Harlan Coben - El último detalle

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El plácido descanso caribeño de Myron Bolitar -ex baloncestista de élite retirado por una lesión- junto a una curvilínea presentadora de la CNN se ve bruscamente interrumpido por una mala noticia: Esperanza Díaz, socia de Myron en MB SportsReps, agencia deportiva con sede en Manhattan, ha sido detenida por asesinato. La acusan de haber acabado con la vida de Clu Haid, pitcher de los New York Yankees, hermano de fraternidad de Myron en la Universidad de Duke y cliente de la agencia en la actualidad; el muerto, una estrella del béisbol en declive, se había visto envuelto últimamente en un escándalo de consumo de heroína, lo que acabó definitivamente con su carrera. Bolitar interrumpe inmediatamente sus vacaciones, pero cuando llega a Nueva York se encuentra con que ni Esperanza ni su abogado quieren hablar con él. Sólo una cosa está clara: la mujer oculta algo, pero Myron no sabe si tiene que ver con su vida personal o con el trabajo. La investigación le conduce a hechos y lugares sórdidos, incluido un lamentable incidente de su propio pasado que preferiría olvidar, y, sin saber cómo, ha llegado a un callejón sin salida: todo le señala como único sospechoso.
En esta sexta entrega de la serie protagonizada por el agente deportivo, Myron Bolitar se enfrenta al caso más extraño y difícil de su vida. Un verdadero reto para el lector.

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Win entró en el bar. Caminó en línea recta hacia la mesa, se sentó con las manos debajo.

– Si fueran tan amables -le dijo Win a Zorra y Pat- pongan las manos sobre la mesa.

Lo hicieron.

– Y, señorita Zorra, si no le importa quitarse los zapatos…

– Por supuesto, cariño.

Win mantuvo su mirada en Zorra. Zorra mantuvo la suya en Win. Ni un parpadeo.

– Sigo sin poder garantizar su seguridad -dijo Win-. Sí, tengo la opción de matarla si él no regresa. Pero por lo que sé, a Pat el Conejo aquí presente le importa una mierda lo que le pase.

– Eh -dijo Pat-, tiene mi palabra.

Win sólo lo miró por un momento. Luego se volvió hacia Zorra.

– Myron va armado. Pat conduce. Myron conserva el arma.

Zorra sacudió la cabeza.

– Imposible.

– Entonces no hay trato.

Zorra se encogió de hombros.

– Entonces Zorra y Pat deben decirles adiós.

Se levantaron para marcharse. Myron sabía que Win no los llamaría. Le susurró a Win:

– Necesito saber qué está pasando aquí.

Win se encogió de hombros.

– Es un error -dijo-, pero es tu jugada.

Myron clavó la vista en la pareja.

– Aceptamos.

Zorra se sentó de nuevo. Por debajo de la mesa Win continuó apuntándole.

– Myron se queda con el móvil -dijo Win-. Escucharé todas las palabras.

Zorra asintió.

– Muy justo.

Pat y Myron hicieron ademán de marcharse.

– Ah, Pat -dijo Win.

Pat se detuvo.

La voz de Win sonó como si preguntase si llovería.

– Si Myron no vuelve, puede o no que mate a Zorra. Lo decidiré en el momento apropiado. En cualquier caso, utilizaré toda mi considerable influencia, dinero, tiempo y esfuerzos para encontrarle a usted. Ofreceré recompensas. Buscaré. No dormiré. Le encontraré. Y cuando lo haga, no le mataré. ¿Me comprende?

Pat tragó saliva, asintió.

– Ve -dijo Win.

25

Cuando llegaron al coche, Pat lo cacheó. Nada. Después le dio a Myron una capucha negra.

– Póngasela.

Myron hizo una mueca.

– Dígame que es una broma.

– Póngasela. Después tiéndase en el asiento trasero. No se levante.

Myron puso los ojos en blanco, pero hizo lo que le pedía. Su estatura de metro noventa impedía que estuviese cómodo, pero lo consiguió. Muy bien por su parte. Pat se puso al volante y arrancó el coche.

– Una sugerencia rápida -dijo Myron.

– ¿Qué ha dicho?

– La próxima vez que haga esto, intente limpiar primero el coche. Esto es repugnante.

Pat condujo. Myron intentó concentrarse, captar los sonidos que le darían una pista de adónde iban. Esto siempre funcionaba en la televisión. El tipo podía oír, pongamos, la sirena de un barco y saber que había ido al muelle 12 o algo así, y todos venían corriendo y lo encontraban. Pero todo lo que Myron oyó, y no era ninguna sorpresa, fue el ruido del tráfico: alguna bocina, coches que pasaban o eran sobrepasados, radios a todo volumen, esa clase de cosas. Intentó llevar la cuenta de las vueltas y las distancias, pero comprendió muy rápido que era inútil. ¿Qué se creía que era, una brújula humana? El viaje duró más o menos diez minutos. No fue tiempo suficiente para dejar la ciudad. Pista: todavía estaba en Manhattan. Ah, eso sí que ayudaba. Pat apagó el motor.

