El Moro, debatiéndose entre la codicia y el recelo, se mantuvo un rato en silencio. Al final prevaleció la codicia.
– ¿Qué clase de arma?
– Un fusil Heckler & Koch 33 o similar, con mira telescópica.
Nuevo silencio.
– Eres un killer, ¿eh?
– No, lo quiero para cazar patos en el Paraná.
Una risilla siniestra apreció el chiste.
– Es un arma rara. Casi todo lo que alquilo son Uzis o pistolas. Después del atraco las devuelven.
– ¿La tienes o no la tienes?
– Puedo procurármela. Pero te costará bastante.
– ¿Cuánto es bastante?
– Digamos cinco mil dólares por día, pero tendrás que depositar otros veinte mil que te devolveré cuando reintegres el arma.
Era un abuso, pero no iba a ceder en su empeño por una simple cuestión de dinero.
– Está bien.
– Okay. Llámame mañana a las nueve y te diré dónde nos encontramos, pero debes venir solo. No quiero sorpresas, ¿eh?
Draco regresó al centro, se tomó un sandwich de jamón y queso con caipiriña en el bar del hotel y se acostó. No lograba conciliar el sueño. Puso la televisión. La travesti Andréia de Maio, famosa transformista de la boîte Prohibidu's, calle Amaral 69, se quejaba ante un famoso entrevistador con peluca y chaqueta de cuadros del poco aprecio social que se les tiene a los travestis. Andréia se proponía crear un nuevo partido político para agrupar a las minorías marginadas. Durante la entrevista, un pequeño pequinés, que atendía por Al Capone, no cesaba de enredar con el cable del micrófono. El de la peluca intentó apartarlo y el perrito le mordió en la mano. Los inconvenientes del directo. Mientras curaban al herido pasaron anuncios. Bebidas gaseosas que fomentaban el meteorismo, bragas, agencias de investigación. Draco prestó atención: «Rou bo a bancos. Investigaçoes sobre crimes contra patrimonio.»
– Indudablemente es una tierra con gran futuro para los de mi profesión -murmuró antes de apagar el televisor.
A la hora prevista, Draco marcó el número del teléfono móvil del Moro.
– Ya tengo el regalo. Venga a verme a las once al condominio Villa Amalfi, torre segunda, 3.°, número 236.
– Allí estaré.
– Ahora dígame cómo se llama.
– No será necesario.
– Sí será necesario -replicó el Moro, impaciente-. ¿Sabe lo que es un condominio? Es un edificio rodeado de un sistema de seguridad. Tendrá que darme un nombre para que los guardias de la puerta lo dejen pasar.
– Está bien. Me llamo Gálvez.
– Un nombre muy británico -ironizó el Moro-. Servirá.
– Lo celebro.
– Está bien, señor Gálvez. Lo espero.
Draco sacó veinticinco mil dólares del falso fondo de la maleta y tomó un taxi en Consolaçâo.
– ¿Conoce un condominio llamado Villa Amalfi?
El taxista se lo pensó un poco.
– ¿Amalfi? Me parece que eso cae por Panamby, ¿no?
– No lo sé.
El taxista bajó la ventanilla y gritó a los compañeros de una parada próxima:
– ¡Eh! ¿Alguien sabe dónde está Villa Amalfi?
– ¿Villa Amalfi? -gritó uno de los interpelados con una potente voz de bajo.
Draco reprimió un gesto de fastidio. No le parecía imprescindible que medio Sâo Paulo se enterara de que el extranjero del bigote postizo iba a Villa Amalfi, la residencia del traficante que alquilaba armas para atracos y asesinatos.
– ¿Villa Amalfi? -respondió otro, también a gritos-. ¿El condominio?
– Sí.
– Pasada Villa Monteverde, en Panamby.
– Obrigado.
Villa Amalfi, el condominio, estaba en el complejo residencial Sâo Paulo. Antes de llegar, el taxi tuvo que pasar por un control de seguridad privada instalado en medio de la calle. Un mulato de aspecto rufianesco con el uniforme de una compañía de seguridad salió de una caseta portátil y se inclinó sobre la ventanilla del conductor. Llevaba un mondadientes en la comisura derecha de la boca.
