Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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Albretch Dürer

The Knight, Death, and The Devil, 1513-1514

(196kb)

Edited by: Juan Vergino

Editor's Tool: UltraEdit

– ¿Y qué hacemos con eso? -preguntó Draco.

– ¿Recuerdas que en Brasil encontraste dos grabados impresos en blanco y negro?

– Sí.

– Pues bien. Si observas la parte inferior derecha del cuadro, justo a la derecha de la pata más atrasada del caballo, verás un ligero tono azul en el suelo. Cosa bastante insólita pues, aunque apenas se nota, debería ser todo o blanco o negro. Evidentemente el cuadro ha sido torpemente retocado con alguna intención. Es más: el supuesto Juan Vergino te dice cómo lo ha hecho.

– ¿Cómo? -suspiró Draco, cada vez más sorprendido.

– Usó UltraEdit -prosiguió Perceval-, que es un programa que en principio está pensado para editar textos sencillos, pero que en realidad puede editar cualquier archivo, presentando en pantalla dos semiventanas, una para códigos numéricos y otra para letras. El diseñador de la página de Juan Vergino nos lo ha dejado tan fácil que ha puesto un enlace para bajarte el programa en la página de UltraEdit. Verás qué fácil es.

Las manos de Perceval volaban sobre el teclado casi acariciándolo, mientras él comentaba lo que iba haciendo. Primero hizo un clic con el botón derecho del ratón sobre el grabado y en el menú emergente eligió «Grabar en una carpeta». Llevó el gráfico a su carpeta personal con el nombre durero.jpg y renombró el archivo de Durero como durero.txt.

Luego regresó a la página de Juan Vergino e hizo clic en el nombre de UltraEdit, que le llevó a la página donde podía bajarse el editor. Una vez instalado el nuevo programa en su ordenador, abrió el archivo modificado durero.txt con el nuevo editor. Se trataba de una sucesión caótica de letras y números sin aparente relación o pauta en su sucesión. Entonces Perceval comentó:

– Si la parte azul del grabado estaba al final a la derecha, podríamos intuir que si hay alguna modificación provocada, ésta debería estar al final del texto. Veamos… ¡Ahí lo tienes! -exclamó Perceval.

Al final de la ventana de la derecha del programa aparecieron las siguientes letras y números:

BRUTUS 0039/1223/12/9223566600

MAGNUS 0039/0280/88/1000386615

LEXIUS 0039/0012/78/2128742459

– ¡Vaya! -exclamó Draco-. ¿Qué es lo que tenemos aquí?

– Pan comido. -Perceval resplandecía-. Brutus, Magnus y Lexius son nombres en clave de algo o de alguien. Fui decodificando por el mismo método el resto de páginas citadas en el reverso del grabado. La última era un índice de los códigos. Se trata de cuentas corrientes de bancos en Suiza y otros datos muy esclarecedores. Lo que nos temíamos.

Draco asintió, anonadado.

– El asunto está claro -añadió Perceval-. Los nombres en clave eran registros mercantiles, compañías ficticias, compañías reales, intermediarios, fiduciarios… todo un mundo subterráneo, una compleja trama financiera que parte de Suiza y tiene ramificaciones de todos los colores: nazis, petroleros árabes, narcotraficantes y cardenales de la curia romana solazándose en el mismo colchón, un colchón relleno de dólares que huelen a mierda.

– ¿Aquí en Suiza?

– ¿Dónde si no? El lugar ideal del mundo para cruzar hienas con serpientes. Al iniciar las pesquisas saqué un listado de cuentas numeradas del banco Weehrli de Zurich.

– ¿Por qué de ése precisamente?

– Pensaba hacerlo con media docena más, pero tuve suerte y acerté a la primera. Durante la guerra, ese banco les tramitaba visados a alemanes para Suiza y les proporcionaba documentación a sociedades de ultramar. En aquellos tiempos, el director del banco era íntimo amigo del primer ministro suizo Marcel Pilet-Golaz: sabían que era dinero robado en los países ocupados por los nazis, sabían que eran los salarios de trabajadores esclavizados por la industria del Tercer Reich, pero ellos miraban para otro lado y facilitaban valijas y pasaportes diplomáticos.

