Las columnas de Gibbs atrajeron la atención y las críticas de todo el país durante semanas… hasta que, Myron se acordaba, todo estalló de la manera más pública posible. ¿Qué había ocurrido exactamente? Myron tecleó, clicó e inició una búsqueda de artículos que tuvieran a Stan Gibbs como protagonista. Le aparecieron por orden de fechas:
LOS FEDERALES EXIGEN LAS FUENTES DE GIBBS
El FBI, que en las ú ltimas semanas ha estado negando las alegaciones que aparec í an en las columnas de Stan Gibbs, ha cambiado de estrategia: le ha pedido sus notas e informaci ó n.
Dan Conway, portavoz del FBI, empez ó diciendo: « No sabemos nada de estos cr í menes » , para luego a ñ adir: « Pero si el se ñ or Gibbs dice la verdad, significa que tiene informaci ó n importante sobre un posible secuestrador y asesino en serie, a quien tal vez est á dando protecci ó n o ayuda. Por tanto, tenemos derecho a esa informaci ó n » .
Stan Gibbs, popular columnista y periodista de televisi ó n, se ha negado a revelar sus fuentes. « No estoy protegiendo a ning ú n asesino » , declar ó el se ñ or Gibbs. « Tanto las familias de las v í ctimas como el secuestrador accedieron a hablar conmigo bajo la condici ó n estricta de la confidencialidad. Es un hecho tan antiguo como nuestro pa í s: no revelar é mis fuentes. » El New York Herald y la American Civil Liberties Union ya han denunciado al FBI y planean dar apoyo al se ñ or Gibbs. El juez ha decretado el secreto de sumario.
Myron siguió leyendo. Los argumentos de ambas partes eran bastante corrientes. Como es natural, los abogados de Gibbs se escudaban en la Primera Enmienda, mientras que los federales replicaban, como también es natural, que la Primera Enmienda no es un absoluto, que uno no puede gritar «¡Fuego!» en un teatro abarrotado y que la libertad de expresión no incluye la protección de posibles criminales. En el país también se debatió sobre el tema. Salió mucho por la CNBC, la MSNBC y la CNN, y en un montón de otras cadenas de cable, animando las líneas telefónicas como si hubiera un sorteo radiofónico. Cuando el juez estaba a punto de dictar sentencia, la noticia explotó de una manera que nadie esperaba. Myron abrió el enlace:
¿ MIENTE GIBBS?
Un periodista acusado de plagio
Myron leyó el final sorprendente de la partida: alguien encontró una novela de misterio, publicada en 1978 por una pequeña editorial, con un tiraje minúsculo. La novela, Susurra hasta gritar, de un tal F. K. Armstrong, era casi igual a la historia de Gibbs. Demasiado igual. Había ciertos fragmentos de diálogo que estaban prácticamente copiados al pie de la letra. Los crímenes de la novela -secuestros sin resolver- eran demasiado parecidos a lo que Gibbs había escrito como para ser descartados como casualidad.
Espectros del plagio como Mike Barnicle y Patricia Smith y casos similares salieron de sus tumbas y se negaron a dispersarse. Rodaron cabezas. Hubo dimisiones y personajes que se frotaron las manos. Por su parte, Stan Gibbs se negó a comentar el asunto, lo cual no fue precisamente una gran ayuda. Gibbs acabó «cogiendo la baja», un eufemismo moderno de ser despedido. La ACLU emitió un comunicado ambiguo y se retiró del caso. El New York Herald retiró discretamente la historia, alegando que el asunto estaba en proceso de «revisión interna».
Al cabo de un rato, Myron cogió el teléfono y marcó un número:
– Sección de Sucesos. Bruce Taylor al habla.
– ¿Me acompañas a tomar una copa?
– Ya sé que hoy día no queda moderno, Myron, pero soy estrictamente hetero.
– Yo soy capaz de hacerte cambiar.
– No lo creo, tío.