– ¿Adonde vas, hermano?
– A Villa Amalfi.
Se cambió diestramente el palillo a la comisura izquierda y le echó un vistazo suspicaz al pasajero.
– Adelante.
El otro negro de la garita accionó la palanca que levantaba la barrera.
– De día no son tan rigurosos -le comentó el taxista-. Lo malo es de noche. Si se ponen nerviosos, te pueden pegar un tiro antes de preguntar. Ahora llevan unos días muy susceptibles, desde que, hace una semana, una banda desvalijó todo un bloque de apartamentos de lujo después de sorprender y esposar a los guardianes. Se armó una buena.
La cancela de acceso al condominio Villa Amalfi era un elegante búnker disfrazado de portería. Draco reconoció los cristales blindados corredizos y el listón de acero que llegado el caso se abatía para dejar al descubierto las aspilleras de tiro. Una verdadera fortaleza.
Junto a la barrera, un guardia de la empresa Graber, con gorra de plato y pistola ametralladora al hombro, comprobó el libro de visitas. Sus ademanes eran incluso distinguidos.
– Me llamo Gálvez. Me están esperando en el número 236.
El guardia consultó sus notas en el libro y luego en la pantalla del ordenador.
– Adelante, señor Gálvez, el señor Magalhaes lo espera.
Draco encendió el televisor mientras se vestía. En el telediario, José Neto, funcionario del Ministerio de Agricultura, túnica blanca, larga barba patriarcal, tosca cruz de madera en la mano, abría los brazos en ademán papal y predicaba frente a las cámaras de televisión: «Deu, perdoai os nossos dirigentes, des nâo sabem o que fazem.»
El ministro de bosques proponía reducir la superficie forestal de la Amazonia para proporcionarle más espacio a las empresas forestales y agrícolas.
Funcionarios del Ministerio de Sanidad habían localizado al agente de bolsa desaparecido tres semanas antes, después de salir a comprar el periódico. No estaba secuestrado. Lo encontraron vendiendo pañuelos en un semáforo. Un trastorno de personalidad achacable al exceso de trabajo.
Un portavoz del Vaticano anunciaba un chequeo rutinario de Wojtyla. «El papa disfruta de una salud envidiable», declaró.
Imágenes en directo: la manifestación de los maestros agrupándose en la plaza de la República antes de partir. En la gran pancarta delantera se leía: «Fora Rose Neubauer. Covasa inimigo da Educaçâo.»
Draco se dirigió al Santa Gula con una bolsa en la que llevaba el fusil desmontado. El restaurante estaba tan animado como siempre, con sus clientes y los almuerzos de los oficinistas. Draco forzó la cerradura de un armario de mantenimiento para hacerse con una caja de herramientas. Antes de salir a la azotea se puso el mono azul que llevaba en la bolsa. El día estaba despejado, aunque corría una ligera brisa. Dos helicópteros distantes sobrevolaban la rua Augusta. Cruzó la explanada con naturalidad, fingiéndose obrero de mantenimiento, depositó el envoltorio del fusil bajo el pretil de la terraza, y comenzó a desatornillar una claraboya de la ventilación. Cuando la tuvo desmontada retiró su caparazón de aluminio, de un metro cuadrado, y lo apoyó contra el pretil. Miró el reloj: las tres y veinte. Aníbal dos Mares solía ser puntual. Le quedaban cinco minutos de tiempo muerto. Sacó el fusil de su envoltorio, montó el cerrojo, introdujo cuatro cartuchos en la recámara, ajustó la mira telescópica.
Un helicóptero sobrevoló el edificio. El operario del mono azul se incorporó y lo miró, extrajo un cigarrillo del bolsillo superior y lo encendió. «¡Estos zánganos! -pensó el alto ejecutivo que viajaba en el helicóptero-. Si no tienen a un capataz respirándoles en el cogote, no dan golpe.»
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