La invitación lo tomó por sorpresa.
– Sí, sí, claro. Buena idea.
En el jardín había otras parejas, paseando por los senderos débilmente iluminados con lámparas verdes indirectas con forma de seta a diez centímetros del suelo. Al principio pasearon en silencio, algo separados. Después de un ligero traspiés, Lola se agarró del brazo de Draco y ya no lo soltó. Él se sentía atraído por ella, la colonia juvenil le llegaba en ligeros efluvios desde la cabeza apoyada en su hombro. Después de todo podía ser una representación. Se suponía que eran marido y mujer. Tras pasear en silencio unos minutos, Lola dijo:
– En tu ficha policial consta que fuiste mercenario.
– ¿Eso dice? -contestó Draco distraídamente.
– Los mercenarios no suelen ser gente de fiar -dijo Lola tras un silencio.
– Al contrario: en ellos se puede confiar ciegamente. Lo suyo es profesional. Acatan las órdenes profesionalmente y luchan sin demasiada implicación emocional. Los idealistas son menos fiables. En combate hacen heroicidades inútiles o contraproducentes, o les entra el miedo y te dejan en la estacada. A veces las dos cosas sucesivamente.
Ella meditó sobre lo que acababa de oír. Luego preguntó:
– ¿Cómo se te ocurrió hacerte mercenario?
– La vida. Yo qué sé. Tuve un buen padrino, el Coronel.
– ¿El que mataron los rusos?
– Sí.
– ¿Forma también parte de tu venganza?
– Él fue lo más parecido a un verdadero padre que he conocido.
– Háblame de él.
– Hace muchos años, en Bruselas, en una cervecería de la plaza Guiñón, conocí a un tipo que había encontrado trabajo en África, en el Congo. Yo estaba harto de llenar sacos de molluelo en una fábrica de piensos y le pregunté si no habría otro puesto para mí en África. Al día siguiente me llevó a una casa de la calle Marie de Bourgogne, a las oficinas de la Sociedad Industrial Belga, que era la cobertura oficiosa del nuevo gobierno de Katanga. Hacía poco que el gobierno, el belga, le había concedido la independencia a su colonia en el Congo, pero unas cuantas compañías con intereses en la región apoyaban la rebelión contra el gobierno negro de la provincia de Katanga, que era la más rica. Así que comenzó una guerra entre el nuevo país independiente, que contaba con las bendiciones de la ONU, y la provincia rebelde, que sólo contaba con el apoyo de las compañías interesadas en que la rebelión prosperara.
– ¿Y cómo se te ocurrió buscar trabajo en un país en guerra?
Draco sonrió.
– Ése era el trabajo: la guerra.
Lola comprendió.
– Mercenario -susurró como para ella.
– La Sociedad Industrial Belga contrató a trescientos trabajadores con distintas coberturas civiles: trabajadores de compañías mineras, del correo, de comunicaciones, profesores, viajantes de comercio, técnicos, etc. Nos pagaron unas vacaciones en un campo de entrenamiento del sur de Marruecos, donde una sociedad minera belga daba cobertura. Allí conocí al coronel Burton. Hacía un año que había abandonado el ejército británico y también se había alistado como oficial de la Sociedad Industrial Belga. Nos tuvieron dos meses en Marruecos y de allí pasamos a Katanga vía Angola. En los dos años largos que permanecí junto al Coronel se portó conmigo como un padre y en una ocasión arriesgó su vida para sacarme de un apuro.
