Al cabo de diez minutos, mientras la mayoría de los chicos seguían tratando de recobrar el aliento, el entrenador reunió a sus tropas, les repartió el horario para el resto de la semana y los dispersó con una fuerte palmada. La mayoría desfilaron hacia la salida con las mochilas sobre el hombro. Algunos entraron en el vestuario. Jeremy se acercó lentamente a Myron.
– Hola -dijo el chico.
– Hola.
Le caían gotas de sudor del pelo y tenía la cara empapada y ruborizada por el esfuerzo.
– Voy a darme una ducha -dijo-, ¿quiere esperarme?
– Claro -dijo Myron.
– Guay, tardo un minuto.
El gimnasio se fue vaciando. Myron se levantó y cogió una pelota errante. Sus dedos encontraron los surcos de inmediato. Lanzó unos cuantos tiros y miró cómo el fondo de la red danzaba al colarse la pelota. Sonrió y volvió a sentarse, todavía con la pelota entre las manos. Entró un operario y barrió la pista al estilo máquina quitanieves. Las llaves que llevaba colgando de la cintura tintineaban. Alguien apagó las luces generales. Al cabo de poco apareció Jeremy, con el pelo mojado. Él también llevaba una mochila colgada al hombro.
Como diría Win, «empieza el espectáculo».
Myron se aferró a la pelota un poco más fuerte:
– Siéntate, Jeremy. Tenemos que hablar.
La cara del niño era serena y casi demasiado bella. Dejó resbalar la mochila por el brazo y se sentó. Myron llevaba el discurso ensayado, lo había analizado desde todos los ángulos, había sopesado sus más y sus menos. Había tomado decisiones y las había cambiado y las había vuelto a tomar. Como diría Win, se había torturado adecuadamente.
Pero, al final, sabía que había una verdad universal: las mentiras envenenan. Intentamos apartarlas. Las metemos en una caja y las enterramos, pero al final, siempre encuentran la manera de salir de su ataúd, escarban la tierra y salen a la superficie. Pueden llevar años durmiendo, pero siempre despiertan. Y cuando lo hacen, han descansado, han cogido fuerzas y resultan más insidiosas. Las mentiras matan.
– Eso te resultará difícil de entender… -Se detuvo. De pronto su discurso ensayado le sonaba asquerosamente enlatado, lleno de frases como «no es culpa de nadie» y «los adultos también se equivocan» y «no significa que tus padres te quieran menos». Era paternalista, tonto y…
– Señor Bolitar.
Myron miró al chico.
– Mi madre y mi padre ya me lo han contado -dijo Jeremy-. Hace dos días.
A Myron se le encogió el pecho:
– ¿Cómo?
Myron estaba y no estaba sorprendido. Se podía decir que Emily y Greg habían hecho un ataque preventivo, casi como un abogado que revela algo malo de su cliente porque sabe que el contrincante está a punto de hacerlo. Para amortiguar el golpe. Pero quizás Emily y Greg habían aprendido la misma lección que él sobre las mentiras y cómo envenenan. Y tal vez, de nuevo, intentaban hacer lo que creían mejor para su hijo.
– ¿Y cómo te sientes? -le preguntó Myron.
– Raro, supongo -dijo Jeremy-. Quiero decir que, mi madre y mi padre esperaban que me hundiera, o algo así, pero yo no veo por qué tiene que ser nada tan importante.
– ¿No?
– Claro, sí, lo veo, pero -hizo una pausa, se encogió de hombros-, no es como si el mundo hubiera quedado boca abajo ni nada parecido, ¿me entiende?
Myron asintió con la cabeza.
– A lo mejor es porque tu mundo ya había quedado una vez boca abajo.
– ¿Lo dice por la enfermedad y todo eso?
– Sí.
– Sí, puede ser -dijo, meditándolo-. Para usted también debe de ser raro.
– Lo es, sí -dijo Myron.
– He estado pensando en ello -dijo Jeremy-. ¿Quiere saber lo que pienso?
Myron tragó saliva. Miró a los ojos del chico: reflejaban serenidad, sí, pero no a través de la inocencia.
– Me gustaría mucho.
– Usted no es mi padre -dijo, sencillamente-. Quiero decir que, sí, puede que sea mi padre, pero no es papá. ¿Entiende?
