Harlan Coben - El último detalle

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El plácido descanso caribeño de Myron Bolitar -ex baloncestista de élite retirado por una lesión- junto a una curvilínea presentadora de la CNN se ve bruscamente interrumpido por una mala noticia: Esperanza Díaz, socia de Myron en MB SportsReps, agencia deportiva con sede en Manhattan, ha sido detenida por asesinato. La acusan de haber acabado con la vida de Clu Haid, pitcher de los New York Yankees, hermano de fraternidad de Myron en la Universidad de Duke y cliente de la agencia en la actualidad; el muerto, una estrella del béisbol en declive, se había visto envuelto últimamente en un escándalo de consumo de heroína, lo que acabó definitivamente con su carrera. Bolitar interrumpe inmediatamente sus vacaciones, pero cuando llega a Nueva York se encuentra con que ni Esperanza ni su abogado quieren hablar con él. Sólo una cosa está clara: la mujer oculta algo, pero Myron no sabe si tiene que ver con su vida personal o con el trabajo. La investigación le conduce a hechos y lugares sórdidos, incluido un lamentable incidente de su propio pasado que preferiría olvidar, y, sin saber cómo, ha llegado a un callejón sin salida: todo le señala como único sospechoso.
En esta sexta entrega de la serie protagonizada por el agente deportivo, Myron Bolitar se enfrenta al caso más extraño y difícil de su vida. Un verdadero reto para el lector.

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– Pero el asesinato lo es generalmente. Al final alguien le disparó. Fue así como murió. No murió porque le ayudamos a salir de algunos excesos autodestructivos. Alguien lo asesinó. Y esa persona, no tú, yo o los que se preocupaban por él, tiene la culpa.

Ella lo pensó por un momento.

– Quizá tengas razón.

Pero no parecía convencida.

– ¿Sabes por qué Clu le pegó a Esperanza?

Bonnie negó con la cabeza.

– La policía también me lo preguntó. No sé. Quizás iba colocado.

– ¿Se ponía violento cuando estaba colocado?

– No. Pero suena como si hubiese estado muy presionado. Quizá sólo se sentía frustrado porque ella no podía decirle dónde estabas.

Otra oleada de culpa. Esperó que desapareciese.

– ¿A quién más podría haber acudido, Bonnie?

– ¿A qué te refieres?

– Dijiste que necesitaba ayuda. Yo no estaba. Tú no hablabas con él. ¿Entonces a quién podía acudir?

Ella se lo pensó.

– No estoy segura.

– ¿Algún amigo, compañero de equipo?

– No lo sé.

– ¿Qué tal Billy Lee Palms?

Ella se encogió de hombros como si dijese no lo sé.

Myron lanzó unas cuantas preguntas más, pero no consiguió irada importante. Al cabo de un rato, Bonnie consultó la hora.

– Tengo que volver con los chicos -dijo.

Él asintió, se levantó de la silla. Esta vez, ella no lo detuvo. Myron la abrazó y Bonnie le devolvió el abrazo, sujetándolo con fuerza.

– Hazme un favor -dijo Bonnie.

– Di.

– Salva a tu amiga. Comprendo por qué necesitas hacerlo. Y no quiero que vaya a la cárcel por algo que no hizo. Pero después déjalo estar.

Myron se apartó un poco.

– No te entiendo.

– Como dije antes, eres un tipo noble.

Pensó en la familia Slaughter y en cómo había acabado; algo dentro de él volvió a ser aplastado de nuevo.

– La universidad queda muy atrás ya -dijo Myron con voz suave.

– No has cambiado.

– Te sorprenderías.

– Todavía necesitas justicia, los finales limpios y hacer lo correcto.

Myron no dijo nada.

– Clu no te lo puede dar -señaló Bonnie-. No era un hombre noble.

– No merecía ser asesinado.

Bonnie apoyó una mano en su brazo.

– Salva a tu amiga, Myron. Luego deja marchar a Clu.

10

Myron subió en el ascensor los dos pisos hasta el centro neurálgico de Lock-Horne Security. Unos hombres blancos agotados -había también mujeres y minorías, más cada año, pero el número en el recuento total todavía era muy escaso- se movían de un lado a otro, partículas sometidas a un calor al punto de ebullición, los teléfonos grises sujetos a sus oídos como cordones umbilicales que proporcionaban el soporte vital. El nivel de ruido y el espacio abierto le recordaba a Myron los casinos de Las Vegas, aunque los tupés eran mejores. Las personas gritaban de entusiasmo o agonía. El dinero se ganaba y se perdía. Los dados rodaban, giraban las ruletas y se repartían las cartas. Los hombres miraban constantemente un tablero electrónico, con el asombro en sus rostros, observando los precios de las acciones como los jugadores esperan que se detenga la ruleta en un número o los viejos israelitas miraban a Moisés y sus nuevas tablas de la ley.

