Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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Después del postre de frutas tropicales, Lola llamó al camarero y pagó. En la calle hacía algo de frío.

– Vámonos a casa, Simón -dijo de repente, agarrándose de su brazo-. Te prepararé una caipiriña.

De pronto era una mujer que necesitaba el cariño de un enamorado. Él le rodeó el hombro con su brazo y regresaron paseando.

Draco imaginó una velada romántica, música suave, sorbitos de caipiriña, confidencias y besos tiernos a la luz de las velas, pero Lola, repuesta de su pasajera debilidad, la convirtió en una reunión de trabajo.

– Klaus Benz fue segundo comandante de Belsen y responsable directo de los trabajos de un equipo médico que experimentaba con gemelos y embarazadas -le explicó-. Cuando los americanos liberaron el campo consiguió huir disfrazado de prisionero, con la documentación de una de sus víctimas y la ayuda del Vaticano.

– ¿La ayuda del Vaticano? -se extrañó Draco-. ¿Estás sugiriendo que el Vaticano ayudó a los nazis?

Lola lo contempló como si fuera un caso sin remedio.

– Eso fue lo que nos despistó durante años. Sabíamos que Benz era amigo de Walter Rauff, jefe de los servicios de inteligencia alemanes en Italia, y supusimos que habría huido por la llamada ruta de las ratas que Rauff preparó antes de que la guerra terminara, en connivencia con el Vaticano. Esta ruta tenía dos variantes; salía de Munich, Salzburgo o el Tirol, continuaba por Suiza hasta Génova, Rímini o Roma, donde embarcaban rumbo a Buenos Aires, Egipto, Líbano o Siria. Supimos que en mayo de 1945, un refugiado alemán llamado Klaus Benz había residido un par de meses en el convento franciscano de Roma hasta que pudo viajar con papeles falsos a Egipto. Seguimos esa pista, equivocada, hasta que supimos que el tal Benz había muerto alcoholizado en 1976 en un suburbio de El Cairo, por lo que no era el hombre que buscábamos. El nuestro, un maestro en el arte de borrar el rastro, había escogido la ruta española, mucho menos conocida. En Madrid le suministraron una identidad nueva, con papeles a nombre de un religioso, lo vistieron de fraile y lo enviaron a Sudamérica como misionero. Benz se refugió primero en Argentina, donde fundó la Ferretera Alemana, un gran almacén en el centro de Buenos Aires, y el laboratorio farmacéutico Fadro Farm, este último en sociedad con el médico y criminal de guerra Joseph Mengele.

– ¿Y cómo se escapó?

– Toda Latinoamérica estaba llena de criminales nazis huidos de la justicia. Era imposible perseguir a tanta gente. Por otra parte, contaba con la complicidad y la simpatía de las autoridades locales. Muchas filiales de empresas alemanas fueron el refugio de los fugitivos: la Krupp, la Mercedes, la Siemens. En 1949, Benz se trasladó a Chile, asociado con Julius Rauff, el inventor de los camiones de gases, e incluso adquirió una casita veraniega en la colonia nazi de la sierra de Bariloche, una precordillera al sur del país, en la frontera con Argentina, que los alemanes encuentran similar a las laderas austríacas.

Una de las dos velas chisporroteó y se apagó acrecentando la penumbra, como si los invitara a una mayor intimidad. Permanecieron en silencio. Draco estaba sentado sobre la alfombra, Lola en el sofá, a su lado. Alargó la mano para acariciarle el pelo, pero se contuvo. Bebió un largo trago de caipiriña.

– ¿Tanto la querías? -preguntó con su voz ronca.

Él tardó en contestar.

– No lo supe hasta que murió. Ahora la necesito mucho. En cierto modo, mientras persigo a su asesino la tengo más próxima. Es como si su vida se prolongara, como si le añadiera un epílogo necesario. Comprendo que tú no lo entiendas. Tú sólo haces tu trabajo.

Lola le acarició la mejilla.

– Créeme si te digo que te entiendo -susurró.

