Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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– Y los mafiosos sicilianos -preguntó Draco-, ¿sabe la gente quiénes son?

– Todos son conocidos, pero la justicia no puede hacer nada sin pruebas.

– ¿Ha oído usted hablar de don Antonio Sebastiani?

– ¿Don Antonio? El don de Caltanissetta. Todo el mundo lo conoce en Sicilia. Es un hombre muy poderoso. En 1943, el mafioso americano Lucky Luciano envió un emisario para pedirles a don Antonio y a don Calógero Vizzini que favorecieran el desembarco americano en Sicilia. Los americanos los nombraron Coroneles honorarios como prueba de gratitud y dejaron en sus manos la intendencia civil. Don Antonio amasó una enorme fortuna en pocos años. Ahora su familia vende aceitunas, aceite y naranjas en Estados Unidos. Ya está viejo y enfermo, pero sigue siendo uno de los hombres más poderosos de la isla.

El Airbus describió un amplio giro para enfilar el aeropuerto Falcone Borselini. Perini señaló por la ventanilla el distante panorama de montañas peladas con los valles cubiertos de naranjos, olivos y vides, que se divisaba más allá del caserío de Punta Raisi.

– Desde aquí arriba parecería que nada ha cambiado desde que los griegos roturaron estas tierras -suspiró.

Una azafata recorrió el avión para asegurarse de que todos los pasajeros llevaban abrochado el cinturón de seguridad. Draco notó que muchos sicilianos se santiguaban.

– Es que el aeropuerto de Palermo es algo peligroso -señaló Perini-. A un lado está la montaña y al otro el mar, como Caribdis y Escila, y los pilotos tienen que afinar mucho.

Aterrizaron correctamente. Un autobús de servicio interno los condujo a la terminal. Draco, que sólo llevaba equipaje de mano, volvió a coincidir con el profesor Perini en la parada de taxis.

– ¿Tiene hotel reservado?

– Me esperan en el Ponte.

– Me coge de paso. Tomemos el mismo taxi y lo dejaré en su hotel.

– Muchas gracias.

La Autoestrada A 29 de Palermo estaba bastante concurrida. El taxista conducía como un demente con el pie a fondo, mientras silbaba alegremente una piececilla de ópera italiana. En un tramo recto, Perini le señaló a la derecha.

– Esas dos banderas rojas marcan el lugar del asesinato del juez Falcone -dijo-; ¿sabe usted quién era el juez Falcone?

– ¿El juez que asesinó la mafia?

– El mismo. El 23 de mayo de 1992, tres coches blindados que circulaban a ciento sesenta kilómetros por hora transportaban al juez Giovanni Falcone, a su mujer y a sus guardaespaldas. En aquel puente había tres hombres echados sobre la baranda, contemplando el tránsito. Uno de ellos, el jefe mafioso Brusca, oprimió un botón. ¡Bum! Dos meses más tarde, un atentado parecido acabó con la vida de Paolo Borsellino, sucesor y amigo de Falcone. También lo ejecutó personalmente Brusca.

– ¿Cómo se sabe eso?

– Porque uno de sus compinches, un tal Santino di Matteo, lo reveló a la policía. Brusca raptó a su hijo de once años, lo estranguló con sus propias manos y disolvió el cuerpo en ácido.

Tras treinta y cinco kilómetros de autopista desembocaron en un suburbio de casas pobres de Palermo. El tráfico se ralentizó en una calle de edificios modernos algo ajados y polvorientos. Perini le señaló una corona verde y jarrones con flores en la puerta de un bloque de pisos.

– Ahí vivía el juez Falcone -dijo-. La gente le trae flores y cartas.

Pasaron por el barrio del puerto, en el que confluían algunas calles adornadas con guirnaldas de bombillas de colores.

– Es por la fiesta de Santa Rosalía, la patrona de la ciudad -le aclaró Perini.

Draco observaba el aire decadente y algo desvencijado de los comercios y los monumentos de la vieja ciudad. Atravesaron una puerta de la vieja muralla y se internaron en un barrio menestral, donde todavía se apreciaban las huellas de los bombardeos de la guerra. A Draco le sorprendió encontrar tantos palacios abandonados y en ruinas.

