– Una avioneta sólo puede transportar un petardo. ¿Cómo haréis para darle al doctor Benz en la cabeza?
– Ese petardo, como tú lo llamas, destruirá toda la casa y su entorno. En cien metros a la redonda no quedará nadie con vida.
– Imposible.
– ¿Has oído hablar de la bomba atómica de los pobres, la BEAC? Está prohibida por la ONU, pero, como es natural, se sigue fabricando. Explícaselo, Richard.
– Es una bomba que inventaron los americanos en Vietnam, especialmente para arrasar amplias zonas de selva y convertirlas en pista de aterrizaje para helicópteros. Básicamente se trata de un depósito de aluminio que se lanza desde una altura considerable. El depósito va provisto de un altímetro que lo hace estallar antes de llegar a tierra y libera tres cargas de aire combustible de cuarenta y cinco kilos cada una en medio de una nube de vapor explosivo; las cargas bajan con ayuda de pequeños paracaídas hasta diez metros por encima del objetivo y allí nuevamente estallan y dispersan una carga de combustible líquido pulverizado que, al mezclarse con el aire, produce una intensa onda de presión que aplasta lo que encuentra debajo. La onda expansiva rompe los pulmones, provoca embolias en el cerebro y el corazón, mata por asfixia y produce graves quemaduras. Es una fuerza descomunal liberada en un espacio de terreno reducido. De la hacienda y sus alrededores no escapará nadie vivo. Garantizado.
– ¿Qué te parece? -preguntó Lola.
– Me parece que es preferible estar de vuestra parte.
El comandante anunció por megafonía que iban a sobrevolar las cataratas del Iguazú por el costado derecho del avión. Los pasajeros que viajaban en el lado izquierdo se precipitaron a las ventanillas libres de la otra banda con las cámaras y los prismáticos. El barullo despertó a Lola. Abrió los ojos y al percatarse de que estaba echada sobre el pecho de Draco se incorporó de golpe, algo avergonzada.
– Perdón -susurró.
– No era ninguna molestia -dijo él sonriendo-. Al contrario, era muy agradable. Además forma parte del juego, ¿no?
Ella no respondió. Se había sentido bien sobre el poderoso pecho de aquel hombre elemental que no tenía dueño, el último caballero que aún luchaba por vengar a su dama.
Poco después aterrizaron, recogieron el equipaje y tomaron un taxi para el hotel Bourbon Foz do Iguaçu. El hotel estaba en la Rodovía das Cataratas, a tres kilómetros del aeropuerto y a las afueras del pueblo. Era un complejo hotelero moderno con varias piscinas, saunas y un jardín botánico. Como estaban en temporada baja había pocos huéspedes, principalmente jóvenes en viaje de bodas o parejas clandestinas, gigolós con ancianas, o jefes barrigones y calvos con atractivas secretarias, idilios de fin de semana.
Ocuparon una suite con vistas al jardín botánico. La única y enorme cama no figuraba en los planes de Lola. Llamó a recepción para pedir que se la cambiaran por otra habitación de dos camas.
– Perdón, señora -se excusó el recepcionista-, pensé que preferirían una sola cama.
– Pues no, preferimos dos.
Miró a Draco que desde la ventana contemplaba el vuelo de los pájaros exóticos del jardín. El último caballero. Lola pulsó la tecla de repetición de llamada y volvió a comunicar con recepción:
– Olvídelo. Nos quedaremos con esta habitación.
Draco se volvió y la miró sorprendido.
– No podemos levantar sospechas, ¿no? -explicó la mujer desviando la mirada-. Por otra parte ya somos mayorcitos. Hace tiempo que dejamos de ser boy scouts.
– Yo nunca lo fui -dijo Draco-. En mi barrio no había de eso. Mi padre se emborrachaba y golpeaba a mi madre, y yo tenía que ganarme el sustento recogiendo botellas en los basureros.
¿Por qué le contaba aquellas cosas a Lola?