En el semblante de Draco se reflejaba el asco.

– Quizá tengas una idea sesgada de estos banqueros calvinistas -sonrió Perceval-. Voltaire decía de ellos: «Cuando ven a uno de ellos saltar por la ventana, saltan detrás, probablemente haya dinero que ganar.» Las cuentas del banco de Zurich me condujeron a la trama económica de Klaus Benz.

– ¿Y qué has sacado en limpio?

– Supuse que Klaus Benz, que ha volado al cielo para reunirse con su querido tío Adolfo, tendría contactos con los camaradas con los que hizo negocios durante la guerra. Parte de esos negocios sobrevivieron tras la derrota de Alemania, entre otras cosas porque a los vencedores no les convino que desaparecieran. Peiné los registros mercantiles alemanes buscando ciertos nombres asociados a ciertos productos. Me salió una lista demasiado larga. Entonces entré en el fichero central de la Comisión Z.

– ¿Qué es eso?

– En Ludwigsburg, Alemania, en la Schorndorfer Strasse, 58, existe una central federal para el esclarecimiento de los crímenes de la era nazi. Se llama la Zentralstelle, o Comisión Z. Es la única organización alemana que persigue a los nazis históricos a escala nacional o internacional. Tienen ciento setenta mil fichas de criminales nazis. Hice un nuevo peinado de nombres, apliqué el programa de concordancias y obtuve una lista de empresas más reducida. Después la reduje aún más, limitándola a las que tenían oficinas o apartados postales en Luxemburgo.

– ¿Por qué Luxemburgo?

– El tráfico de teléfono y teletipo de la provincia del Alto Paraná, Paraguay, con Luxemburgo era sospechosamente intenso, según me informó el ordenador central. Apliqué el sentido común y deduje que, aparte de los monos y las serpientes, la única criatura del Alto Paraná que podía tener tratos con Luxemburgo era precisamente Klaus Benz.

Draco asintió.

– Sorprendente.

– Ya te advertí que los detectives del futuro no necesitan salir de casa. Se puede husmear todo con este cacharro -Dio unos golpecitos en el teclado y en la pantalla apareció una sonrisa ruborosa-. Bien, no nos distraigamos. Después de la guerra, los nazis invirtieron el oro robado en distintas compañías radicadas en Liechtenstein, en compañías fantasma domiciliadas en las Antillas y en varias docenas de sociedades de testaferros radicadas en Luxemburgo. Esto me llevó directamente a la sede de los archivos de la Confederación Suiza. Ayer di un agradable paseo hasta la colina Blumberg a la orilla del Aare, justo enfrente del palacio federal, un lugar peligroso, porque al cruzar el prado puede atropellarte uno de esos oficinistas cuarentones que hacen jogging hasta que los fulmina un infarto. Logré llegar al edificio, presenté mis credenciales como empleado de la UNESCO, obtuve el permiso, bajé tres plantas en ascensor hasta el nivel de los topos y recorrí un buen tramo de los treinta y cinco kilómetros de expedientes de cartón que duermen el sueño de los justos, custodiados por celosos enanos de bata blanca.

– Veo que te lo estás trabajando -dijo Draco con sincera admiración.

– Lo paso bien y de camino me consuelo de la vida que llevo tan… monástica -sonrió Perceval, pero repentinamente se puso serio y añadió-: Toda la miseria del mundo yace allí abajo, puedo asegurártelo. Es increíble la podredumbre que sale a la luz cada vez que levantas una alfombra informática. En fin… Te diré cómo he procedido: cribé los ficheros buscando las palabras clave de los nombres de las compañías que ya llevaba anotados, y saqué un montoncito de datos interesantes con los que he alimentado nuevamente el ordenador central de mi oficina. Paso por alto las comprobaciones de seguridad, los vericuetos que he seguido y las artimañas informáticas que me han permitido esquivar las zonas reservadas. La conclusión es que Klaus Benz y Aníbal dos Mares eran meros agentes interpuestos. La persona que busca las piedras templarias está más arriba.

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