– Donde antes de la guerra vivían los aristócratas y los rentistas, ahora sólo hay gatos famélicos -dijo Perini.

El hotel Ponte estaba ubicado en un destartalado edificio de la época de Mussolini. El recepcionista le asignó a Draco una amplia habitación del tercer piso con vistas a una plaza desarbolada con un monumento a los caídos de la mafia, una especie de bloque de hierro oxidado con la inscripción: «Al caduti nella lotto contro la mafia.»

Se duchó, se puso una chaqueta oscura y bajó a recepción.

– El señor Sebastiani me indicó que me alojara aquí, ¿dónde podría verlo?

El empleado, un tipo delgado y alto, de cara afilada y profundas ojeras, contempló con recelo al huésped y consultó su nombre en el libro antes de responder.

– Vaya usted al convento de los capuchinos y pregunte por el padre Amaro. Él le indicará.

El taxi condujo a Draco, a través de la ciudad antigua, entre destartalados edificios de piedra, hasta una plaza polvorienta abarrotada de coches.

– Aquélla es la cripta de los Capuchinos.

El taxista señaló una puerta anodina de la que, en aquel momento, salían dos turistas nórdicos con calzonas, faltriquera marsupial y gorra de visera. Draco entró en una especie de vestíbulo donde había un viejo expositor de postales y una mesita baja con guías del Jubileo romano y tickets de entrada a la cripta. A través de una puerta de cristales, en la habitación contigua, dos frailes capuchinos veían un telefilme americano, uno de ellos acostado en un sofá, con los pies desnudos y sucios sobre un cojín, el otro en un sillón de orejas, igualmente descalzo y sucio, con los pies apoyados en la mesita auxiliar.

Draco golpeó en el cristal con los nudillos. El fraile joven se puso las sandalias con un gesto de fastidio y salió a atenderlo.

– Venía a ver al padre Amaro.

El joven lo miró con recelo. Era imberbe, fofo y pálido de tez, casi femenino.

– El padre Amaro está en la comunidad -señaló con voz aflautada y mujeril-. ¿Quién le digo que lo busca?

– Me llamo Simón Draco.

Tomó nota en un papel.

– ¿Quiere ver la cripta mientras lo llamo?

Simón Draco se encogió de hombros.

– Son dos mil quinientas liras -anunció el frailecillo tendiéndole un ticket-. Es por la contabilidad.

Draco satisfizo el óbolo y descendió las polvorientas escaleras que le indicaba el fraile. Desembocó en una triple galería húmeda y ventilada, en la que colgaban de las paredes decenas de cadáveres supuestamente momificados, en realidad meros esqueletos con pitracos de carne reseca, embutidos en polvorientas y podridas mortajas rellenas de estropajo y cañas. Media docena de turistas deambulaban por el secadero contemplando la macabra exposición. Hacía frío. Draco merodeó hasta el fondo de la galería central, donde una reja de madera cortaba el paso. Detrás se exponía el cadáver de una niña en un cajón de madera adornado con polvorientas flores de trapo. Parecía más bien una máscara de cera maquillada como una muñeca barata.

La Addolorata -apuntó una voz a su espalda.

Se volvió. Era un fraile de unos cincuenta años, atildado y sonriente, con cara de hombre de mundo.

– ¿El padre Amaro?

– Yo soy. Y usted debe de ser el señor Draco, ¿no?

– Simón Draco -dijo estrechándole la mano.

– Andrea, el portero del Ponte, me avisó de su llegada. -Señaló a la niña momificada, al otro lado de la reja-. Ésta es nuestra inquilina más joven y mejor conservada. Murió en 1881, el año en que cesaron los enterramientos. El cadáver más antiguo que tenemos es el de fray Silvestre da Gubbio, muerto en 1599. Está en aquella galería, pero usted no ha venido a ver a los difuntos, ¿verdad?

Se detuvo y escrutó los ojos de Draco sin perder la sonrisa.

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