Harlan Coben - El miedo más profundo

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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre. Bolitar inicia una búsqueda afanosa, pero lo que encuentra es a una poderosa familia con un terrible secreto, a un periodista acusado de plagio, al FBI y el secuestro del mismo Jeremy.
Entre tanto, el agente deportivo se debate entre la responsabilidad de ser padre y las dudas sobre su propia paternidad. En esta aventura, en que lo personal prevalece sobre lo profesional, le acompañarán su inseparable y carismático amigo Win y su socia Esperanza Díaz.

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– Señor Bolitar, nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas.

– ¿Sobre qué?

Peck mantenía la mirada en sus notas y hablaba como si estuviera leyendo.

– Hoy ha visitado a un Stan Gibbs en el número 24 de Acre Drive, ¿es correcto?

– ¿Y cómo sabe que no he visitado a dos Stan Gibbs?

Peck y Green se miraron, luego Peck dijo:

– Por favor, señor Bolitar, agradeceríamos su colaboración. ¿Ha visitado usted al señor Gibbs?

– Ya sabe que lo he hecho -dijo Myron.

– De acuerdo, gracias. -Peck escribió algo lentamente, luego levantó la vista-. Nos gustaría mucho saber cuál ha sido la naturaleza de su visita.

– ¿Por qué?

– Es usted el primer visitante que ha recibido el señor Gibbs desde que se mudó a su actual domicilio.

– No, quiero decir, ¿por qué lo quieren saber?

Green cruzó los brazos. Ella y Peck se volvieron a mirar. Peck le explicó:

– El señor Gibbs forma parte de una investigación aún en curso.

Myron esperó. Nadie dijo nada.

– Bueno, eso lo explica bastante.

– Es lo único que puedo decirle, de momento.

– Yo también.

– ¿Disculpe?

– Si usted no puede decir nada más, yo tampoco.

Kimberly Green puso las manos sobre la mesa, hizo una mueca enseñando los dientes -¿dentadura tosca?- y se inclinó como si estuviera dispuesta a clavarle un mordisco. El pelo de color maíz de lata le olía a champú Pert Plus. Lo miró abriendo mucho los ojos (tal vez había recibido un memorándum sobre miradas intimidatorias) y luego habló por primera vez:

– Así es como lo haremos, gilipollas. Nosotros te hacemos preguntas, tú las escuchas y luego respondes, ¿ha quedado claro?

Myron asintió con la cabeza.

– Quiero asegurarme de que lo he entendido bien -le dijo a la mujer-. Usted hace de poli malo, ¿no?

Peck recogió la pelota:

– Señor Bolitar, aquí no hay nadie interesado en crear problemas, pero agradeceríamos mucho su colaboración en este asunto.

– ¿Estoy detenido? -preguntó Myron.

– No.

– Pues entonces, adiós.

Hizo ademán de levantarse, pero Kimberly Green le dio un empujón a media altura y Myron volvió a caer sobre la silla.

– Siéntate, gilipollas. -Miró a Peck-. Tal vez forme parte de la trama.

– ¿Eso crees?

– ¿Por qué, si no, es tan reticente a responder a las preguntas?

Peck asintió.

– Tiene lógica. Un cómplice.

– Probablemente lo podríamos arrestar ahora mismo -dijo Green-. Encerrarlo por una noche, tal vez filtrarlo a la prensa.

Myron la miró:

Glups -dijo-. Ahora. Sí. Tengo. Mucho. Miedo. Glups.

La mujer entornó los ojos:

– ¿Qué has dicho?

– No me lo digas -añadió Myron-. A lo mejor soy culpable de complicidad e incitación. Es una de mis acusaciones favoritas. ¿Hay alguien que realmente haya sido acusado de eso?

– ¿Te crees que esto es un juego?

– Así es. Y, por cierto, ¿por qué sois todos agentes «especiales»? ¿No suena como si alguien se lo hubiera inventado? Como un juego de niños de esos que sirven para subir el ego. «Lo vamos a promocionar, de agente a agente especial, Barney.» Y luego, ¿qué? ¿Agente superespecial?

Green le advirtió, mientras lo agarraba de las solapas e inclinaba el respaldo de la silla:

– No haces ninguna gracia.

Myron miró las manos de ella, agarrándolo:

– ¿Eres real?

– ¿Quieres ponerme a prueba? -respondió.