Myron consiguió hacer un gesto de afirmación.
– Pero -Jeremy se detuvo, levantó la vista, se encogió de hombros como lo hace un chico de trece años-, pero tal vez pueda estar cerca de mí.
– ¿Cerca? -repitió Myron.
– Sí -dijo Jeremy. Volvió a sonreír y, ¡pum!, Myron sintió otro vuelco en el pecho-. Cerca, ya me entiende.
– Sí, te entiendo.
– Creo que me gustaría.
– A mí también -dijo Myron.
Jeremy asintió:
– Guay.
– Sí.
El reloj del gimnasio emitió un gruñido y avanzó. Jeremy lo miró.
– Mi madre debe de estar fuera esperándome. Normalmente paramos en el súper de camino a casa. ¿Quieres venir?
Myron negó con la cabeza.
– Hoy no, pero gracias.
– Guay. -Jeremy se levantó, mirando a Myron a la cara-. ¿Estás bien?
– Sí.
El muchacho sonrió.
– No te preocupes, todo irá bien.
Myron trató de responderle con otra sonrisa.
– ¿Cómo has salido tan listo?
– Con unos buenos progenitores -dijo-. Combinado con una buena genética.
Myron se rió:
– Tal vez debas plantearte un futuro en la política.
– ¿Por qué no? -dijo Jeremy-. Cuídate, Myron.
– Tú también, Jeremy.
Miró cómo el chico salía del polideportivo, de nuevo con aquella manera de andar conocida. Jeremy no se volvió para mirarlo. Se oyó la puerta que se cerraba, los ecos, y luego Myron se quedó solo. Se volvió hacia la canasta y miró el aro hasta que se nubló la imagen. Vio los primeros pasos del niño, oyó sus primeras palabras, sintió el olor dulce y limpio de un pijama de niño. Sintió el golpe de una pelota contra un guante de béisbol, el acto de inclinarse a ayudar con los deberes, de quedarse despierto toda la noche cuando tenía un virus, todo eso, como lo había hecho su padre, un torbellino de imágenes burlonas y dolorosas, tan irrecuperables como el pasado. Se vio a sí mismo vigilando el umbral a oscuras del chico, cual centinela silencioso de su adolescencia, y sintió que lo que quedaba en su corazón ardía en llamas.
Todas las imágenes se dispersaron con un parpadeo. El corazón le volvió a latir. Volvió a mirar la canasta y esperó. Esta vez, nada se le nubló. Nada ocurrió.
El autor desea dar las gracias a Sujit Sheth, doctor en medicina del Departamento de Pediatría del Babies and Children's Hospital de Nueva York, a Anne Armstrong-Coben, doctora en medicina del Departamento de Pediatría del Babies and Children's Hospital (y mi amor) y a Joachim Shiltz, director ejecutivo del Fanconi Anemia Research Fund. Todos ellos me han aportado una valiosísima información médica con la que luego me han observado tomarme libertades; a dos compañeras escritoras, amigas y expertas en sus campos, Linda Fairstein y Laura Lippman; a Larry Gerson, por la inspiración; a Nils Lofgren, por sacarme a empujones del último bache; a una de las primeras lectoras y colega de hace muchos años, Maggie Griffin; a Lisa Erbach Vance y Aaron Priest por otro trabajo bien hecho; a Jeffrey Bedford, agente especial del FBI (y no mal consejero de residencia de estudiantes). Como siempre, a Dave Bolt y, en especial, a Jacob Hoye, mi editor de toda la serie de Myron Bolitar y ahora padre. La dedicatoria es también para ti, Jake. Gracias, colega.
Para todos aquellos interesados en hacerse donantes de médula ósea y tal vez en salvar una vida, os suplico que os pongáis en contacto con el National Marrow Donor Program en
www.marrow.org o 1-800-MARROW2
Para más información sobre la anemia de Fanconi, se puede consultar:
www.fanconi.org
***
[1]Personaje de una serie de televisión muy popular en Estados Unidos, The Brady Bunch, Greg Brady es el hijo mayor de una familia numerosa, que hace de cabecilla del resto de los hermanos. (N. de la T.)
Читать дальше