Harlan Coben - El miedo más profundo

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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre. Bolitar inicia una búsqueda afanosa, pero lo que encuentra es a una poderosa familia con un terrible secreto, a un periodista acusado de plagio, al FBI y el secuestro del mismo Jeremy.
Entre tanto, el agente deportivo se debate entre la responsabilidad de ser padre y las dudas sobre su propia paternidad. En esta aventura, en que lo personal prevalece sobre lo profesional, le acompañarán su inseparable y carismático amigo Win y su socia Esperanza Díaz.

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Caramba.

Win lo miró con una sonrisa divertida que le curvaba las comisuras de los labios. Eric Ford, director delegado del FBI, era el hombre del traje. Su presencia quería decir una cosa: el asunto era rematadamente grave.

Kimberly Green señaló a Esperanza:

– ¿Qué hace ésa aquí?

– Es mi socia -dijo Myron-. Y señalar es de mala educación.

– ¿Tu socia? ¿Crees que estamos haciendo negocios?

– Se queda -dijo Myron.

– No -replicó Kimberly Green. Seguía llevando los pendientes de cadenita y bola, los vaqueros y el jersey negro de cuello de cisne, aunque la chaqueta era ahora verde hierbabuena-. No es que sea precisamente un placer hablar contigo y el chico de los pómulos aquí presente -dijo, señalando a Win-. Pero al menos vosotros tenéis permiso. A ella no la conocemos. Que se vaya.

La sonrisa de Win se ensanchó y sus cejas dibujaron un leve saltito. El chico de los pómulos: estaba encantado.

– Que se vaya -insistió Green.

Esperanza se encogió de hombros:

– No importa -dijo.

Myron estuvo a punto de decir algo, pero Win negó con la cabeza. Tenía razón, había que reservar fuerzas para las batallas importantes.

Esperanza salió. Win se levantó y cedió a Myron su butaca. Se quedó de pie a su derecha, con los brazos cruzados, totalmente confiado. Green y Peck se movían nerviosamente. Myron se volvió hacia Eric Ford.

– Creo que no hemos sido presentados.

– Pero usted ya sabe quién soy -dijo Ford. Tenía una de esas voces suaves de DJ de rock melódico.

– Sí.

– Y yo sé quién es usted -dijo-, de modo que, ¿de qué sirve que nos presenten?

De acuerdo. Myron miró otra vez a Win, que encogió los hombros.

Ford le hizo un gesto con la cabeza a Kimberly Green; ella se aclaró la garganta:

– Para que conste -dijo-, creemos que no deberíamos estar haciendo esto.

– ¿Haciendo qué?

– Contándote cosas de nuestra investigación. Informándote. Como buen ciudadano, deberías estar dispuesto a colaborar con nuestra investigación porque es lo correcto.

Myron observó a Win y exclamó:

– Ay, Dios.

– Hay aspectos de una investigación que han de mantenerse en secreto -prosiguió-. Tú y el señor Lockwood deberíais entenderlo mejor que la mayoría. Deberíais estar ansiosos por colaborar con cualquier investigación federal. Deberíais respetar lo que intentamos hacer.

– Bien, de acuerdo, lo respetamos. ¿Podemos avanzar un poco, por favor? Ya nos han investigado; sabéis que tendremos la boca cerrada. De lo contrario, ninguno de nosotros estaría aquí.

La mujer juntó las manos y las apoyó sobre el regazo. Peck mantenía la cabeza gacha y garabateaba notas, Dios sabe sobre qué. Tal vez sobre la decoración de Myron.

– Lo que se diga aquí no puede salir de este despacho. Es información absolutamente confidencial…

– Avancemos -insistió Myron, haciendo un gesto de impaciencia con la mano-. Avancemos.

Green desplazó la mirada hacia Ford. Él volvió a asentir con la cabeza. La mujer respiró profundamente y dijo:

– Tenemos vigilado a Stan Gibbs.

Hizo una pausa, se acomodó en la silla. Myron aguardó unos segundos y comentó:

– Etiquétame como sorprendido.

– Esta información es secreta -puntualizó ella.

– Entonces no la anotaré en mi diario.

– Se supone que él no debe saberlo.

– Bueno, digamos que eso suele ir implícito con palabras como «secreta» y «vigilancia».

– Pero Gibbs lo sabe. Nos da esquinazo cuando realmente le interesa. Porque cuando está en público no nos podemos acercar demasiado a él.