Peck dijo:

– Kim.

Ella lo ignoró y siguió con su mirada fijada en Myron:

– Este asunto es muy serio -dijo.

Su tono quiso ser de furia pero salió más bien como una súplica asustada. Otros dos agentes entraron en la sala. Sumados a los cuatro mensajeros, ya eran ocho. El tema era importante; ¿de qué se trataba? Myron no tenía ni idea. Tal vez del asesinato de Melina Garston, pero lo dudaba. Normalmente los asesinatos los lleva la policía local, no la federal.

Los nuevos se acercaron a Myron de maneras distintas, pero había sólo ciertas formas de acercamiento y Myron las conocía todas. Amenazas, amabilidad, peloteo, insultos, tensión creciente, dureza, suavidad, cualquier modalidad. No le permitieron ir al baño, lo retuvieron con excusas, y durante todo ese tiempo ellos trataron de sacarle información y él trató de sacársela a ellos, pero nadie soltó nada. Empezaron a sudar, especialmente ellos, con las manchas y el hedor llenando el aire, haciéndose metástasis en forma de algo que Myron podía jurar que era miedo genuino.

Kimberly Green entraba y salía y no dejaba de mover la cabeza hacia él. Myron quería cooperar, pero he aquí el tópico permanente: una vez que el genio ha salido de la lámpara ya no lo puedes volver a meter. No sabía lo que estaban investigando. No sabía si hablar beneficiaba o perjudicaba a Jeremy. Pero, una vez hubiera hablado, una vez sus palabras fueran de dominio público, ya no podría recuperarlas. Cualquier equilibrio que luego pudiera aplicar habría desaparecido. De modo que, de momento, por mucho que quisiera ayudar, no lo haría. No hasta que supiera más cosas. Tenía los contactos. Podría averiguarlas relativamente rápido y tomar una decisión informada.

A veces, negociar implica cerrarse en banda.

Cuando las cosas se calmaron, Myron se levantó para marcharse. Kimberly Green le cortó el paso:

– Te voy a amargar la vida -le dijo.

– ¿Ésta es tu manera de pedirme que salga contigo?

Ella se reclinó hacia atrás como si le hubiera dado una bofetada. Cuando se recuperó, movió la cabeza lentamente:

– No te enteras de nada, ¿no?

Cerrarse en banda, se recordó él. Myron pasó por delante de ella y salió de allí.

20

Llamó a Emily desde el coche.

– Pensaba que me habías dado plantón -le dijo ella.

Myron miró por el retrovisor y advirtió lo que podía ser otro coche de los federales siguiéndolo. Daba igual.

– Disculpa -dijo-, me ha surgido algo.

– ¿Relacionado con el donante?

– No lo creo.

– ¿Sigues en Jersey?

– Sí.

– Pues ven a casa. Calentaré la cena.

Él quiso decir que no.

– Está bien.

Franklin Lakes respondía a la perfección a la definición de espacioso. Todo era muy amplio. Las casas eran principalmente de construcción nueva, grandes mansiones de ladrillo en eternas calles sin salida, puertecitas a la entrada de los senderos de acceso que se abrían con mandos a distancia o con un portero automático, como si eso fuera a proteger realmente a los propietarios de lo que había más allá de los frondosos jardines y los setos perfectamente recortados. Los interiores también eran extensos, comedores inmensos en los que hasta podía aterrizar un helicóptero, persianas que se activaban con mando a distancia, cocinas equipadas con la última tecnología y con centros de elaboración de mármol que daban a estancias familiares grandes como una sala de cine, siempre con complicados módulos de ocio familiar.

Myron llamó al timbre, se abrió la puerta y, por primera vez en su vida, se encontró cara a cara con su hijo.

Jeremy le sonrió:

– Hola.

Varias olas de emoción totalmente incontroladas salpicaron de manera caprichosa a Myron, que sintió cómo su sistema nervioso central se derretía y al mismo tiempo se aceleraba. Se le contrajo el diafragma y se le detuvieron los pulmones. Y también, estaba seguro, se le paró el corazón. Abría y cerraba la boca débilmente, como un pez moribundo en la cubierta de una barca. Sintió que le subían las lágrimas y le presionaban los ojos.

– Usted es Myron Bolitar, ¿no? -dijo Jeremy.

Los oídos de Myron se llenaron del rumor de una caracola de mar. Consiguió asentir con la cabeza.

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