– Puede sentarse -dijo-. Pero mantenga la capucha en su sitio.

– ¿Está seguro de que la capucha va con este conjunto? Quiero tener el mejor aspecto para el señor Importante.

– ¿Alguna vez le han dicho que es usted muy divertido, Bolitar?

– Tiene razón. El negro va con todo.

Pat exhaló un suspiro.

Cuando están nerviosas, algunas personas comen. Otras se esconden. Otras guardan silencio. Otras charlan. Y algunas hacen chistes idiotas.

Pat le ayudó a bajar del coche y le guió por el codo. Myron intentó de nuevo captar los sonidos. Tal vez el graznido de una gaviota. Eso también parecía pasar siempre en la tele. Pero las gaviotas de Nueva York no graznaban, tosían. Y si alguna vez oyó a alguna gaviota en Nueva York, lo más probable es que estuviese más cerca de un contenedor que de un muelle. Myron intentó recordar la última vez que había visto una gaviota en Nueva York. Había el dibujo de una en un cartel de su tienda favorita de bollos. Con una leyenda: «Si un pájaro que vuela sobre el mar es una gaviota, ¿cómo se llama un pájaro que vuela sobre la bahía?». Muy astuto cuando lo piensas.

Los dos hombres caminaron: adónde, Myron no tenía idea. Tropezó en la acera desnivelada, pero Pat lo mantuvo erguido. Otra pista. Encuentre un lugar en Manhattan con la acera desnivelada. Jesús, prácticamente tenía al tipo acorralado.

Subieron lo que parecía una escalinata y entraron en una habitación donde el calor y la humedad eran un poco más sofocantes que un incendio en la selva de Borneo. Myron continuaba encapuchado, pero la luz de lo que podía ser una bombilla desnuda se filtraba por la tela. La habitación apestaba a moho, vapor y sudor seco: como si la sauna más popular en Jack La Lanne se hubiese estropeado. Resultaba difícil respirar a través de la capucha. Pat apoyó una mano en el hombro de Myron.

– Siéntese -dijo Pat antes de empujarlo hacia abajo con suavidad.

Myron se sentó. Oyó las pisadas de Pat, luego unas voces bajas. En realidad susurros. La mayor parte de Pat. Algo así como una discusión. De nuevo pisadas. Se acercaban a Myron. De pronto, un cuerpo tapó la luz de la bombilla, y sumió a Myron en la más total oscuridad. Un paso más. Alguien se detuvo delante de él.

– Hola, Myron -dijo la voz.

Allí había un temblor, un sonido casi maníaco en el tono. No había ninguna duda. Myron no era muy bueno con los nombres y los rostros, pero las voces tenían huellas. Llegaron los recuerdos. Después de todos estos años, su recuerdo fue instantáneo.

– Hola, Billy Lee.

Para ser más exactos, el desaparecido Billy Lee Palms. Antiguo hermano de la fraternidad y estrella del béisbol de Duke. Antiguo mejor compañero de Clu Haid. Hijo de la señora Mi-vida-es-un-papel-de-pared.

– ¿Te importa si ahora me quito la capucha? -preguntó Myron.

– En absoluto.

Myron levantó las manos y cogió la parte superior de la capucha. Se la quitó. Billy Lee estaba delante de él. O al menos lo que creyó que era Billy Lee. Como si el antiguo chico bonito hubiese sido secuestrado y reemplazado por esta versión obesa. Los antiguos prominentes pómulos de Billy Lee parecían maleables, la piel tersa ahora colgaba en pliegues, los ojos hundidos más que cualquier tesoro de pirata; su complexión, el gris de las calles después de la lluvia. Su pelo se veía grasiento y erizado como el de cualquier videojockey de la MTV.

Billy Lee también sujetaba lo que parecía una escopeta recortada a unos quince centímetros del rostro de Myron.

– Sujeta lo que parece una escopeta recortada a unos quince centímetros de mi cara -dijo Myron para beneficio del móvil.

Billy Lee se rió. El sonido también era familiar.

– Bonnie Franklin -dijo Myron.

– ¿Qué?

– Anoche. Tú fuiste el que me pinchó con el bastón eléctrico.

Billy Lee abrió las manos.

– Bingo, nena.

Myron sacudió la cabeza.

– Está muy claro que tienes mucha mejor pinta con el maquillaje, Billy Lee.

Billy Lee se rió de nuevo y volvió a apuntar con la escopeta a Myron. Después le extendió la mano libre.

– Dame el teléfono.

Myron titubeó pero no mucho. Los ojos hundidos, una vez que Myron pudo verlos, estaban llorosos, desenfocados y teñidos de un rojo mate. El cuerpo de Billy Lee era un temblor. Myron estudió las mangas cortas y vio las huellas de las agujas. Billy Lee parecía el más salvaje e imprevisible de los animales: un drogadicto acorralado. Myron le dio el teléfono. Billy se lo llevó a la oreja.

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