A primera hora de la mañana, Myron llamó a Terese. Seguía sin responder. Miró el teléfono con el ceño fruncido:
– ¿Me está despidiendo para siempre? -le preguntó a Win.
– Lo dudo -dijo Win. Estaba leyendo el periódico vestido con un pijama de seda, con batín y zapatillas a juego. De tener una pipa, habría sido como un personaje creado por Noel Coward en un día de descanso.
– ¿Qué te hace decir eso?
– Nuestra señorita Collins tiene pinta de ser alguien más bien directo -dijo Win-. Si te estuviera tirando al saco de mierda, reconocerías el tufo.
– Y luego está el hecho de que las mujeres me encuentran irresistible -dijo Myron.
Win giró la página.
– Entonces, ¿qué es lo que trama?
Win se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo índice:
– ¿Qué es eso que la gente con relaciones de pareja decís? Ah, sí. Espacio. A lo mejor necesita espacio.
– «Necesitar espacio» suele ser una frase codificada de que te están despidiendo.
– Sí, bueno, lo que tú quieras. -Win cruzó las piernas-. ¿Quieres que haga averiguaciones?
– Averiguaciones, ¿de qué?
– De lo que trama la señorita Collins.
– No.
– Bueno -dijo Win-. Pasemos a otro tema, ¿de acuerdo? Cuéntame cómo fue tu reunión con el FBI.
Le contó el interrogatorio.
– De modo que no sabemos lo que querían -dijo Win.
– Correcto.
– ¿Ni idea?
– Ni media pista. Excepto que tenían miedo.
– Qué curioso.
Myron asintió con la cabeza.
Win tomó un sorbo de té, con el meñique levantado. Oh, los horrores que había visto aquel meñique, o incluso, en los que había participado… Estaban en el comedor de Win y desayunaban con un juego de té de plata. La mesa victoriana de caoba con las patas de león, el juego de té de plata, la jarrita de la leche de plata, una caja de cereales Cap'n Crunch y otra de unos nuevos llamados Oreo, que son exactamente lo que os imagináis.
– A estas alturas, teorizar es una pérdida de tiempo. Haré unas cuantas llamadas, a ver qué puedo averiguar.
– Gracias.
– Todavía no tengo clara la relación entre Stan Gibbs y nuestro donante de médula.
– Es una suposición un poco peregrina -admitió Myron.
– Peor que eso. Un columnista de la prensa se inventa una historia sobre un secuestrador en serie, y ahora, ¿qué? ¿Nos creemos que el personaje de ficción es el donante?
– Stan Gibbs dice que la historia es real.
– ¿Ahora dice eso?
– Sí.
Win se frotó la barbilla.
– Explícame, por favor, ¿por qué no se defiende?
– No tengo ni idea.
– Presumiblemente, porque es culpable -dijo Win-. El hombre es, por encima de todo, un ser egoísta. Lucha por su supervivencia. Es algo instintivo. No se martiriza. Hay una cosa que le importa por encima de todas las demás: salvar la piel.
– Suponiendo que comparta tu visión alegre de la naturaleza humana, ¿no estás de acuerdo en que un hombre mentiría para salvarse?
– Por supuesto -dijo Win.
– Armado así con esta defensa bastante digna, es decir, la idea de que el secuestrador en serie imitó a la novela, ¿por qué no iba Stan a utilizarla para defenderse, aunque fuera culpable de plagio?
Win asintió:
– Me gusta tu manera de pensar.
– Cínica, sí.
Se oyó el zumbido del portero automático. Win pulsó el botón y el portero anunció a Esperanza. Al cabo de un minuto la vieron entrar en el despacho, coger una silla y servirse un cuenco de cereales Oreo.
– ¿Por qué dicen siempre que es «parte de este desayuno completo»? -preguntó Esperanza-. Siempre lo dicen, de todos los cereales. ¿De qué va?
Nadie contestó.
Esperanza se tomó una cucharada, miró a Win, hizo un gesto con la cabeza hacia Myron:
– Odio cuando tiene razón -le dijo a Win.
– Es un mal augurio -admitió Win.
Esperanza volvió la vista hacia Myron:
– He hecho las comprobaciones que me pediste sobre la escolarización de Dennis Lex. He repasado todos y cada uno de los centros escolares a los que habían asistido sus hermanos y sus padres. Nada. Universidad, instituto, secundaria, incluso primaria. Ni rastro de Dennis Lex.
