– ¿En topless?
– Como te he dicho por teléfono, tenía una oferta que quería que rechazaras.
– ¿ Topless total?
Myron asintió:
– Insisten en que tienen que verse los pezones.
– ¿Cuánto están dispuestos a pagar?
– Doscientos mil dólares.
Ella se detuvo:
– ¿Te estás quedando conmigo?
– Para nada.
Emitió un silbido:
– ¡Eso es mucha pasta!
– Sí, pero sigo pensando que…
– ¿Y ha sido, digamos…, su oferta inicial?
– Sí.
– ¿Crees que les puedes sacar más?
– No, eso ya sería asunto tuyo.
Volvió a detenerse y lo miró. Myron se encogió de hombros, a modo de disculpa.
– Diles que sí.
– Pero, Suzze…
– ¿Doscientos de los grandes por enseñar un poco de teta? Dios mío, si anoche creo que lo hice ahí dentro totalmente gratis.
– No es lo mismo.
– ¿Viste lo que llevaba en Sports Illustrated? Prácticamente era igual que ir desnuda.
– Eso tampoco es lo mismo.
– Hablamos de Rack, Myron, no de un lugar cutre como Buddy's. Es topless de lujo.
– Mira, decir « topless de lujo» es lo mismo que decir «un buen tupé» -dijo Myron.
– ¿Qué quieres decir?
– Puede que sea bueno, pero sigue siendo un tupé.
Ella inclinó la cabeza:
– Myron, tengo veinticuatro años.
– Eso ya lo sé.
– Para un tenista, eso equivale a 107 años. Soy la 31 del ranking mundial. En los últimos dos años no he ganado nunca doscientos de los grandes con los torneos. Es un gran golpe. Y, tío, no sabes cómo cambiará mi imagen.
– Eso es exactamente lo que quería decir.
– No, escúchame bien, el tenis busca llamar la atención. Eso generará controversia; conseguiré llamar mucho la atención. De pronto, me convertiré en un nombre importante. Admítelo, mi caché se multiplicará por cuatro.
El caché es el dinero que se les paga a los famosos para hacer acto de presencia, para bien o para mal. La mayoría de deportistas famosos ganan mucho más asistiendo a celebraciones que participando en campeonatos. Es donde se encuentra la mayor cantidad de dinero potencial, en especial para un tenista que está el 31 en el ranking.
– Es probable -dijo Myron.
Suzze se detuvo y se cogió de su brazo:
– Me encanta jugar a tenis.
– Eso ya lo sé -dijo él, con voz suave.
– Hacer esto ampliará mi carrera, y eso significa mucho para mí, ¿lo entiendes?
Dios, parecía tan joven.
– Puede que todo lo que digas sea cierto -dijo Myron-, pero, al final del día, lo que queda es que estás apareciendo vinculada a un bar de topless. Y una vez lo has hecho no hay marcha atrás. Siempre serás recordada como la tenista que enseñó las tetas.
– Hay cosas peores.
– Sí, pero yo no me hice agente para meterme en el negocio del striptease. Haré lo que tú quieras; eres mi cliente y quiero lo mejor para ti.
– Pero no crees que eso sea lo mejor para mí.
– Me cuesta aconsejarle a una mujer joven que aparezca en topless.
– ¿Aunque tenga su lógica?
– Aunque tenga su lógica.
Ella le sonrió:
– ¿Sabes, Myron? Cuando te muestras puritano estás monísimo.
– Sí, adorable.
– Diles que sí.
– Piénsatelo unos días, ¿vale?
– No hay nada que pensar, Myron. Haz lo que sabes hacer mejor.
– ¿Y qué es?
– Marcar el número. Y decir que sí.
Cross River era uno de esos complejos urbanísticos que parecen un decorado de película, como si los edificios enteros pudieran caer al suelo al apoyarte en cualquiera de sus paredes. La urbanización era una extensión apretujada de edificaciones exactamente iguales. Caminar entre ellas era una experiencia sacada de Alicia en el pa í s de las maravillas, con un sinfín de avenidas simétricas hasta el mareo. Con unas copas de más, seguro que metías la llave en el cerrojo equivocado.