Ella se deslizó del sofá hasta sentarse a su lado, sobre la alfombra. Draco no había tocado su caipiriña. Ella tomó su vaso y bebió un trago. La música había terminado y se oía girar la aguja sobre el disco.

Se miraron. Estaban a punto de besarse.

– No, no -susurró Lola apartándose-. No debemos dejar que estas cosas interfieran en el trabajo.

Draco se sintió humillado, además de contrariado. Solamente era un muñeco en las manos de aquella mujer. Había descubierto que podía abrir una caja fuerte y lo estaba utilizando. Nada más.

– Llevas razón -dijo, disimulando su contrariedad.

Por un momento permanecieron en silencio.

Ella se levantó para colocar un nuevo disco de Carly Simon. Cuando regresó, Draco estaba de pie.

– Será mejor que me vaya.

– ¿No quieres otra caipiriña?

– No, ya ha estado bien. Te lo agradezco.

Vagó un rato mirando escaparates por la avenida da Ipiranga. Espantó con un bufido a un par de mendigos que se le acercaron con la mano tendida. En la Consolaçâo, un perro de lanas sucio, probablemente un perro de lujo abandonado, agonizaba en medio de la calle con las tripas fuera tras ser atropellado por un automóvil. Lo arrastró por una pata hasta el borde de la acera. El perrillo lo miraba con ojos espantados y vidriosos.

– Es todo lo que puedo hacer por ti -murmuró-.Y por mí.

Regresó al hotel y se acostó.

Sobrevolando la selva brasileña, con la cabeza de Lola en el hombro, Simón Draco recordó el perro destripado y agonizante. Su vida era tan desastrosa como la de aquel perro que debió de haber conocido tiempos mejores. Había soñado con retirarse y pasar el resto de la vida plácidamente en el campo al lado de Joyce, y de pronto se veía sumido en el horror, en la incertidumbre y en la soledad. Le pidió un zumo de naranja a la azafata.

– Lo ideal sería secuestrar a Benz -había dicho Lola cuando consideraron el futuro-, pero no disponemos de la infraestructura necesaria, aparte de las complicaciones diplomáticas que podría acarrear, al ser el doctor Benz súbdito uruguayo. Es más fácil acabar con él, pero antes habrá que vaciarle la caja.

Lola le enseñó fotografías de la vivienda de Benz tomadas desde gran altura: una hacienda en medio de la selva uruguaya.

– Acabar con él puede ser tan difícil como secuestrarlo, a no ser que se trate de una acción suicida.

Lola sonrió.

– Somos gente civilizada, descartamos acciones suicidas.

La azafata le entregó el vaso de plástico con una sonrisa cómplice. Lola y él debían de parecer una de esas parejas que conservan su amor después de veinte años de matrimonio, una especie de milagro que las almas románticas siempre aprecian.

Al principio, el plan le había parecido descabellado. Después comprendió que, aunque le arrebatara la posibilidad de acabar personalmente con los asesinos de Joyce, su venganza quedaría satisfecha de todos modos. Se preguntó si este Benz que surgía de las brumas del pasado era en realidad el verdadero culpable de las muertes de Joyce y del Coronel, y si la muñeca rusa de las responsabilidades delegadas no le guardaría nuevas sorpresas.

– Pasado mañana, el Turco viajará a Uruguay para reunirse con Benz -había anunciado Lola-. No sabemos cuándo volverán a estar juntos. Debemos aprovechar esta ocasión. Si nos descubrieran, tendríamos que levantar el vuelo. La empresa no es difícil. Reventar la caja fuerte, enviar la señal convenida y alejarnos a medio kilómetro en veinte minutos, antes de que la bomba lo destruya todo.

– ¿Qué bomba?

– Una bomba que lanzará un avión.

– ¿De qué fantasía me estáis hablando?

– Cuando Benz y el Turco se reúnen, el servicio de la hacienda se reduce al mínimo y el número de guardaespaldas aumenta. Entonces bombardearemos la casa.

– ¿De dónde vais a sacar un bombardero?

– ¿Quién dijo que lo necesitáramos? Será mucho más fácil. Lo haremos con una avioneta de fumigación agrícola que descargará una única bomba.

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