– Sí.
– Los documentos judiciales estaban bajo secreto de sumario, pero hubo un poco de juego sucio. Verás, querían que Stan les proporcionara algún tipo de corroboración. Algo que probara que no se había inventado la historia del todo. Pero él no ofrecía nada. Por un tiempo, alegó que sólo las familias eran capaces de confirmar su argumentación y que no quería desvelar su identidad. Pero el juez lo presionó. Finalmente confesó que había otra persona que podía confirmar su historia.
– ¿Confirmar una historia inventada?
– Eso mismo.
– ¿Quién?
– Su amante -dijo Bruce.
– ¿Estaba casado?
– Supongo que la palabra «amante» lo ha delatado -dijo Bruce-. El caso es que sí, lo estaba. Técnicamente lo sigue estando, aunque ahora están separados. Naturalmente, Stan vacilaba en dar su nombre; amaba a su mujer, tenían dos hijos, la casita con jardín, cosas así, pero, al final, le dio al juez su nombre con la condición de que lo mantuviera en secreto.
– ¿Y la amante confirmó su versión?
– Sí. Esa amante, una tal Melina Garston, dijo que estaba con él cuando se encontró con el psicópata de Sembrar las Semillas.
Myron frunció el ceño:
– ¿De qué me suena ese nombre?
– Porque Melina Garston está muerta. Apareció atada, torturada y no quieras saber cuántas cosas más.
– ¿Cuándo?
– Hace tres meses. Justo antes de que a Stan le estallara toda la mierda en la cara. Y todavía peor, la policía sospecha de Stan.
– ¿Para impedir que contara la verdad?
– ¡Cómo se nota que estudiaste en Duke!
– Pero no tiene lógica. La mataron después de que descubrieran el plagio, ¿no?
– Justo después, sí.
– Así que entonces ya era demasiado tarde. Todos lo consideraban ya culpable; ha perdido su trabajo, ha caído en desgracia. Si ahora sale su amante diciendo «es verdad, mentí», en realidad no cambia nada. ¿Qué habría ganado Stan con matarla?
Bruce se encogió de hombros:
– Tal vez que ella se retractara habría disipado cualquier duda.
– Pero de todos modos, ahí no queda mucha duda.
En aquel instante se les acercó el camarero. Bruce pidió un bocadillo; Myron, nada más.
– ¿Puedes averiguar dónde se esconde Stan Gibbs?
Bruce le hizo un gesto al camarero para que se marchara.
– Ya lo sé.
– ¿Cómo?
– Éramos amigos.
– ¿Erais o sois?
– Somos, creo.
– ¿Le aprecias?
– Sí -dijo Bruce-, le aprecio.
– Pero sigues pensando que es culpable.
– Del asesinato, probablemente no. Del plagio… -Se encogió de hombros-. Soy un tío cínico, y el mero hecho de que alguien sea amigo mío no significa que no pueda hacer tonterías.
– ¿Me darás su dirección?
– ¿Me dirás por qué la quieres?
Myron sorbió un poco de soda.
– Vale, ahora viene la parte en la que me dices que quieres saber lo que sé. Y entonces yo te digo que no sé nada y que cuando lo sepa, serás el primero en enterarte. Entonces tú te pones un poco protestón y me dices que te lo debo y que eso no te basta, pero al final acabas aceptando el trato. De modo que, ¿por qué no nos saltamos este paso y me das la dirección directamente?
– ¿Y a cambio me sigues invitando al bocata?
– Claro.
– Pues entonces, vale -dijo el periodista-. Qué más da. Bruce no ha hablado con nadie desde que lo dejó, ni siquiera con sus mejores amigos. ¿Qué te hace suponer que hablará contigo?
– ¿Que soy un compañero de cena muy ingenioso y visto con mucha elegancia?
– Ya, eso mismo. -Se volvió hacia Myron y lo miró con dureza-. Bueno, pues ahora viene la parte en la que te digo que si descubres algo, cualquier cosa, que sugiera que a Stan Gibbs le han tendido una trampa, me lo digas porque soy su amigo y porque soy un periodista hambriento de noticias importantes.
