Harlan Coben - El miedo más profundo

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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre. Bolitar inicia una búsqueda afanosa, pero lo que encuentra es a una poderosa familia con un terrible secreto, a un periodista acusado de plagio, al FBI y el secuestro del mismo Jeremy.
Entre tanto, el agente deportivo se debate entre la responsabilidad de ser padre y las dudas sobre su propia paternidad. En esta aventura, en que lo personal prevalece sobre lo profesional, le acompañarán su inseparable y carismático amigo Win y su socia Esperanza Díaz.

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– Si me vuelves a tocar la picha -dijo Myron- se lo digo a mi mamá.

Otra vez, sin respuesta. Tal vez los Lex no sólo exigían confidencialidad, sino también un sentido del humor refinado.

– Por aquí, señor -dijo la chaqueta azul parlante.

La serenidad del lugar -un edificio en pleno Manhattan, ¡por Dios!-, ahora sólo quebrantada por el eco de sus pasos sobre el suelo de frío mármol, resultaba inquietante. Era como andar por un viejo museo de noche; la experiencia entera parecía como sacada de From the Mixed-up Files of Mrs. Basil E. Frankweiler. Los guardas formaban algo parecido a una comitiva presidencial en versión pobre: un chaqueta azul parlante y un colega tres pasos por delante, dos chaquetas azules más tres pasos por detrás. Por pura diversión, de vez en cuando Myron aceleraba o frenaba el paso y observaba cómo los guardias hacían lo mismo. Como una mala coreografía, lo cual ya resulta redundante de por sí. En un momento dado estuvo a punto de imitar el paso de baile lunar de Michael Jackson, pero pensó que los chicos acabarían por considerarlo además un pedófilo potencial.

La escalinata de ébano era ancha y olía un poco a detergente al limón. De la pared colgaban enormes tapices, de esos con espadas y caballos y festines hedonistas de cochinillo a la brasa. En la segunda planta había otro par de guardias con chaqueta azul. Ahora fue su turno de inspeccionar a Myron como sí fuera la primera vez en su vida que veían a un hombre. Myron se contoneó para su beneficio, pero tampoco ellos parecieron impresionados.

– Deberían haberme visto antes haciendo flexiones -dijo Myron.

Las dobles puertas se abrieron y Myron pasó a una sala de dimensiones ligeramente mayores que las de un pabellón deportivo. Lo siguieron un par de guardias que se colocaron en los dos rincones del fondo. A la derecha había un hombre corpulento sentado en un sillón de brazos. Al menos, la silla lo hacía parecer corpulento. O tal vez el sillón era enano. El hombre debía de tener cuarenta y pico de años; la cabeza y el cuello le formaban un trapecio perfecto coronado por un corte de pelo al estilo militar. Tenía la nariz plana, las manos como jamones y los dedos tipo salchichón. Ex boxeador, o ex marine, o probablemente las dos cosas. Un tipo hecho de ángulos de noventa grados y bloques de granito.

El señor Granito miró a Myron con dureza pero con los ojos más relajados, como si Myron le hiciera la misma gracia que puede hacerte un gatito que te mordisquea los bajos del pantalón. No se levantó y optó por mirar fijamente a Myron mientras hacía crujir los nudillos uno a uno.

Myron miró al señor Granito. Éste hizo crujir otro nudillo.

– Escalofríos -dijo Myron.

Nadie le pidió que se sentara. Qué caramba, nadie le dijo nada. Myron se quedó quieto y esperó mientras los tres pares de ojos lo evaluaban.

– Vale -dijo finalmente-, me siento intimidado. ¿Podemos pasar a la siguiente etapa?

El señor Granito les hizo un gesto con la cabeza a los dos de las chaquetas, que salieron al unísono. De manera casi simultánea se abrió una puerta al otro lado de la sala y aparecieron dos mujeres. Estaban bastante lejos, pero Myron supuso que la primera era Susan Lex. Llevaba el pelo recogido en un moño imposiblemente arreglado, ultraengominado, y tenía los labios apretados como si acabara de tragarse un escarabajo vivo. La otra mujer -no parecía tener más de dieciocho o diecinueve años- tenía que ser su hija, una copia idéntica con los mismos labios apretados y veinticinco años menos de desgaste, aunque el peinado era más atractivo.

