Harlan Coben - El último detalle

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El plácido descanso caribeño de Myron Bolitar -ex baloncestista de élite retirado por una lesión- junto a una curvilínea presentadora de la CNN se ve bruscamente interrumpido por una mala noticia: Esperanza Díaz, socia de Myron en MB SportsReps, agencia deportiva con sede en Manhattan, ha sido detenida por asesinato. La acusan de haber acabado con la vida de Clu Haid, pitcher de los New York Yankees, hermano de fraternidad de Myron en la Universidad de Duke y cliente de la agencia en la actualidad; el muerto, una estrella del béisbol en declive, se había visto envuelto últimamente en un escándalo de consumo de heroína, lo que acabó definitivamente con su carrera. Bolitar interrumpe inmediatamente sus vacaciones, pero cuando llega a Nueva York se encuentra con que ni Esperanza ni su abogado quieren hablar con él. Sólo una cosa está clara: la mujer oculta algo, pero Myron no sabe si tiene que ver con su vida personal o con el trabajo. La investigación le conduce a hechos y lugares sórdidos, incluido un lamentable incidente de su propio pasado que preferiría olvidar, y, sin saber cómo, ha llegado a un callejón sin salida: todo le señala como único sospechoso.
En esta sexta entrega de la serie protagonizada por el agente deportivo, Myron Bolitar se enfrenta al caso más extraño y difícil de su vida. Un verdadero reto para el lector.

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Cuando Myron tenía diez años, su padre los había llevado a él y a su hermano menor, Brad, a un partido. Brad tenía cinco años. Papá había conseguido cuatro asientos en las gradas superiores, pero en el último minuto un socio le había dado dos asientos más, tres filas por detrás del banquillo de los Red Sox. Brad era un forofo de los Red Sox. Así que papá había propuesto que Brad y Myron se sentasen detrás del banquillo durante las primeras jugadas. Papá estaría en la grada superior. Myron sujetó la mano de Brad, y bajaron hasta los asientos de platea. Los asientos eran, en una palabra, espectaculares.

Brad comenzó a gritar con todas las fuerzas de sus pulmones de cinco años. Gritaba como loco. Vio a Carl Yastrzemski en la caja de bateador y comenzó a gritar: «¡Yaz! ¡Yaz!». El tipo que estaba sentado delante de ellos se volvió. Tendría unos veinticinco años, barbudo y se parecía un poco a una imagen de Jesús en las iglesias. «Ya está bien», le ordenó el tipo barbudo a Brad. «Cállate.» Brad pareció dolido.

– No le hagas caso -dijo Myron-. Está permitido gritar.

Las manos del tipo barbudo se movieron deprisa. Sujetó a Myron, que tenía diez años entonces, por la camisa, apretó el escudo de los Yankees en su al parecer enorme puño, y lo acercó a Myron. Había cerveza en su aliento.

– Le está dando dolor de cabeza a mi novia. Se calla ahora mismo.

El miedo dominó a Myron. Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero no las dejó correr. Recordó haberse sentido asombrado, asustado, y sobre todo, por alguna razón desconocida, avergonzado. El hombre barbudo miró furioso a Myron otros pocos segundos y después lo apartó de un empujón. Myron cogió la mano de Brad y corrió a la grada superior. Intentó fingir que todo estaba bien, pero los chicos de diez años no son grandes actores, y papá podía leer a su hijo como si viviese dentro de su cráneo.

– ¿Qué pasa? -preguntó papá.

Myron titubeó. Papá preguntó de nuevo. Myron por fin le dijo lo que había pasado. Y algo le pasó al padre de Myron, algo que Myron nunca había visto antes, ni después. Hubo una explosión en sus ojos. Su rostro se volvió rojo; sus ojos se tornaron negros.

– Ahora mismo vuelvo -dijo.

Myron observó el resto a través de los prismáticos. Papá bajó hasta el asiento detrás del banquillo de los Rex Sox. El rostro de su padre seguía rojo. Myron vio a papá llevarse las manos a la boca como si fuese un megáfono, inclinarse hacia delante, y ponerse a gritar con toda el alma. El rojo en su rostro se volvió escarlata. Papá continuó gritando. El hombre barbudo intentó no hacerle caso. Papá se inclinó hacia su oreja como Mike Tyson y gritó un poco más. Cuando el hombre barbudo por fin se giró, papá hizo algo que sorprendió a Myron hasta el tuétano. Empujó al hombre. Lo empujó dos veces y después le señaló la salida, el signo internacional de invitar a otro hombre a que saliese al exterior. El tipo de la barba rehusó. Papá lo empujó de nuevo.

Dos guardias de seguridad se apresuraron a bajar los escalones e intervenir. Nadie fue expulsado. Papá volvió a la grada superior.

– Volved abajo -dijo papá-. No os molestará.