– Por no hablar del bocata.
No sonrió.
– ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– ¿Hay algo más que quieras decirme ahora?
– Bruce, lo que tengo es menos que nada. Es tan sólo un hilo que necesito descartar.
– ¿Conoces la zona de Cross River, en Englewood?
– Sí, una urbanización de apartamentos de mediados de los años ochenta que parece sacada de Poltergeist.
– Pues está en el 22 de Acre Drive. Acaba de volver al barrio. Vive de alquiler.
The Morning Mosh no era el nombre real del establecimiento. El Mosh, situado en un almacén rehabilitado del centro, en el West Side, tenía un rótulo de neón que cambiaba a medida que avanzaba el día. La palabra Mosh estaba siempre encendida, pero por la mañana parpadeaba como Morning Mosh, al mediodía como Mid-Day Mosh (como ahora aparecía) y más tarde como Midnight Mosh. Y era Mosh, no Nosh. [6]Myron había esperado encontrarse con un local de bagels, pero la letra era una M, no una N; el sitio se llamaba Mosh. Como en Mosh Pit, como en los antiguos locales donde tocaban las bandas de heavy metal, pero sin ese sonido atronador capaz de arrancar la pintura de la pared mientras los chicos bailan -usamos el término «bailar» en su forma más generosa- debajo del escenario, echándose los unos contra los otros como si fueran mil bolas de una máquina del millón disparadas al mismo tiempo.
En la puerta de entrada había una advertencia: SÓLO SE ADMITE LA ENTRADA A PERSONAS CON UN MÍNIMO DE 4 PIERCINGS (SIN CONTAR PENDIENTES).
Myron se quedó en la acera y utilizó el móvil. Marcó el número del Mosh y una voz respondió:
– Adelante, colega.
– Con Suzze T, por favor.
– Busco.
¿Busco?
Al cabo de dos minutos sonó la voz de Suzze:
– ¿Sí?
– Soy Myron. Estoy aquí delante.
– Entra. Nadie te va a morder. Bueno, excepto ese tipo que anoche se comió las patas de una rana viva. ¡Jo, tío, fue tan guay!
– Suzze, por favor, sal aquí fuera, ¿eh?
– ¡Vale!
Myron colgó y se sintió viejo. Suzze tardó menos de un minuto. Llevaba unos vaqueros acampanados cuya cintura desafiaba la fuerza de la gravedad y que se aguantaban justo al sur de sus caderas. Llevaba también un top de color rosa demasiado pequeño que dejaba a la vista no sólo un estómago muy plano, sino también la insinuación por debajo de aquello que interesaba especialmente a los refinados chicos de Rack Enterprises. Suzze sólo llevaba un tatuaje (una raqueta de tenis con la empuñadura en forma de cabeza de serpiente) y no llevaba piercings.
Myron señaló el cartel:
– No cumples los requisitos mínimos de piercing.
– Sí, Myron, sí los cumplo.
Silencio. Luego Myron dijo:
– Ah.
Empezaron a andar calle abajo. Otro vecindario extraño de Manhattan, un lugar de esos en que los jóvenes y los sin techo deambulan juntos. Había bares y clubes nocturnos alternados con guarderías; la ciudad moderna. Myron pasó por delante de un local con un cartel que rezaba: Te tatuamos mientras esperas. Volvió a leerlo y frunció el ceño. ¿Cómo, si no, iban a tatuarte?
– Hemos recibido una extraña oferta de publicidad -dijo Myron-. ¿Conoces los Rack Bars?
Suzze dijo:
– Son como topless de lujo, ¿no?
– Sí, bueno, igualmente son topless.
– ¿Qué les pasa?
– Van a abrir una cadena de cafés topless.
Suzze asintió con la cabeza:
– Qué guay -exclamó-. Quiero decir que, coger la popularidad de Starbucks y combinarla con Scores y Goldfingers, no sé, me parece genial.
– Ya, bueno. El caso es que quieren hacer como una gran inauguración e intentan hacer un poco de ruido y atraer la atención de los medios y todo eso. Así que quieren que hagas una, digamos, aparición estelar.
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