– Por lo tanto -dijo Myron-, quieres contratar a Ricky para que patrocine el nuevo producto.
– ¿Qué quieres decir con contratar? -Davis pareció muy ofendido-. Ya está bajo contrato.
– Pero ahora quieres que salga en los nuevos anuncios. Para las nuevas hojas Plus.
– Sí, por supuesto.
– Pues entonces pienso -dijo Myron- que Ricky debería cobrar un veinte por ciento más de dinero por esos anuncios.
– ¿Un veinte por ciento más? ¿Cómo?
– Un veinte por ciento más de lo que le habéis pagado por promocionar la Shears Delight Seven.
– ¿Qué? -gritó Davis, con una mano sobre el corazón, como si quisiese protegerse de un ataque-. ¿Estás de coña? Si será como repetir el mismo anuncio. Nuestros abogados dicen que, según el contrato, podemos pedirle que lo ruede de nuevo sin pagar ni un céntimo.
– Tus abogados están en un error.
– Vamos. Seamos razonables. Somos personas generosas, ¿no? Debido a eso, aunque en realidad no tenemos ninguna obligación de hacerlo, le podemos ofrecer una gratificación del diez por ciento de lo que ya está recibiendo.
– No es suficiente -opinó Myron.
– Es una broma, ¿no? Te conozco. Eres un tipo divertido, Myron. Ahora mismo estás bromeando, ¿verdad?
– Ricky está muy contento con la hoja tal como es -señaló Myron-. Si quieres que patrocine un nuevo producto en una nueva campaña de publicidad, desde luego que tendrá que cobrar más dinero.
– ¿Más? ¿Estás loco?
– Ganó el premio al Hombre del Año de la Destructora de Barbas Shears. Eso hizo aumentar su cotización.
– ¿Qué? -Se mostró aún más ofendido-. ¡Nosotros le dimos ese premio!
Parecía cada vez más y más furioso.
Media hora más tarde, cuando Michael Davis se marchó maldiciendo por lo bajo, Esperanza entró en el despacho de Myron.
– He encontrado a Buzz, el amigo de Lex.
Biddle Island tiene trece kilómetros de ancho por un kilómetro y medio de largo, y, como Win dijo una vez, es el «epicentro de los WASP». [2]Está a unas diez millas de la costa norte de Long Island. Según la oficina del censo, sólo doscientas once personas viven en la isla todo el año. Dicho número crecía -es difícil de decir cuánto, pero era una cantidad varias veces mayor- durante los meses de verano, cuando los aristócratas de sangre azul de Connecticut, Filadelfia y Nueva York llegaban en avión o transbordador. El Biddle Golf Course había sido distinguido como uno de los diez mejores campos por Golf Magazine. Eso intranquilizó más que agradó a los socios del club, porque Biddle Island era su mundo privado. No querían visitas en la isla. Había un transbordador «público», pero se trataba de un transbordador pequeño, con horarios difíciles de entender, y si alguien conseguía llegar hasta allí, las playas y gran parte de los terrenos de la isla eran propiedad privada y estaban vigilados. Sólo había un restaurante en Biddle Island, el Peacoat Lodge, y era más un lugar para beber que para comer. Había un bazar, una tienda de alimentos, una iglesia. No había hoteles ni hostales ni ningún lugar donde alojarse. Las mansiones, la mayoría con nombres encantadores como Dupont Cottage, The Waterbury o Triangle House, eran espectaculares y discretas. Si querías comprar una, podías hacerlo -éste es un país libre-, pero no serías bien recibido, no se te permitiría ingresar en el «club», no se te permitiría entrar en las pistas de tenis o en las playas ni te animarían a frecuentar el Peacoat Lodge. Tenías que ser invitado a este enclave privado o aceptar ser un paria social; y a nadie le gusta ser un paria. La isla se mantenía segura, no tanto por los guardias de verdad sino por los gestos de desaprobación del viejo mundo.