– ¿Pero? -dijo Myron -El parvulario.
– Me tomas el pelo.
– No.
– ¿Encontraste el lugar donde hizo el parvulario?
– Soy algo más que un culo fabuloso -dijo Esperanza.
Win dijo:
– No para mí, querida.
– Eres un encanto, Win.
Win inclinó la cabeza levemente.
– La señorita Peggy Joyce -dijo Esperanza-. Sigue enseñando y dirige la Escuela Montessori Shaddy Wells de East Hampton.
– ¿Y se acuerda de Dennis Lex? -preguntó Myron-. ¿De hace treinta años?
– Eso parece. -Esperanza tomó otra cucharada de cereales y le dio a Myron una hoja de papel-. Ésta es su dirección. Te espera esta mañana. Conduce con cuidado, ¿vale?
Sonó el teléfono del coche.
– El viejo es un mentiroso de mierda. -Era Greg Downing.
– ¿Cómo?
– Que el viejete miente.
– ¿Hablas de Nathan Mostoni?
– Por Dios, ¿a qué otro viejo hemos estado vigilando tú y yo?
Myron se cambió el teléfono de lado:
– ¿Qué te hace pensar que miente, Greg?
– Muchas cosas.
– ¿Como qué?
– Como que dijo que no había oído hablar nunca del centro de médula ósea. ¿Te suena lógico?
Pensó en Karen Singh y en su dedicación y en las posibilidades:
– No -dijo Myron-, pero es lo que dijimos antes…, puede que esté confundido.
– No lo creo.
– ¿Por qué no?
– Por un lado, Nathan Mostoni sale solo muy a menudo. A veces se hace el loco pero, otras veces, parece estar perfectamente. Hace su propia compra, habla con la gente, se viste como una persona normal.
– Eso no significa nada -dijo Myron.
– ¿No? Hace una hora salió de casa, ¿vale? Así que me acerqué a la vivienda, me puse junto a la ventana de la parte trasera y marqué ese número, el que tú tenías del donante.
– ¿Y?
– Y oí que sonaba el teléfono del interior de la casa.
Eso hizo que Myron se quedara en silencio.
– Y entonces, ¿cómo crees que debemos actuar? -le preguntó Greg.
– No lo sé. ¿Has visto a alguien más en la casa?
– A nadie. Mostoni sale, pero aquí no ha venido nadie. Y te diré otra cosa: ahora parece más joven. No sé cómo explicarlo, es extraño. ¿Has descubierto algo?
– No estoy seguro.
– Menuda respuesta, Myron.
– Es la única que tengo.
– ¿Qué crees que tenemos que hacer con Mostoni?
– Le pediré a Esperanza que haga indagaciones sobre su historial. Mientras tanto, sigue controlándolo.
– El tiempo se nos acaba, Myron.
– Soy consciente. Me mantendré en contacto.
Desconectó la llamada y puso la radio. Chaka Khan cantaba «Aint Nobody Love You Better». Si podéis escucharla sin mover los pies es que tenéis un serio problema de ritmo. Se metió por la autovía de Long Island en dirección este, hoy sorprendentemente despejada: normalmente era como un aparcamiento enorme que avanzaba al unísono cada par de minutos.
La gente siempre dice que los Hamptons, una zona pija de Long Island a la que van los manhattanitas a perderse para rodearse de otros manhattanitas, son mucho mejores fuera de temporada. Siempre te dicen eso de los lugares de vacaciones. La gente, casi toda formada por veraneantes, se pasa los meses de temporada alta quejándose, a la espera de alcanzar ese hito en forma de nirvana aparentemente despojado de aglomeraciones. Pero, y ésa era la parte que Myron no llegó a entender nunca, en temporada baja no hay nadie que vaya a los Hamptons. Nadie. El centro está tan muerto que desearía que de vez en cuando pasara alguna bola de polvo; los propietarios de comercios suspiran y no ponen nada de oferta; los restaurantes están menos llenos, claro, pero es que, además, están cerrados. Y, ya puestos a ser sinceros, sucede que el buen tiempo, las playas y la profusión de gente son las grandes atracciones del lugar. ¿Quién va a las playas de Long Island en invierno?
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