Quizá se estaba aficionando a aquella mujer más de lo conveniente. Debilidades propias de un hombre que acaba de perder a su único amigo y a la mujer amada. Estaba solo. Dentro de unos días, después de cumplir la misión, tomaría un vuelo para Londres y se olvidaría de ella.
Lola colocaba sus cosas en el armario.
– Tengo que comprar algo abajo -dijo-. Subo en seguida.
«Va a hacer una llamada telefónica y no quiere que la oiga», pensó Draco.
Después pensó que iba a llamar a Ari. Ari, del que Lola se había confesado amante ocasional, no disimulaba la hostilidad que profesaba al nuevo miembro del equipo. Los había llevado al aeropuerto y había estado especialmente grosero y displicente. Celos, seguramente.
Draco encendió un cigarrillo y se sentó en el retrete. La forma de copa de cóctel del sanitario era de lo más inconveniente, el bálano rozaba la superficie interior. «Un jodido retrete feminista», pensó, y se rió de su propia ocurrencia.
Estaba bien con Lola, aunque sólo fuera fingiendo que eran amantes. Lamentó que aquella aventura tuviera que acabar tan pronto.
Aquella noche cenaron un rodizio de peixe en uno de los tres restaurantes del hotel, a la luz de una vela. Después tomaron un par de caipiriñas en un reservado con vistas al jardín, mientras en el salón un pianista interpretaba canciones de Amalia Rodrigues y algunas parejas otoñales, ellas con trajes de noche, bailaban abrazadas en la pista central.
Lola habló de su infancia, en un barrio de emigrantes neoyorquinos. Su padre era panadero. Fabricaba cinco clases de pan. Con mucho esfuerzo la envió a la universidad. Un tío policía le consiguió un puesto en Narcóticos. De eso hacía ya cinco años. Al principio como analista químico. Un matrimonio fracasado y un aborto la habían convencido de que debía cambiar de aires. Latinoamérica la atraía y su conocimiento de español y portugués, así como su aspecto latino, ayudaban mucho.
– Al principio creí que estabas liada con Ari -observó Draco.
– Lo estoy… a ratos.
No le gustó aquella revelación. No es que albergara esperanza alguna acerca de ella, pero en cualquier caso la mujer le gustaba y hubiera preferido no compartirla.
– En Brasil es difícil no estarlo, con la sensualidad que te rodea -dijo por decir algo.
– Aquí aman sin complicaciones.
Lola le explicó las complejidades del amor en Brasil.
– Se empieza con paquerar.
– ¿Paquerar?
– Sí, acariciarse sensualmente, magrearse.
– ¡Ah!
– Después viene el caso, como llaman a una unión sexual ocasional y sin consecuencias, pero si se repite algunas veces se convierte en ficar, aunque sigue sin representar compromiso alguno.
– ¿Y si se prolonga más?
– Si se convierte en costumbre es amizade colorida, que con el tiempo evoluciona en simple amizade.
– O sea, amantes.
– Algo así, pero acaba habiendo más amistad que sexo; lo que no suele ocurrir entre los amantes en nuestras sociedades occidentales. Después viene el namoro, o namorar, cuando la relación es pública y notoria y cuenta con cierto respaldo social, pero tampoco significa que haya compromiso. Y finalmente está el compromiso convencional que conduce al matrimonio.
– Bastante complejo.
– En Brasil existen estos grados. Casi todo el que está casado, tanto él como ella, tiene también, simultáneamente, alguna amizade colorida y no rehúye ficar cuando se presenta.
– Ya veo.
Lola miró subrepticiamente el reloj. Hora de subir a acostarse, y de la gran prueba. Se sintió repentinamente tímida. Habían estado hablando de amor y de sexo. Él podía interpretar que era una especie de invitación a la entrega cuando subieran. Se levantó súbitamente.
– ¿Te apetece dar un paseo por el jardín, para respirar un poco de aire de la selva antes de dormir?
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