Éstas eran las trincheras de las finanzas, los soldados armados apiñados, todos intentando sobrevivir en un mundo donde ganar menos de seis cifras significaba cobardía y probablemente la muerte. Los terminales informáticos parpadeaban a través de un diluvio de notas amarillas. Los guerreros bebían café y enterraban las fotos de familias enmarcadas debajo de un volcánico estallido de análisis de precios, declaraciones financieras y revisiones corporativas. Todos vestían camisas blancas y corbatas con nudo Windsor, con las americanas bien colgadas en los respaldos de las sillas, como si las sillas tuviesen un poco de frío o estuviesen preparándose para comer en Le Cirque.

Win no se sentaba aquí, por supuesto. Los generales de esta guerra -los gurús, los grandes productores, los pesos pesados, como quieras llamarlos- estaban acampados en el perímetro, sus oficinas junto a las ventanas, apartando a los soldados de a pie de cualquier rastro del cielo azul, aire fresco o cualquier elemento endémico a los seres humanos.

Myron subió por una pendiente alfombrada hacia un despacho en una esquina. Win por lo general estaba solo en su despacho. Hoy no. Myron asomó la cabeza, y un puñado de tipos trajeados se volvieron hacia él. Muchísimos trajes. Myron no podía decir cuántos. Quizá seis u ocho. Había una masa confusa de grises y azules con corbatas y pañuelos de rayas rojas, como la estela de una reconstrucción de la guerra civil. Los más viejos, tipos distinguidos de cabellos blancos con la manicura hecha y gemelos en los puños de las camisas, estaban sentados en las sillas de cuero color burdeos más cercanas a la mesa de Win y asentían mucho. Los jóvenes, apretujados en los sofás contra la pared, las cabezas gachas, tomaban notas como si Win estuviese divulgando el secreto de la vida eterna. De vez en cuando, los hombres jóvenes miraban a los viejos, atisbaban su glorioso futuro, que consistiría básicamente en una silla más cómoda y menos notas.

Las libretas eran el rasgo que los identificaba. Eran los abogados. Los viejos probablemente cobraban más de cuatrocientos dólares la hora, los jóvenes, doscientos cincuenta. Myron no se preocupó con la aritmética, sobre todo porque le llevaría demasiado esfuerzo contar cuántos trajes había en la habitación. No importaba. Lock-Horne se lo podía permitir. La redistribución de la riqueza -o sea, mover el dinero sin crear, producir o hacer algo nuevo- producía una ganancia increíble.

Myron Bolitar. El agente deportivo marxista.

Win dio una palmada y todos fueron despachados. Se levantaron lo más lentamente posible -los abogados cobraban por minuto, algo así como las líneas eróticas menos la prima garantizada- y salieron por la puerta del despacho. Los viejos salieron primero, los jóvenes les siguieron como esposas japonesas.

Myron entró.

– ¿Qué está pasando?

Win le hizo un gesto a Myron para que se sentase. Luego se echó hacia atrás e hizo aquello de la capillita con las manos.

– Esta situación -dijo- me tiene preocupado.

– ¿Te refieres al dinero que retiró Clu?

– Sí, en parte -respondió Win. Movió las puntas de los dedos antes de apoyar los índices en el labio inferior-. Me siento muy desgraciado cuando escucho la palabra «citación» y «Lock-Horne» en la misma frase.

– ¿Y qué? No tienes nada que ocultar.

Win esbozó una sonrisa.

– ¿Qué quieres decir?

– Deja que miren tus libros. Eres muchas cosas, Win. La honestidad es la primera de ellas.

Win sacudió la cabeza.

– Eres tan ingenuo.

– ¿Qué?

– Mi familia dirige una firma financiera.

– ¿Y?

– Pues que la más mínima insinuación puede destruir dicha firma.

– Creo que estás exagerando -dijo Myron.

Win enarcó una ceja, se llevó una mano al oído.

– ¿Perdón?

– Venga, Win. Siempre hay algún escándalo u otro en Wall Street. La gente ya casi ni se fija.

– Ésos son escándalos de información confidencial.

– ¿Y?

Win hizo una pausa, lo miró.

– ¿Estas siendo obtuso a posta?

– No.

– La información confidencial es algo del todo diferente.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿De verdad necesitas que te lo explique?

– Supongo que sí.

– Muy bien. Vamos a lo básico; la información confidencial es estafar o robar. A mis clientes no les importa si robo o estafo, siempre y cuando sea en su beneficio. De hecho, si cualquier acto ilegal aumentase sus carteras, la mayoría de los clientes sin duda lo apoyaría. Pero si su consejero financiero está jugando con sus cuentas personales, o algo también terrible, si su institución bancaria está involucrada en algo que le daría al gobierno el derecho de requisar sus archivos, los clientes se pondrían nerviosos.

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