dos kilómetros de largo, un piélago desplomándose en el fondo de un abismo del que ascendían nubes blancas de agua en partículas microscópicas.
Una mulata se echó a llorar de emoción y le dijo a su marido: «¿Viste como Dios es grande?»
Nadie se les acercó en la catarata brasileña. Para llegar a la catarata argentina había que atravesar la frontera. Tomaron un autobús y aguardaron veinte minutos en el control de pasaportes, vigilado por reclutas de ademanes arrogantes que se pavoneaban ante las turistas atractivas con sus fusiles de asalto y sus botas relucientes. Un gigantesco letrero ocupaba toda la fachada del destartalado edificio: «Centinelas de la Patria.»
El autobús los condujo al edificio del parque nacional argentino. Pagaron unos peajes y compraron varias postales antes de encaminarse, por un sendero abierto en el bosque espeso, al balcón-mirador Isla San Martín. Un aviso les salió al paso: «Dificultad alta. Múltiples tramos de escaleras.»
– Yo ya voy estando algo mayor para esto -gimió Draco.
Lola le apretó la mano y lo besó en la mejilla. Se sentía feliz a su lado. Pero estaban allí por otro motivo. No dejaba de observar a los viandantes mientras se aseguraba de que el bolso rosa con un pañuelo azul de cocodrilos en el asa, que llevaba colgado y que de vez en cuando cambiaba de brazo, no pasara desapercibido.
En la Isla San Martín había una especie de malecón que se adelantaba hacia la catarata más próxima. Un enjambre de japoneses con impermeables de usar y tirar se arremolinaba en la parte seca fotografiando a sus conciudadanos más osados que se aventuraban hasta el extremo salpicado por el agua para posar, empapados, en fotos memorables.
– Soy Escarlata -dijo una voz varonil detrás de ellos-. No me hablen. Dentro de un minuto me alejaré de aquí. Limítense a seguirme a distancia.
Escarlata era un hombre alto que calzaba botas altas, vestía tejanos anchos, camisa de cuadros y un chaleco ajado, y se tocaba con un sombrero raído.
Lo siguieron hasta el edificio del control de acceso y atravesaron el aparcamiento para internarse por el sendero Macuco. Tras un kilómetro de marcha forzada, los aguardó en un claro del bosque y se presentó, estrechándoles las manos.
– Todavía tenemos que caminar un buen trecho, señorita. El coche está lejos.
– No hay problema.
– ¿Trajeron repelente?
– Sí.
– Pues les aconsejo que se lo unten ya, porque vamos a pasar entre nubes de mosquitos chupasangres.
Veinte minutos más tarde llegaron a una estrecha senda asfaltada. Subieron a un coche que estaba oculto entre los árboles. Escarlata, atento a la conducción, no hablaba. Vieron una señal que indicaba: «Frontera del Paraguay.» Los postes de hierro oxidados marcaban la antigua frontera, pero el alambre de espino había desaparecido. Atravesaron la línea internándose por la selva, por pistas de tierra, casi borradas por la vegetación invasora. Veían volar pájaros sobre las copas altas, algunos con vistosos plumajes, o manadas de monos que chillaban al aproximarse el vehículo y huían despavoridos saltando de rama en rama.
– No teman a los monos caí -advirtió Escarlata-: parecen peligrosos, pero son inofensivos. El macho, que es muy fanfarrón, se ve en la necesidad, de vez en cuando, de exhibir su fuerza ante las hembras, por lo que es posible que alguno se acerque a enseñarnos los colmillos.
Una hora después llegaron a una vieja cabaña cauchera, donde los esperaban otros dos hombres de aspecto indiano que Escarlata presentó como Jacinto y José. Ellos se quitaron los sombreros e hicieron sendas reverencias, sin pronunciar palabra.
Les ofrecieron una taza de buen café y se sentaron en torno a una mesa. Escarlata desplegó un mapa de la región.
– Estamos aquí -señaló-, a doce kilómetros de la estancia de Casa Grande, la hacienda del doctor Benz. Jacinto y José los llevarán allá en cuanto descansen. Tendrán que andar por la selva, pero el sendero no está demasiado mal. Llegarán antes de que anochezca. Dormirán en un refugio de fortuna y por la mañana al amanecer podrán entrar en la hacienda.
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