Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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– Ya estoy -dijo cerrando la caja y colocando el cuadro en su sitio.

– Vámonos -lo apremió Lola desde la puerta.

Salieron nuevamente al pasillo y bajaron precavidamente la escalinata. El vestíbulo seguía desierto, pero en el salón las animadas conversaciones de un rato antes habían decaído, se oía el tintineo del hielo en los vasos. Se deslizaron de puntillas por la puerta del sótano y regresaron a la bodega. Bajaron los peldaños iluminándolos con la linterna.

– Tengo que activar el emisor que guiará al avión -dijo Lola.

Les pareció que el lugar idóneo era la tabla superior de una estantería. Lola comprobó el emisor de frecuencia y lo puso en marcha. El pilotito rojo se reflejó en los ladrillos del techo. Con la habitación a oscuras, aquel resplandor rojizo podía delatarlo. Cubrió el piloto con el tapón de plástico de sus binoculares.

– Podemos irnos.

Draco amontonó un par de cajas vacías para facilitar el acceso a la trampilla.

Arriba todo seguía igual, el sendero entre las cocinas y los barracones débilmente iluminado por la luz huérfana del porche. Se deslizaron al exterior y se dirigieron a las caballerizas. Al resguardo del muro de madera recuperaron el resuello.

– ¿Estás bien? -preguntó Draco.

Lola le apretó el brazo como respuesta. Sentía la garganta seca y el corazón le golpeaba en el pecho. Por un momento pensó que con un poco de suerte saldrían limpiamente de aquello, pero un instante después se arrepintió por haberse precipitado cuando apareció ante ellos la figura inconfundible del Turco encañonándolos con una pistola.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó con su voz ronca y atronadora-. Levanten las manos bien altas y no me enfaden.

Detrás de él, temblorosa, apareció una muchacha guajira, casi una niña, con el cabello revuelto y el vestido desgarrado que le dejaba los pechos pequeños y duros al aire. El Turco tenía la bragueta abierta y por la abertura le asomaba un faldón de la camisa. Comprendieron que lo habían sorprendido en una aventura galante. Al multimillonario le gustaba desvirgar indias sobre la paja del galpón, entre los vapores amoniacales del estiércol, como en sus tiempos de mozo de cuadras.

Aníbal dos Mares miró las ropas oscuras de los intrusos, la mochila, las caras tiznadas de negro.

– ¿Sois jodidos policías u os manda la competencia? -preguntó casi complacido y abrió la boca para dar la alarma, pero el grito se le ahogó en la garganta y se transformó en estertor: Draco le había atravesado la garganta con un estilete que ocultaba en la manga. Un chorro de sangre espesa salpicó la cara y los pechos desnudos de la indiecita que se miró las manos y, cuando descubrió de qué se trataba, comenzó a chillar, horrorizada. Sonaron gritos dentro de la casa y carreras de botas militares sobre las maderas del porche principal. Los perros comenzaron a ladrar. Algunas ventanas se iluminaron e inmediatamente se encendió toda la iluminación exterior, incluyendo los focos de la piscina y los farolillos románticos del parque.

Draco y Lola corrían ya, en línea recta, hacia la arboleda. A mitad de camino comenzaron a silbar las balas.

– No tiréis -ordenó una voz en alemán-. Ya van los perros tras ellos.

Seis furiosos perros de presa los perseguían.

– ¡Que no los maten! -gritó Benz-. Quiero uno vivo por lo menos. Tiene que hablar.

Los guardaespaldas siguieron a los perros.

– ¡El pito loco! -gritó Lola.

Draco sacó el artilugio del bolsillo y oprimió el botón cuando las fauces babeantes del primer mastín estaban a dos saltos de su garganta. El animal se detuvo inmediatamente como si hubiera chocado contra un muro de acero, se enroscó en el suelo y prorrumpió en aullidos lastimeros. Los otros perros lo imitaron un poco más lejos.