– Hay varias mujeres con las que he salido que empezaron siendo hetero -dijo Myron-, pero… después de la primera cita conmigo, ¡pam!, cambiaron de acera.
– Me encanta cuando te denigras, Myron. ¡Suena tan real!
– Bueno, ¿qué me dices?
– Estoy de cierre.
– Tú siempre estás de cierre.
– ¿Invitas tú?
– Para citar a mis hermanos en los seders de la Pascua, ¿por qué ha de ser esta noche distinta a cualquier otra noche?
– A veces invito yo. -Ah, pero ¿tienes cartera?
– Eh, que no soy yo el que pide favores -dijo Bruce-. A las cuatro en punto en el Rusty Umbrella.
Las puertas de hierro forjado del Edificio Lex defendían una fachada de la Quinta Avenida de una vegetación tan densa que no dejarían pasar la luz de la explosión de una supernova al otro lado. El famoso edificio era una mansión remodelada de Manhattan con patio a la europea, un magnífico exterior art d é co y un despliegue de seguridad suficiente para cubrir un enfrentamiento de boxeo de Tyson. La edificación tenía unas sublimes líneas antiguas y detallados toques venecianos, excepto por el hecho de que, para proteger la intimidad, las ventanas habían sido cubiertas con cristales ahumados. Eso hacía que la combinación resultara molesta y poco natural.
En la entrada había cuatro guardias con chaqueta azul y pantalones grises. Guardas de verdad, advirtió Myron, con mirada de policía y tics faciales dignos del KGB, no como esos de uniforme alquilado que vigilan los grandes almacenes o los aeropuertos. Los cuatro estaban en silencio y observaron a Myron como si llevara un escote bañera en pleno Vaticano.
Uno de los guardias se le acercó:
– ¿Documentación, por favor?
Myron sacó la cartera y le enseñó una tarjeta de crédito y el permiso de conducir.
– Este carnet no tiene foto -dijo el guardia.
– En Nueva Jersey no es obligatorio.
– Necesito un documento con foto.
– El carnet del gimnasio tiene foto.
Suspiro de poli paciente:
– Eso no me vale. ¿Lleva el pasaporte?
– ¿En medio de Manhattan?
– Sí, señor. Es para identificarle.
– No -dijo Myron-. Además, la foto es muy mala. No refleja fielmente el azul radiante de mis ojos. -Myron pestañeó para hacer más énfasis.
– Espere aquí, por favor.
Esperó. Los otros tres guardias fruncieron el ceño, cruzaron los brazos, lo miraron como si estuviera a punto de beber agua de un retrete. Myron oyó un ruido como un zumbido y levantó la vista. Había una cámara de seguridad que lo apuntaba, enfocándolo. Myron saludó con la mano, sonrió al objetivo e hizo unas cuantas flexiones que había aprendido mirando capítulos de He-Man por Canal +. Acabó extendiendo la musculatura con una postura bastante espectacular y luego saludó al agradecido público. Los de la chaqueta azul no parecían impresionados.
– Todo natural -explicó Myron-. No he tomado nunca esteroides.
Sin respuesta.
El primer guardia volvió a aparecer:
– Acompáñeme, por favor.
Salir al patio era como entrar en un vestuario de C. S. Lewis, otro mundo, el otro lado de los matorrales, por así decirlo. El ruido de la calle, en el mismísimo Manhattan, quedaba de pronto muy lejos, enmudecido. Era un jardín lujoso, con senderos de cerámica que formaban un dibujo como de alfombra persa. En el centro había una fuente con una estatua ecuestre con la cabeza levantada.
Un nuevo equipo de hombres con chaqueta azul lo recibió junto a la puerta principal ornamentada. Este lugar, pensó Myron, debía de costar una fortuna en tintorería. Le hicieron vaciar los bolsillos, le confiscaron el móvil, lo cachearon a mano, pasaron una varita de metal por toda su persona tan exhaustivamente que estuvo a punto de pedir un condón, le hicieron pasar un par de veces por el detector de metales y lo volvieron a cachear con una afición un poco exagerada.
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