La escuela estaba en un barrio residencial con casas más viejas y modestas, un lugar en el que residen los habitantes de verdad de Long Island, ninguno de los cuales comparte mesa con Alec Baldwin y Kim Bassinger en Nick and Toni's. Myron dejó el coche en el recinto de una iglesia y siguió las indicaciones hasta el sótano de la rectoría. Una mujer joven, una especie de monitora de patio, recibió a Myron en el descansillo. Él le dio el nombre y le dijo que venía a ver a la señorita Joyce. La mujer asintió con la cabeza y le pidió que la siguiera.
El pasillo estaba en silencio, algo raro si se tiene en cuenta que se trataba de un centro de preescolar. Preescolar, otro término nuevo. En los tiempos de Myron, todo eran parvularios. Myron se preguntó cuándo había empezado a usarse el nuevo término y quién había decidido considerar que el término «parvulario» estaba anticuado. ¿Las enfermeras profesionales? ¿Las madres que dan el pecho? ¿Tal vez los bebés alimentados a base de biberón?
El silencio continuaba. Tal vez estaban de vacaciones, o era la hora de la siesta. Myron estaba a punto de preguntárselo a la monitora cuando la joven abrió una puerta. Miró dentro. Se había equivocado: la sala estaba a rebosar de niños, probablemente había unos veinte, y todos ellos trabajaban a solas y en silencio absoluto. La maestra mayor le miró y sonrió. Le susurró algo al niño con el que estaba trabajando -estaban haciendo algo con cubos y letras- y se levantó.
– Hola -le dijo en voz baja.
– Hola -le susurró también Myron.
La maestra se inclinó hacia la monitora joven:
– Señorita Simmons, ¿quiere ayudar a la señora McLaughlin?
– Claro.
Peggy Joyce llevaba un jersey amarillo desabrochado encima de una blusa con botones hasta arriba, con volantes en el cuello. Sobre el pecho le colgaban unas gafas de media luna con una cadenita.
– Podemos hablar en mi despacho.
– De acuerdo. -La siguió. El lugar era tan silencioso como, bueno, como un lugar sin niños. Myron le preguntó:
– ¿Les da usted Valium a los niños?
La mujer sonrió:
– Sólo un poco de Montessori.
– ¿Un poco de qué?
– No tiene usted hijos, ¿no?
La pregunta le provocó una punzada, pero respondió negativamente.
– Es una filosofía educativa creada por la doctora Maria Montessori, la primera mujer médico de Italia.
– Parece funcionar.
– Supongo.
– ¿Se portan igual en casa que en el colegio?
– ¡No, por Dios! Si quiere que le diga la verdad, el sistema no se traduce al mundo real. Pero hay pocas cosas que lo hagan.
Entraron en el despacho, que consistía en una mesa de madera, tres sillas y un archivador.
– ¿Cuánto tiempo hace que enseña aquí? -le preguntó Myron.
– Este año hará cuarenta y tres.
– ¡Caramba!
– Sí.
– Supongo que ha visto muchísimos cambios.
– ¿En los niños? Casi ninguno. Los niños no cambian, señor Bolitar. Un niño de cinco años sigue siendo un niño de cinco años.
– Todavía inocente.
Ella bajó la cabeza:
– «Inocente» no es la palabra que yo usaría; los niños son puro «ello», los instintos primitivos freudianos. Son quizá las criaturas más naturalmente despiadadas de este mundo que Dios ha creado.
– Curiosa apreciación para una maestra de preescolar.
– Simplemente sincera.
– Entonces, ¿qué palabra utilizaría?
Ella lo pensó.
– Si me presionaran, tal vez diría «no formados» o, tal vez, «no desarrollados». Como una foto que ya has hecho pero todavía no has revelado.
Myron asintió con la cabeza, aunque no tenía ni idea de qué le estaba hablando. Peggy Joyce tenía algo que daba un poco de miedo.
– ¿Se acuerda de aquel libro, All I Really Need to Know I Learned in Kindergarten? -le preguntó.
– Sí.