Los perros habían fracasado. Las balas comenzaron a silbar entre los árboles arrancando astillas y cercenando ramas. En la espesura no penetraba la escasa luz de la luna. Draco y Lola tropezaron y cayeron un par de veces, pero se incorporaron rápidamente y reanudaron su carrera, cogidos de la mano para evitar separarse en la oscuridad; Draco delante, llevándola casi a rastras hasta el árbol grande, una mancha poderosa y benefactora que destacaba contra las estrellas en medio de la arboleda. Nuevamente ladraron los perros que volvían a la carga más furiosos que antes. Uno de los sicarios encontró el rastro.

– ¡Aquí, aquí, han pasado por aquí! -Llamó a sus compañeros, pero cuando llegaron a la arboleda dejaron de disparar, temerosos de herirse entre ellos.

Al otro lado del agujero, Draco y Lola todavía no podían sentirse a salvo. Draco repuso el alambre que cerraba el hueco para evitar que los perros los siguieran. Después colocó en el sendero las dos minas antipersona que había dejado detrás del árbol, las activó y las cubrió con puñados de hierba. Continuaron la huida.

Por encima de sus cabezas se oyó el sonido de un motor. La avioneta acudía puntual a la cita. En medio de la espesura, perdidos, dejaron de huir. Aguzaron el oído mientras respiraban afanosamente, apoyados en un tronco. La selva se había quedado silenciosa. Ni rastro de los perros ni de los perseguidores.

– Quizá no han encontrado el agujero -aventuró Draco, pero un instante después un estampido seguido de un destello distante señaló el estallido de una mina.

Pasó un minuto. El motor del avión se había alejado y no se oía. ¿Habría perdido la señal? ¿Habría dejado atrás la Casa Grande?

Entonces estalló la bomba vietnamita. Un relámpago súbito iluminó un kilómetro cuadrado de selva como si fuera de día. Un instante después, el taponazo sordo de la explosión se percibió remoto, seguido de un temblor en el aire, la onda expansiva muy aminorada, que, no obstante, produjo sobre las cabezas de los fugitivos un estruendo de ramas resquebrajadas.

– Apúrense que esto está que arde.

Jacinto los llamaba desde el otro lado del claro. Lo siguieron de buena gana. Cuando llegaron a la furgoneta, después de cuatro horas de caminar penosamente por la selva, estaba amaneciendo.

Escarlata les estrechó las manos.

– Ha sido un buen trabajo. Ahora tenemos que andar listos porque seguramente extremarán el control en la frontera.

Desandaron el sendero Macuco hasta las proximidades de Iguazú y allí transbordaron a un viejo Volkswagen. Una india gorda y sonriente salió del coche.

– Aquí les presento a Victoria, que va a ser su guía el resto del viaje. Ella sabe lo que tiene que hacer.

Se despidieron brevemente.

La india conducía a toda velocidad volviendo la cabeza para mirar a sus pasajeros cada vez que hablaba, y hablaba mucho.

– En la carterita del asiento tienen dos billetes de autobús. Ahora vamos a visitar la presa y central hidroeléctrica Itaipú Binacional, entre Paraguay y Brasil. Allí encontraremos decenas de autobuses turísticos. Ustedes se buscan el suyo y regresan a Foz de Iguazú confundidos entre los turistas.

Okay.

27

Al declinar el día, en el vuelo de regreso a Sâo Paulo, Lola contemplaba el paisaje, pensativa. De pronto se volvió y trenzó su mano con la de Draco.

– ¿Estás satisfecho?

Él asintió, serio. No lograba desentrañar el origen de aquella tristeza indefinible. Aníbal dos Mares, el responsable de la muerte del Coronel y de Joyce, estaba muerto. Klaus Benz, cuya implicación en el asunto era menos probable, pero tampoco se podía descartar, había muerto también. Lo que había venido a hacer en Brasil estaba hecho. No obstante, la venganza no remediaba su soledad. Quizá la acrecentaba. Ahora sólo veía un camino vacío que no llevaba a ninguna parte.

Lola le apretó la mano y reclinó su cabeza en el hombro de Draco. Quizá intuía lo que pasaba por su cabeza.

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