Draco no dijo más. Lola respetó su silencio, se sentó en un banco y él se acomodó a su lado. Draco, contemplando la noche cuajada de estrellas, respirando el aire suavemente podrido de la selva, recordó antiguas escenas que hacía mucho tiempo creía olvidadas: se vio veinteañero luchando en lodazales y chozas contra el ejército regular de la nueva república que había invadido Katanga y arrasaba aldeas enteras macheteando a la población, niños incluidos, después de violar a las mujeres. El enemigo era una horda indisciplinada que sucumbió rápidamente ante los mercenarios. Entonces intervino la ONU y envió cascos azules para repeler la rebelión. Al mismo tiempo, las presiones diplomáticas retiraron a muchos mercenarios, que en realidad eran miembros de servicios secretos de países con intereses en la zona. Al final sólo quedaban un centenar, pero aun así la suerte les seguía siendo favorable. Guerreaban cinco días por semana y descansaban dos en la retaguardia, donde Tshombé había dispuesto que no les faltara de nada. Los nativos los trataban como a seres superiores y ellos tomaron como cuartel la sala de fiestas del rey Kibwe, donde bailaban el cha-cha-cha Enfants du Katanga con sus camaradas. La prensa internacional les dedicaba artículos elogiosos y los llamaba los Implacables. Joyce, en un raro ataque de celos, más de su pasado que de mujer alguna, había destruido algunas fotografías en las que Draco aparecía jovencísimo y delgado, rodeado de cuatro hermosas chicas africanas, borracho de champán francés y de cannabis.
Lola contempló su perfil a la luz de la luna y lo encontró guapo. Draco, ajeno al interés de la muchacha, recordó una noche lejana, también en la selva tropical, cuando Lola aún no había nacido, en las afueras de Jadotville. Tras los embriagadores perfumes de la noche, que se combinaban con el olor animal del miedo para formar un raro almizcle, amaneció un día caluroso, el sol se alzó radiante sobre las copas de los árboles, mientras él permanecía apostado detrás de un tronco caído, al borde de la espesura, contemplando el puente sobre el río Lufira a través del visor telemétrico de un bazooka. Al día siguiente, la prensa internacional se hizo eco de una nueva fechoría de los mercenarios katangueños: le habían tendido una emboscada a las tropas irlandesas de la ONU enviadas para desalojarlos de la ciudad. Draco recordaba la palmada amistosa del Coronel en su espalda cuando, al primer disparo, dejó fuera de combate al tanque delantero, que se incendió y perdió la cadena derecha, cortándoles el paso a los que venían detrás. El puente se convirtió en una trampa mortal. De haber contado los mercenarios con más efectivos, hubiera sido una victoria señalada, pero para entonces sólo eran cuarenta contra el ejército congoleño y los cascos azules. Unas semanas después ordenaron al Coronel que volara la presa Delcommune, una de las mayores obras hidráulicas de África. Al principio el Coronel creyó que se trataba de un error y telegrafió al cuartel general de Tshombé para que le repitieran la orden, pero la orden estaba clara: volar la presa. Entonces reunió a sus hombres: «Quieren que dinamitemos ese pantano.» Ellos lo escucharon, impasibles. Habrían acompañado al Coronel al fin del mundo. «Ese pantano -reflexionó el Coronel- es la obra más grande que hemos construido los blancos en África. No pienso volarlo para servir las ambiciones y las extravagancias de un negro. Cuando regresemos a Europa, a nuestros países, los que regresemos, tendremos que ocultar nuestra misión aquí como si fuera la mayor de las vergüenzas, porque nuestros gobiernos no lo entenderán. Allí seremos proscritos, pero aquí somos hombres de honor. Si estáis conmigo, levantad la mano.»
La levantaron todos. Burton comprendió que después de aquella desobediencia no convenía prolongar la estancia porque tendrían que enfrentarse a las tropas del gobierno, a las de la ONU y a las katangueñas. «Regresamos a casa», dijo el Coronel. Ninguno tenía casa a la que regresar, algunos tendrían que enfrentarse a procesos civiles en cuanto volvieran a sus respectivos países. No obstante, estuvieron de acuerdo. Robaron un tren, cargaron los equipajes y las armas y se abrieron paso hasta Angola. Desde allí se dispersaron para regresar a Europa, cada uno por sus medios.
Lola y Draco tomaron otra ronda de caipiriña en el bar antes de subir a la habitación. Estaba caliente, con la calefacción al máximo. Mientras Draco corría las cortinas, Lola se dio una ducha. Cuando salió, en pijama, Draco estaba en la cama con un brazo desnudo debajo de la nuca y esa expresión melancólica y ausente que a ella le resultaba atractiva. Se preguntó si estaría completamente desnudo. Él se levantó en calzoncillos a lavarse los dientes. Era un hombre hermoso, un cuerpo fuerte y compacto, en el que los músculos no habían perdido elasticidad, a pesar de que sobrepasaba los cincuenta años.
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