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Harlan Coben: El miedo más profundo

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Harlan Coben El miedo más profundo

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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre. Bolitar inicia una búsqueda afanosa, pero lo que encuentra es a una poderosa familia con un terrible secreto, a un periodista acusado de plagio, al FBI y el secuestro del mismo Jeremy. Entre tanto, el agente deportivo se debate entre la responsabilidad de ser padre y las dudas sobre su propia paternidad. En esta aventura, en que lo personal prevalece sobre lo profesional, le acompañarán su inseparable y carismático amigo Win y su socia Esperanza Díaz.

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– Habrá que volver a hacerle las pruebas -explicó.

– No hay problema.

– Y superar un examen físico.

– Hecho.

– Entonces, de acuerdo. Pongámonos en marcha.

Cuando Emily supo lo del donante, miró a Myron con curiosidad y esperó. Él no se lo explicó, ella tampoco preguntó.

Myron visitó el hospital el día antes de la fecha prevista para el trasplante de médula. Asomó la cabeza por el marco de la puerta y vio al niño durmiendo. Jeremy se había quedado calvo por la quimioterapia. Su piel tenía un halo fantasmal, como algo que palidecía por la falta de sol. Myron contempló dormir a su hijo. Luego, dio media vuelta y se marchó a casa. No volvió.

Regresó al trabajo en la agencia MB SportsReps y siguió adelante con su vida. Visitaba a sus padres de vez en cuando. Salía con Win y Esperanza. Consiguió unos cuantos clientes más y empezó a rehacer su negocio. Big Cyndi le entregó su renuncia a la lucha libre y pasó a ocuparse de la recepción. Su ritmo era sedado, pero volvía a estar centrado.

Al cabo de ochenta y cuatro días -Myron llevaba la cuenta-, recibió una llamada de Karen Singh. Le pidió que la fuera a ver a la consulta. Cuando llegó, ella no perdió el tiempo:

– Ha funcionado -le comunicó-. Jeremy ha vuelto hoy a su casa.

Myron se echó a llorar. Karen Singh se levantó, se sentó en el brazo de su butaca y le acarició la espalda.

Myron llamó con unos golpecitos a la puerta entreabierta.

– Adelante -dijo Greg.

Entró en la habitación. Greg Downing estaba sentado en una butaca. Durante su estancia en el hospital se había dejado crecer la barba. Le dedicó una sonrisa a Myron.

– Me alegro de verte.

– Yo también. Me gusta la barba.

– Sí, me da un toque de leñador gigante del bosque, ¿no crees?

– Yo pensaba más bien en un Raymond Burr como el Perry Mason de la última época -dijo Myron.

Greg se rió.

– El viernes vuelvo a casa.

– Fantástico.

Silencio.

– No me has venido a ver mucho -dijo Greg.

– Quería darte tiempo para recuperarte. Y para que te creciera del todo la barba.

Greg intentó reírse otra vez, pero la risa medio se le atragantó.

– Mi carrera en el baloncesto ha terminado, ¿lo sabes?

– Lo superarás.

– ¿Así de fácil?

Myron sonrió:

– ¿Quién ha dicho la palabra fácil?

– Ya.

– Pero en la vida hay cosas más importantes que el baloncesto -dijo Myron-. Aunque a veces se me olvidan.

Greg volvió a asentir con la cabeza. Luego bajó la vista y dijo:

– He oído que has encontrado al donante. No sé cómo lo has hecho…

– No tiene importancia.

Levantó la vista:

– Gracias.

Myron no supo qué responder, de modo que guardó silencio. Y fue entonces cuando Greg lo pilló por sorpresa:

– Ya lo sabes, ¿no?

A Myron se le paró el corazón.

– Fue por eso que decidiste ayudar -dijo Greg. Su voz estaba totalmente desprovista de emoción-. Emily te dijo la verdad.

A Myron se le tensaron los músculos alrededor de la garganta y un rumor ensordecedor le inundó la cabeza.

– ¿Te hiciste el análisis de sangre? -preguntó Greg.

Myron logró hacer un gesto de asentimiento con la cabeza. Greg cerró los ojos. Myron tragó saliva y dijo:

– ¿Cuánto hace…?

– Ya no estoy seguro -dijo Greg-. Supongo que de inmediato.

Lo sabe. Estas palabras cayeron sobre Myron como gotas de lluvia que rodaban y desaparecían, impenetrables. Siempre lo había sabido.

