Harlan Coben - El último detalle

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El plácido descanso caribeño de Myron Bolitar -ex baloncestista de élite retirado por una lesión- junto a una curvilínea presentadora de la CNN se ve bruscamente interrumpido por una mala noticia: Esperanza Díaz, socia de Myron en MB SportsReps, agencia deportiva con sede en Manhattan, ha sido detenida por asesinato. La acusan de haber acabado con la vida de Clu Haid, pitcher de los New York Yankees, hermano de fraternidad de Myron en la Universidad de Duke y cliente de la agencia en la actualidad; el muerto, una estrella del béisbol en declive, se había visto envuelto últimamente en un escándalo de consumo de heroína, lo que acabó definitivamente con su carrera. Bolitar interrumpe inmediatamente sus vacaciones, pero cuando llega a Nueva York se encuentra con que ni Esperanza ni su abogado quieren hablar con él. Sólo una cosa está clara: la mujer oculta algo, pero Myron no sabe si tiene que ver con su vida personal o con el trabajo. La investigación le conduce a hechos y lugares sórdidos, incluido un lamentable incidente de su propio pasado que preferiría olvidar, y, sin saber cómo, ha llegado a un callejón sin salida: todo le señala como único sospechoso.
En esta sexta entrega de la serie protagonizada por el agente deportivo, Myron Bolitar se enfrenta al caso más extraño y difícil de su vida. Un verdadero reto para el lector.

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– Claro, Marty.

– Esperanza es bonita y todo eso. Pero no eres tú. Te contraté a ti. ¿Lo entiendes?

– Ya he vuelto, Marty. Todo irá bien, te lo prometo. Escucha, estaréis en la ciudad dentro de un par de semanas, ¿no?

– Jugamos contra los Jets dentro de dos semanas.

– Bien. Me encontraré contigo en el partido y después nos iremos a cenar juntos.

Cuando Myron colgó, se dio cuenta de que había desatendido tanto los asuntos de los clientes que ni siquiera sabía si Marty estaba jugando en el nivel All-Pro, o si sólo lo tenían en el banquillo a la espera de traspasarlo. Diablos, tendría que ponerse al día.

Las llamadas fueron más o menos por el estilo durante las dos horas siguientes. La mayoría de los clientes se calmaron. Algunos permanecieron sin decidirse. Nadie más le abandonó. No había arreglado nada, pero había conseguido reducir la sangría a un goteo serio.

Big Cyndi llamó y abrió la puerta del despacho.

– Problemas, señor Bolitar.

Un desagradable, aunque no desconocido, olor comenzó a emanar desde la puerta.

– ¿Qué demonios…? -comenzó Myron.

– Apártese, nena.

La voz áspera sonó detrás de Big Cyndi. Myron intentó ver quién era, pero Big Cyndi le tapaba la línea de visión como un eclipse solar. Por fin se apartó, y los mismos dos policías de paisano del juzgado se apresuraron a entrar. El más grande tenía unos cincuenta y tantos, los ojos somnolientos, harto del mundo y una de aquellas caras que parecían sin afeitar incluso después de afeitarse. Vestía una trinchera con las mangas que apenas si le llegaban a los codos y zapatos que tenían más rozaduras que una pelota de béisbol de Gaylord Perry. El tipo más bajo era joven y realmente feo. Su rostro le recordó una foto ampliada de un piojo. Vestía un traje gris claro con chaleco -la prenda informal de Sears para el representante de la ley- y una de aquellas corbatas Looney Tunes que gritaba 1992.

El terrible olor comenzó a penetrar por las paredes.

– La orden -dijo el grandullón. No mascaba un puro, pero tendría que haberlo hecho-. Antes que me diga que estamos fuera de nuestra jurisdicción, aún trabajamos con Michael Chapman, en Manhattan Norte. Llámelo si tiene un problema. Ahora fuera de la silla, gilipollas, así podemos revisar este lugar.

Myron arrugó la nariz.

– Jesús, ¿cuál de ustedes usa la colonia?

Piojo le dirigió una mirada rápida a su compañero. La mirada decía: «Eh, aceptaré que me disparen por este tipo, pero no voy a aceptar la culpa del pestazo». Comprensible.

– Escúcheme, listillo -continuó el grandullón-. Mi nombre es detective Winters…

– ¿De verdad? ¿Su mamá le puso Detective?

Apenas un suspiro.

– … y éste es el detective Martínez. Apártese de ahí, atontado.

El olor comenzaba a afectarle.

– Joder, Winters, tiene que dejar de pedirle colonia prestada a los asistentes de vuelo.

– Siga con lo suyo, chistoso.

– De verdad, ¿en la etiqueta pone usar en abundancia?

– Es un auténtico comediante, Bolitar. Hay tantos graciosos como usted en la trena que es una pena que no televisen Sing Sing.

– Creía que ya habían registrado el lugar.