Pero Myron y Brad sacudieron las cabezas. Preferían los asientos de arriba.

– Otra vez viajando en el tiempo, ¿no? -comentó Win.

Myron asintió.

– Te das cuenta de que eres demasiado joven para tantos recuerdos.

– Sí, lo sé.

Un grupo de jugadores de los Yankees estaban sentados en la hierba, con las piernas abiertas, las manos atrás, todavía niños debajo de las camisetas esperando que comenzase el partido de la Liga Infantil. Un hombre con un traje hecho a medida les hablaba. El hombre hacía gestos ampulosos, sonreía entusiasta y tan enamorado de la vida como un recién nacido. Myron lo reconoció. Sawyer Wells, el orador motivacional reconocido como el hombre del momento. Hacía dos años, Wells era un charlatán desconocido que andaba por ahí hablando del dogma de encontrarse a uno mismo, abrir el potencial, hacer algo por ti mismo, como si la gente no estuviese lo bastante centrada en sí misma. Su gran oportunidad llegó cuando los Mayor lo contrataron para que les hablase a su fuerza de trabajo. Los discursos, aunque nada originales, tuvieron éxito, y Sawyer Wells dio el gran paso. Consiguió un contrato para un libro -astutamente llamado La gu í a Wells para el bienestar - junto con un anuncio en televisión, cintas de audio, un vídeo, un planificador, todo el esquema de la autoayuda. Las quinientas compañías de Fortune comenzaron a contratarlo. Cuando los Mayor se hicieron cargo de los Yankees, lo trajeron a bordo como consultor de psicología motivacional u otra paparrucha por el estilo.

Cuando Sawyer Wells vio a Win, casi comenzó a jadear.

– Huele a un nuevo cliente -dijo Myron.

– O quizás es que nunca haya visto antes a nadie tan apuesto.

– Sí, claro -dijo Myron-. Puede que sea eso.

Wells se volvió de nuevo hacia los jugadores, gritó con un poco más de entusiasmo, siguió con los gestos, aplaudió una vez, y después les dijo adiós. Miró a Win. Levantó una mano. Saludó con fuerza. Luego comenzó a subir como un cachorro que persigue un nuevo juguete o un político que persigue a un posible votante.

Win frunció el entrecejo.

– En una palabra, descafeinado.

Myron asintió.

– ¿Quieres que me haga su amigo? -preguntó Win.

– Se supone que estuvo presente en los análisis de dopaje. Y también es el psicólogo del equipo. Es probable que oiga muchos rumores.

– Bien -dijo Win-. Ocúpate del compañero de cuarto. Yo me ocuparé de Sawyer.

Enos Cabral era un cubano enjuto y guapo con una bola que arrancaba llamas y unos lanzamientos que aún necesitaba refinar. Tenía veinticuatro años, pero a juzgar por aspecto, sin duda le pedían el documento de identidad en cualquier tienda de licores. Observaba la práctica de bateo, su cuerpo relajado excepto la boca.

Como la mayoría de los lanzadores suplentes, mascaba chicle o tabaco con la ferocidad de un león que devora una gacela que acaba de matar.

Myron se presentó.

Enos le estrechó la mano y dijo:

– Sé quién es usted.

– ¿Ah, sí?

– Clu hablaba mucho de usted. Creía que debía firmar con su empresa.

Una punzada.

– ¿Clu dijo eso?

– Yo quería un cambio -continuó Enos-. Mi agente. Él me trata bien, ¿no? Me convirtió en un hombre rico.

– No tengo la intención de restarle importancia a un buen representante, Enos, pero usted se hizo a sí mismo un hombre rico. Un agente facilita. No crea.

Enos asintió.

– ¿Conoce mi historia?

El resumen más corto. La travesía en la balsa había sido dura. Muy dura. Durante una semana todos habían creído que habían muerto en el mar. Cuando por fin aparecieron, sólo dos de los ocho cubanos estaban vivos. Uno de los muertos era Hector, el hermano de Enos, considerado el mejor jugador que había salido de Cuba en la pasada década. Enos, considerado un talento menor, estaba casi muerto por la deshidratación.

– Sólo lo que leí en los periódicos -dijo Myron.

– Mi agente. Él estaba allí cuando llegué. Tengo familia en Miami. Cuando se supo de los hermanos Cabral, les prestó dinero. Pagó mi estancia en el hospital. Me dio dinero, joyas y un coche. Me prometió más dinero. Y lo tengo.

– ¿Entonces cuál es el problema?

– No tiene alma.

– ¿Quiere un agente con alma?

Enos se encogió de hombros.

– Soy católico. Creemos en los milagros.

Ambos se rieron.

Enos pareció estudiar a Myron.

– Clu siempre sospechaba de la gente. Incluso de mí. Tenía algo así como un caparazón.

– Lo sé -dijo Myron.

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