– Por un tiempo me engañé a mí mismo, creyendo que no era así -dijo Greg-. Es increíble lo que la mente puede llegar a hacer. Pero cuando Jeremy cumplió seis años le extirparon el apéndice. Vi su grupo sanguíneo en un informe, y eso me confirmó lo que siempre había sospechado.

Myron no supo qué decir. La verdad se le impuso, se llevó los meses de bloqueo como una patada se lleva tantos juguetes infantiles por delante. Desde luego, la mente es capaz de cosas asombrosas. Miró a Greg y fue como ver algo con la luz adecuada por primera vez, y eso lo cambió todo. Volvió a pensar en los padres, pensó en los sacrificios verdaderos, pensó en los héroes.

– Jeremy es un buen chico -dijo Greg.

– Lo sé -respondió Myron.

– ¿Te acuerdas de mi padre? ¿Gritando como un loco en las líneas laterales?

– Sí.

– He acabado siendo como él. El vivo retrato de mi viejo. Era de mi sangre, y era el cabronazo más cruel que he conocido en mi vida -dijo Greg. Luego añadió-. Para mí la sangre nunca ha significado demasiado.

Un eco extraño inundó la habitación. Los sonidos de fondo se fueron apagando y quedaron tan sólo ellos dos, mirándose a través del más raro de los abismos.

Greg volvió a la cama.

– Estoy cansado, Myron.

– ¿No crees que deberíamos hablar de esto?

– Sí -dijo Greg. Se tumbó y cerró los ojos un poco demasiado fuerte-. Tal vez más adelante. Ahora mismo estoy muy cansado.

A última hora del día Esperanza entró en el despacho de Myron, se sentó y dijo:

– No sé mucho de valores familiares ni de las cosas que hacen feliz a una familia. No sé cuál es la mejor manera de educar a un niño, ni qué hay que hacer para hacerle feliz y que se adapte bien, sea lo que sea eso de «adaptarse». No sé si es mejor ser hijo único, tener muchos hermanos, que te eduquen los dos padres o uno solo, que tus padres sean una pareja gay o lesbiana, o que sea un albino con sobrepeso. Pero hay una cosa que sí sé.

Myron levantó la vista hacia ella y aguardó:

– Ningún niño saldría perjudicado por tenerte en su vida.

Esperanza se levantó y se marchó a casa.

Stan Gibbs estaba jugando en el jardín con sus hijos cuando Myron y Win aparcaron en el camino de acceso a su garaje. Su esposa -al menos eso supuso Myron- estaba sentada en una tumbona y los miraba. Stan llevaba a uno de los pequeños a caballito, el otro estaba tumbado en el suelo, riéndose.

Win frunció el ceño:

– Parece una escena sacada de Norman Rockwell.

Myron y Win bajaron del coche. Stan el caballito levantó la vista. Al verlos, su sonrisa permaneció, pero empezó a perder convicción por las comisuras de los labios. Stan bajó a su hijo de la espalda y le dijo algo que Myron no pudo oír. El chico exclamó un «ooooh, papá». Stan volvió a ponerse de pie y acarició el pelo del niño. Win volvió a fruncir el ceño. Cuando Stan corrió hacia ellos, la sonrisa se había apagado como el final de una canción.

– ¿Qué hacéis aquí?

Win respondió:

– ¿De vuelta con la esposa?

– Lo estamos intentando.

– Qué conmovedor -comentó Win.

Stan se volvió hacia Myron:

– ¿Qué ocurre?

– Diles a los chicos que entren en casa, Stan.

– ¿Qué?

Otro coche se metió por el acceso al garaje. Kimberly Green iba en el asiento del copiloto. Stan palideció y miró a Myron.

– Hicimos un trato -dijo.

– ¿Recuerdas que te dije que cuando se descubrió la novela tenías dos opciones?

– No estoy de humor para…

– Te dije que podías salir corriendo o podías contar la verdad, ¿te acuerdas?

La expresión de Stan se tambaleó y, por vez primera, Myron vio la rabia en su rostro.

– Me dejé una tercera opción. Una opción que tú mismo apuntaste la primera vez que hablamos. Podías haber dicho que el secuestrador de Sembrar las Semillas era un copión, que había leído el libro. Eso te habría podido ayudar. Habría quitado un poco de peso.

– Pero eso no podía hacerlo.

– ¿Porque habría llevado hasta tu padre?

– Sí.

– Pero tú no sabías que tu padre era el autor del libro. ¿No es cierto, Stan? Dijiste que no sabías nada del libro, lo recuerdo de esa primera vez que hablamos. Te he visto decir lo mismo por televisión. Alegas que ni siquiera sabías que tu padre fuera el autor del libro.

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