– Lo hicimos. Ahora hemos vuelto para buscar los libros de contabilidad.

Myron señaló a Piojo.

– ¿No puede hacerlo él solo?

– ¿Qué?

– Nunca conseguiré quitar el olor de aquí.

Winter sacó un par de guantes de látex; eran para no estropear cualquier posible huella digital. Se los colocó con mucha alharaca, incluso movió los dedos, y sonrió.

Myron le guiñó un ojo.

– ¿Quiere que me agache y me sujete los tobillos?

– No.

– Joder, con lo que necesito una cita.

¿Quiere chinchar a un poli? Utilice el humor gay. Myron aún no había conocido a ningún poli que no fuese completamente homofóbico.

– Le vamos a hacer pedazos este lugar, gracioso -dijo Winters.

– Lo dudo -replicó Myron.

– ¿Ah sí?

Myron se levantó, buscó en el archivador detrás de él.

– Eh, no puede tocar nada de aquí dentro.

Myron no le hizo caso, sacó una cámara de vídeo pequeña.

– Sólo para llevar un registro de lo que hacen, agente. En el actual clima de falsas acusaciones de corrupción policial, no queremos ningún malentendido. -Myron puso en marcha la cámara y enfocó al grandullón-. ¿Verdad?

– No -dijo el grandullón, con la mirada fija en la cámara-. No queremos ningún malentendido.

Myron mantuvo el ojo en el visor.

– La cámara capta su verdadera esencia, detective. Estoy seguro de que si vemos la filmación incluso podríamos oler su colonia.

Piojo ocultó una sonrisa.

– Por favor, quítese de nuestro camino, señor Bolitar -dijo Winters.

– Por supuesto. Cooperación es mi segundo nombre.

Comenzaron la búsqueda, que consistió básicamente en coger lodos los documentos a los que pudieron echar mano, meterlos en cajas y llevárselos. Las manos enguantadas lo tocaron todo, y Myron sintió como si le tocasen a él. Intentó parecer inocente -a saber qué significaba eso-, pero no podía evitar sentirse nervioso. La culpa es una cosa curiosa. Tenía muy claro que no había nada irregular en los expedientes, pero no obstante se sentía a la defensiva.

Myron le dio la cámara de vídeo a Big Cyndi y comenzó a llamar a los clientes que habían dejado MB. La mayoría no cogió el teléfono. Los pocos que lo hicieron intentaron desviar la conversación. Myron se mostró amable, convencido que pasarse de agresivo sería contraproducente. Sólo les dijo que estaba de regreso y que le gustaría mucho hablar con ellos lo antes posible. Un montón de ejem y ajás de aquellos que hablaron con él. Nada inesperado. Recuperar su confianza llevaría tiempo.

Los polis acabaron y se marcharon sin ni siquiera decir adiós. Vaya modales. Big Cyndi y Myron observaron cómo se cerraban las puertas del ascensor.

– Esto va a ser muy difícil -dijo Myron.

– ¿Qué?

– Trabajar sin los archivos.

Big Cyndi abrió el bolso y le mostró los discos.

– Está todo aquí.

– ¿Todo?

– Sí.

– Las cartas y la correspondencia, vale, pero necesito los contratos…

– Todo -repitió ella-. Compré un escáner y escaneé todos los documentos del despacho. Hay una copia de seguridad en una caja en el CitiBank. Actualizo los discos cada semana. Por si se produce un incendio o cualquier otra emergencia.

Esta vez, cuando sonrió, el encogimiento de Myron apenas si fue perceptible.

– Big Cyndi, eres una mujer sorprendente. Era difícil saberlo debajo de la máscara de lápices de cera fundida, pero casi le pareció que se sonrojaba.

Sonó el intercomunicador. Big Cyndi atendió el teléfono.

– ¿Sí? -Pausa. Luego su voz se hizo grave-. Sí, hágala subir.

Colgó.

– ¿Quién es?

– Bonnie Haid quiere verle.

Big Cyndi hizo entrar a la viuda Haid a su despacho. Myron estaba de pie detrás de la mesa, sin saber qué hacer. Esperó a que hiciese el primer movimiento, pero no lo hizo. Bonnie Haid se había dejado crecer el pelo, y, por un momento, se sintió de nuevo en Duke. Clu y Bonnie sentados en un sofá en el sótano de la casa de estudiantes, con otro barril de cerveza detrás de ellos, el brazo de Clu sobre el hombro de ella, vestida con una sudadera gris, las piernas recogidas debajo de las nalgas.

Tragó saliva y se movió hacia Bonnie. Ella dio un paso atrás y cerró los ojos. Levantó una mano para detenerle como si creyese que no podría soportar el dolor de su intimidad. Myron permaneció donde estaba.

– Lo siento -dijo Myron.

– Gracias.

Permanecieron así, dos bailarines que esperan a que comience la música.

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