– Pues es cierto, pero no el sentido que usted piensa. La escuela saca a los niños de su acogedor nido familiar. La escuela les enseña a que si no son ellos los matones, otros lo serán. Les enseña a ser crueles los unos con los otros. Les enseña que mamá y papá les mintieron cuando les dijeron que eran seres tan especiales y únicos.
Myron se quedó en silencio.
– ¿No está de acuerdo?
– No enseño en preescolar.
– Eso es salirse por la tangente, señor Bolitar.
Myron se encogió de hombros:
– Aprenden a actuar en sociedad, y eso es una lección dura. Y como todas las lecciones duras, antes de acertar tienes que equivocarte.
– ¿Aprenden a identificar los límites, dicho de otro modo?
– Sí.
– Interesante. Y tal vez cierto. Pero ¿recuerda cuando le he puesto el ejemplo de la foto por revelar?
– Sí.
– La escuela sólo revela la foto, no la toma.
– De acuerdo -dijo Myron, sin ganas de seguir su hilo argumental.
– Lo que quiero decir es que, cuando esos niños llegan y se marchan de preescolar, todo está ya bastante decidido. Puedo saber quién tendrá éxito y quién fracasará, quién será feliz y quién terminará en la cárcel, y acierto en un noventa por ciento de las veces. Tal vez Hollywood y los videojuegos influyan en algo, lo ignoro. Pero, normalmente, puedo decirle qué niño acabará viendo demasiadas películas violentas o jugando a demasiados juegos violentos.
– ¿Lo puede saber cuando sólo tienen cinco años?
– Con bastante precisión, sí.
– ¿Y cree que eso es todo? ¿Que no tienen la capacidad de cambiar?
– ¿Capacidad? Oh, probablemente la tengan; pero ya están situados en un camino, y aunque tal vez estén todavía a tiempo de cambiarlo, la mayoría no lo hacen. Es más fácil permanecer en el camino.
– Déjeme hacerle la pregunta de siempre: ¿el hombre nace o se hace?
– Me lo preguntan continuamente.
– ¿Y?
– Yo respondo que se hace. ¿Sabe por qué?
Myron asintió con la cabeza.
– Creer que se hace es como creer en Dios. Puede que estés equivocado, pero al menos puedes proteger tus bases. -Juntó las manos y se inclinó hacia delante-. Bueno, ¿en qué puedo ayudarle, señor Bolitar?
– ¿Recuerda a un alumno llamado Dennis Lex?
– Recuerdo a todos mis estudiantes, ¿le sorprende?
Myron temió que la mujer saliera disparada por otra tangente.
– ¿Fue maestra de los otros hermanos Lex?
– Fui maestra de todos. Su padre hizo muchos cambios después de que su libro se convirtiera en un éxito, pero los siguió trayendo a este centro.
– Entonces, ¿qué puede decirme de Dennis Lex?
Ella se inclinó hacia atrás y lo miró como si lo viera por primera vez.
– No quiero ser maleducada, pero me pregunto cuándo piensa decirme a qué ha venido. Estoy hablando con usted, señor Bolitar, y desvelando confidencias, me temo, porque creo que ha venido usted por un motivo muy concreto.
– ¿Cuál es ese motivo, señorita Joyce?
Los ojos de ella tenían ahora un brillo acerado:
– No juegue conmigo, señor Bolitar.
Tenía razón.
– Estoy buscando a Dennis Lex.
Peggy Joyce siguió inmóvil.
– Sé que suena raro -prosiguió Myron-, pero, por lo que he podido averiguar, desapareció de la faz de la tierra después de preescolar.
Ella miró hacia el frente, aunque Myron no tenía ni idea de qué miraba. En las paredes no había ni fotos, ni diplomas, ni dibujos hechos por los pequeños. Sólo la fría pared.
– Después, no -dijo ella, finalmente-. Durante.
Llamaron a la puerta y Peggy Joyce dijo «adelante». La joven monitora del patio, la señorita Simmons, entró acompañada de un niño. Iba cabizbajo y había estado llorando.
– James necesita un poco de tiempo -dijo la señorita Simmons.
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