Myron se dispuso a cruzar la sala con la mano extendida, pero Susan Lex levantó una mano indicándole que se detuviera. El señor Granito se incorporó, casi interponiéndose en la trayectoria de Myron. Lo miró, moviendo la cabeza a ambos lados, un gesto harto complicado cuando prácticamente no tienes cuello. Myron permaneció donde estaba.

– No me gusta que me amenacen -dijo Susan Lex, desde el otro extremo de la sala.

– Le pido disculpas por haberlo hecho, pero tenía que verla.

– ¿Y eso justifica sus amenazas y su chantaje?

Myron no encontró una respuesta rápida a esa pregunta.

– Necesito hablar con usted de su hermano Dennis.

– Eso me dijo por teléfono.

– ¿Dónde está?

Susan Lex miró al hombre de granito. Éste frunció el ceño y volvió a hacer crujir los nudillos.

– ¿Así de directo, señor Bolitar? -dijo Susan Lex-. Llama usted a mi oficina, me amenaza, insiste en que altere mi agenda para recibirle cuando a usted le place… ¿y ahora me viene con exigencias?

– No quisiera parecer brusco -se disculpó Myron-, pero se trata de un asunto de vida o muerte.

Siempre que decía «asunto de vida o muerte» tenía la sensación de que iba a sonar una música melodramática de acompañamiento.

– Eso no es ninguna explicación -dijo ella.

– Su hermano se dio de alta en el registro nacional de donantes de médula -explicó él-. Su médula ósea es compatible con la de una criatura enferma. -Después de la terrorífica conversación de la noche anterior en la que acabó oyendo «dígale adiós al chico», Myron había decidido no volver a especificar el género-. Sin ese trasplante, la criatura morirá.

Susan Lex arqueó una ceja, un gesto que los ricos saben hacer muy bien: arquear una ceja sin alterar ningún otro rasgo facial. Myron se preguntó si lo enseñaban en algún campamento para ricos. Volvió a mirar al señor Granito. Ahora, Granito intentaba sonreír.

– Se equivoca, señor Bolitar -dijo ella.

Myron esperó a que dijera algo más, pero como no lo hizo, preguntó:

– ¿En qué?

– Si dice la verdad, está usted en un error. No le diré nada más.

– Con todos mis respetos -insistió Myron-, eso no me basta.

– Tendrá que bastarle.

– ¿Dónde está su hermano, señora Lex?

– Le ruego que se vaya, señor Bolitar.

– Todavía puedo hablar con la prensa.

Granito cruzó las piernas y empezó otra vez a hacer crujir los nudillos. Myron se volvió a mirarle:

– Sí, pero ¿a que no sabe usted hacer esto?

Se puso a darse golpecitos en la cabeza con una mano y a acariciarse la barriga con movimientos circulares con la otra.

A Granito no le gustó.

– Mire -prosiguió Myron-; no quisiera causarle ningún problema. Entiendo que son gente ocupada, pero necesito encontrar a ese donante.

– No es mi hermano -sostuvo Susan Lex.

– Entonces, ¿dónde está?

– Él no es el donante que busca. Todo lo demás no le importa.

– ¿Le dice algo el nombre Davis Taylor?

Susan Lex volvió a apretar los labios como si se le hubiera colado otro escarabajo. Se dio la vuelta y salió de la sala. Su hija hizo lo mismo. Con la misma precisión de antes, la puerta de detrás de Myron se abrió y aparecieron los dos tipos de chaqueta azul. Más miradas. Entraron en la sala. Granito se levantó finalmente, una maniobra que le llevó cierto tiempo. Desde luego, era grandote. Enorme.

Los hombres se acercaron a Myron.

– ¿Qué dicen los jueces? -dijo Myron, imitando los concursos de televisión-. ¿Puntuación?

El señor Granito se colocó delante de él con los hombros bien rectos y la mirada tranquila.

– Eso de no presentarse -le dijo Myron, tratando de imitar la manera de hablar de un conocido presentador de programas concurso, sin hacerlo muy bien-, me ha parecido que era muy macho. Y también toda esta actitud silenciosa, combinada con la mirada divertida. Lo ha hecho muy bien, de verdad. Muy profesional. Pero, y ahí es donde me ha desorientado, eso de hacer crujir los nudillos…, en fin, Gene, eso ha sido sobreactuar, ¿no cree? Puntuación global: un ocho. Comentario: intente ser más sutil.

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