– ¿Y por qué?

– Porque nos vería.

– ¿Pero él ya sabe que lo siguen?

– Sí.

Myron miró a Win:

– ¿No había un gag de Abbot y Costello que era algo parecido?

– De los Hermanos Marx -lo corrigió Win.

– Si lo siguiéramos abiertamente -dijo Green-, podría llegar a ser de dominio público que es un objetivo.

– ¿Y tratáis de mantenerlo en secreto?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo vigiláis?

– Bueno, no es tan fácil. Ha estado fuera de alcance a menudo…

– ¿Cuánto tiempo?

Green volvió a mirar a Ford. Volvió a asentir. Ella apretó los puños.

– Desde que apareció el primer artículo sobre los secuestros.

Myron se apoyó en su butaca presa de algo parecido a un subidón. No debería sentirse sorprendido, pero, por Dios que lo estaba. El artículo le vino a la cabeza como una avalancha: las desapariciones repentinas, las terribles llamadas, la angustia constante y eterna, las vidas protegidas que de pronto estallan a causa de un inexplicable mal.

– Dios mío -exclamó Myron-. Stan Gibbs decía la verdad.

– Eso no lo hemos dicho nunca -dijo Kimberly Green.

– Entiendo. O sea que lo seguís porque no os gusta su sintaxis, ¿se trata de eso?

Silencio.

– Los artículos contaban la verdad -dijo Myron-. Y lo habéis sabido siempre.

– Lo que sabemos o no, no es tu problema.

Myron movió la cabeza:

– Increíble -dijo-. Entonces, déjenme ver si lo he entendido. Tienen a un psicópata por ahí suelto que se lleva a gente de la nada y se dedica a atormentar a sus familias. Quieren mantenerlo en secreto porque, si se supiera, se enfrentarían a una situación de pánico. Entonces el psicópata va directamente a Stan Gibbs y de pronto la historia sale a la luz… -La voz de Myron se apagó gradualmente, consciente de que su discurrir lógico había tropezado con un agujero importante. Frunció el ceño y siguió adelante-. No sé cómo esa vieja novela o las acusaciones de plagio cuadraban, pero, sea como fuere, decidieron apuntarse a ellas. Dejaron que Gibbs fuera despedido y cayera en desgracia, en parte probablemente porque estaban furiosos porque les había estropeado la investigación. Pero, principalmente -detectó lo que creyó ser una brecha-, lo hicieron para poder vigilarlo. Pensaron que si el psicópata se había puesto en contacto con él una vez, seguramente lo volvería a hacer. En especial si los artículos habían sido desacreditados.

Kimberly Green afirmó:

– Te equivocas.

– Pero me acerco.

– No.

– Los secuestros sobre los que Gibbs escribió tuvieron lugar, ¿verdad?

Ella vaciló, miró a Ford:

– No podemos verificar todos sus datos.

– Dios mío, no os estoy tomando declaración -exclamó Myron-. ¿Era verdad su columna, sí o no?

– Ya te hemos dicho suficiente -dijo ella-. Ahora te toca a ti.

– No me habéis dicho una mierda.

– Y tú nos has dicho todavía menos.

Negociar. La vida es ser agente de deportes: negociar constantemente. Había aprendido la importancia de compensar, de repartir, de ser justo. La gente se olvida de esto último y al final siempre acabas pagando un precio. El mejor negociador no es el que se lleva todo el pastel a cambio de cuatro migajas; el mejor negociador es el que se lleva lo que quiere y deja feliz a la otra parte. De modo que, normalmente, aquí Myron debería repartir un poco. El clásico quid pro quo. Pero no esta vez. Conocía los entresijos. Una vez les revelara el motivo de su visita a Stan Gibbs, su compensación sería cero.

El mejor negociador, como la más fuerte de las especies, también sabe cómo adaptarse.

– Primero responde a mi pregunta -dijo Myron-. Sí o no. ¿Era verídica la historia que Stan Gibbs escribió?

– La respuesta a esa pregunta no es un sí o un no -dijo ella-. Había partes ciertas, otras que no lo eran.

– ¿Por ejemplo?

– La pareja joven era de Iowa, no de Minnesota. El padre desaparecido tenía tres hijos, no dos. -Se detuvo, juntó las manos.

– ¿Pero tuvieron lugar los secuestros?

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