Sin un restaurante de verdad, ¿dónde comerían los señoritos? Tomarían comidas preparadas por el servicio. Las cenas eran la norma, casi en rotación. El turno de Bab, y después una noche en casa de Fletcher, o quizás en el yate de Conrad el viernes y, bueno, la finca de Windsor el sábado. Si veraneabas aquí -y una pista podía ser que utilizaras la palabra «verano» como verbo-, lo más probable es que tu padre y abuelo también veraneasen aquí. El aire estaba cargado con la espuma del océano y l'eau de la sangre azul.
A cada lado de la isla había dos misteriosas áreas cercadas. Una cerca de las pistas de tenis de hierba, propiedad de los militares. Nadie sabía con exactitud qué pasaba allí, pero los rumores sobre operaciones secretas y secretos tipo Roswell eran interminables.
El otro enclave aislado se hallaba en el extremo sur de la isla. La tierra era propiedad de Gabriel Wire, el excéntrico y recluido líder de HorsePower. El recinto de Wire estaba bañado en secretos: diez hectáreas protegidas por guardias de seguridad y lo último en tecnología de vigilancia. Wire era la excepción en la isla. Parecía estar muy bien viviendo allí, solo y aislado como un paria. De hecho, pensaba Myron, Gabriel Wire se empeñaba en ser un paria.
A lo largo de los años, si había que dar crédito a los rumores, los residentes de sangre azul de la isla habían acabado por aceptar al recluso rockero. Algunos afirmaban haber visto a Gabriel Wire comprando en el mercado. Otros decían que a menudo iba a nadar, solo o acompañado por alguna belleza despampanante, en una tranquila playa a última hora de la tarde. Como todo lo que se decía de Gabriel Wire, era imposible confirmarlo.
La única forma de llegar a la finca de Wire era a través de un camino de tierra con unos cinco mil carteles de «PROHIBIDA LA ENTRADA» y una garita de guardia con una barrera. Myron no hizo caso de los carteles, porque era un especialista en saltarse las reglas. Tras llegar en una embarcación particular, pidió prestado un coche, un impresionante Wiesmann Roadster MF5 que valía más de un cuarto de millón de dólares, propiedad de Baxter Lockwood, un primo de Win que tenía una casa en Biddle Island. Myron pensó en saltarse la barrera, pero quizás al viejo Bax no le gustarían los arañazos en la carrocería.
El guardia apartó la mirada de su novela. Llevaba el pelo corto, gafas de aviador y tenía un porte militar duro. Myron levantó una mano, movió los cinco dedos y le dedicó la sonrisa diecisiete: tímida y encantadora, al estilo del primitivo Matt Damon. Muy deslumbrante.
– Dé la vuelta y váyase -dijo el guardia.
Error. La sonrisa diecisiete sólo funcionaba con las tías guarras.
– Si usted fuese una tía, ahora mismo estaría deslumbrada.
– ¿Por la sonrisa? Lo estoy por dentro. Dé la vuelta y váyase.
– ¿No se supone que debe llamar a la casa y asegurarse de que no me esperan?
– Oh. -El guardia hizo como si cogiera un teléfono con los dedos y simuló una conversación. Después colgó los dedos y dijo-: Dé la vuelta y váyase.
– Estoy aquí para ver a Lex Ryder.
– No lo creo.
– Me llamo Myron Bolitar.
– ¿Tengo que arrodillarme?
– Me bastaría con que levantase la barrera.
El guardia dejó su libro y se levantó sin prisa.
– No lo creo, Myron.
Myron había esperado algo así. Durante los últimos dieciséis años, desde la muerte de una joven llamada Alista Snow, sólo un puñado de personas había visto a Gabriel Wire. Cuando se produjo la tragedia, los medios publicaron centenares de imágenes del carismático cantante. Algunos afirmaban que había recibido un tratamiento preferencial, que como mínimo a Gabriel Wire le tendrían que haber acusado de homicidio involuntario, pero los testigos se echaron atrás e incluso el padre de Alista Snow acabó por dejar de exigir justicia. Fuese cual fuese la razón: exonerado de culpa, sin cargos o con la basura barrida bajo la alfombra, el incidente cambió a Gabriel Wire para siempre. Desapareció y, si había que dar crédito a los rumores, pasó dos años en el Tíbet y la India antes de regresar a Estados Unidos envuelto en una nube de secretismo que hubiese hecho palidecer de envidia a Howard Hughes.
Читать дальше