Myron aparcó cerca de la piscina del complejo. Era un lugar agradable, pero demasiado cerca de la Route 80, la arteria principal que va de…, bueno, desde el mismo Nueva Jersey hasta California. El zumbido del tráfico se oía por encima de la verja. Myron localizó la puerta del 24 de Acre Drive y luego intentó deducir qué ventanas pertenecían al apartamento. Si estaba en lo cierto, las luces estaban encendidas. Y también el televisor. Llamó a la puerta. Vio una cara que se asomaba por la ventana que había junto a la puerta, pero la cara no dijo nada.
– ¿Señor Gibbs?
A través del cristal, la cara preguntó:
– ¿Quién es usted?
– Me llamo Myron Bolitar.
Pausa breve.
– ¿El jugador de baloncesto?
– Lo había sido, sí.
La cara volvió a mirar por la ventana unos cuantos segundos más y luego abrió la puerta. El tufo de demasiados cigarrillos se coló por la obertura y acabó alojándose felizmente en las narices de Myron. Lógicamente, Stan Gibbs llevaba un cigarrillo en la boca. Tenía una barba gris de varios días, demasiado descuidada hasta para Corrupci ó n en Miami. Llevaba una sudadera amarilla con un Bart Simpson estampado, pantalones de chándal verde oscuro, calcetines, zapatillas de deporte y una gorra de béisbol de los Colorado Rockies: el atuendo típico tanto de los aficionados al atletismo como de los que siguen los deportes por la tele echados en el sofá. Myron sospechó que más bien se trataba de lo segundo.
– ¿Cómo me ha encontrado? -le preguntó Stan Gibbs.
– No ha sido difícil.
– Eso no es una respuesta.
Myron se encogió de hombros.
– No importa -dijo Stan-. No tengo nada que comentar.
– No soy periodista.
– Pues, ¿qué es?
– Representante deportivo.
Stan dio una calada al cigarrillo, sin sacárselo de la boca.
– Siento decepcionarle, pero desde el instituto no he vuelto a jugar nunca más al fútbol de competición.
– ¿Puedo pasar?
– No lo creo. ¿Qué quiere?
– Necesito encontrar al secuestrador sobre el que usted escribió en su artículo -le explicó Myron.
Stan sonrió con unos dientes sorprendentemente blancos, teniendo en cuenta cómo fumaba. Tenía la tez manchada y pálida por el invierno, el pelo lacio y escaso, pero sus ojos eran brillantes, muy brillantes, de esos que parecen un par de faros que brillan desde dentro.
– ¿No lee usted la prensa? Me lo inventé todo.
– ¿Se lo inventó o lo copió de un libro?
– Corrección admitida.
– O tal vez contaba la verdad. De hecho, puede ser que anoche me llamara por teléfono el protagonista de sus artículos.
Stan movió la cabeza, mientras la ceniza creciente de su cigarrillo se aferraba a él como un niño a una atracción de feria.
– No es algo que me apetezca rememorar.
– ¿Plagió usted la historia?
– Ya le he dicho que no tengo nada que comentar…
– Esto no es para consumo público. Si lo hizo, si la historia fue una farsa, dígamelo ahora y me marcharé. No tengo tiempo para perder en pistas falsas.
– No es nada personal -dijo Stan-, pero lo que dice no tiene demasiada lógica.
– ¿Le dice algo el nombre de Davis Taylor?
– Sin comentarios.
– ¿Y Dennis Lex?
Eso lo dejó fuera de juego. El cigarrillo colgante empezó a caérsele de los labios, pero él lo atrapó con la mano derecha. Lo dejó caer en el descansillo y lo observó quemar unos instantes.
– Quizá será mejor que entre.
El apartamento era un dúplex centrado en ese detalle de la construcción americana moderna, el techo de catedral. Por los grandes ventanales entraba mucha luz, que se derramaba por un decorado salido directamente de un suplemento de interiorismo de revista dominical. Una de las paredes estaba ocupada por un mueble de madera clara con el sistema de sonido y televisión, con una mesita a juego no muy lejos. Había también un sofá a rayas azules y blancas -Myron apostaba su dinero del almuerzo a que se trataba del modelo Serta Sleeper- con su butaca a juego. La moqueta era del mismo tono neutro que la del exterior, una especie de crudo inofensivo, y el lugar estaba limpio, aunque con cierto desorden, tipo piso de divorciado, con pilas de revistas y periódicos aquí y allá, nada realmente colocado en un lugar específico.
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