– ¿Quién dice que no han tenido noticias de ella?
Bradford enarcó una ceja.
– ¿Me está diciendo que las han tenido?
Myron se encogió de hombros. Aquí tenía que ser muy cauteloso. Si Anita Slaughter de verdad se estaba escondiendo de este tipo y si Bradford de verdad creía que estaba muerta, ¿cómo reaccionaría a las pruebas de que aún estaba viva? ¿No sería lógico que intentase buscarla y silenciarla? Un pensamiento interesante. Pero al mismo tiempo, si Bradford le había estado pagando en secreto, como Myron antes había supuesto, sabía que estaba con vida. Como mínimo sabía que ella se había escapado, en lugar de haberse encontrado con un final trágico.
¿Entonces qué estaba pasando?
– Creo que ya he dicho suficiente -manifestó Myron.
Bradford se bebió de un trago el resto de la limonada. Revolvió el contenido de la jarra y se sirvió otro vaso. Hizo un gesto hacia la copa del visitante. Myron negó con otro gesto. Los dos hombres se acomodaron.
– Me gustaría contratarlo -dijo Bradford.
Myron intentó sonreír.
– ¿En calidad de qué?
– Como consejero. Quizá seguridad. Quiero contratarlo para que me mantenga informado de su investigación. Demonios, tengo suficientes imbéciles en nómina para ocuparse del control de daños. ¿Quién mejor que un hombre en el ajo? Usted sería capaz de prepararme para un posible escándalo. ¿Qué me dice?
– Creo que paso.
– No se dé tanta prisa -pidió Bradford-. Tendrá mi cooperación y también la de mi personal.
– Correcto. Y si algo malo sale a la luz, usted lo tapará.
– No niego que estaré interesado en asegurarme de que los hechos se muestren con la luz correcta.
– O en la sombra.
El candidato sonrió.
– No está manteniendo la mirada en el premio, Myron. Su clienta no está interesada en mí o en mi carrera política. Está interesada en encontrar a su madre. Me gustaría ayudar.
– Claro que sí. Después de todo, ayudar a la gente es lo que le llevó a la política.
Bradford sacudió la cabeza.
– Le estoy haciendo una oferta seria, y usted escoge el sarcasmo.
– No es eso. -Era hora de cambiar de nuevo el discurso. Myron escogió las palabras con cuidado-. Incluso si quisiera, no puedo.
– ¿Por qué no?
– Antes le mencioné una segunda condición.
Bradford se llevó un dedo a los labios.
– Así es.
– Ya trabajo para Brenda Slaughter. Ella debe continuar siendo mi interés principal en este asunto.
Bradford se llevó una mano detrás del cuello. Relajado.
– Sí, por supuesto.
– Usted leyó los periódicos. La policía cree que lo hizo.
– Bien, debe admitir que es una buena sospechosa -señaló Bradford.
– Quizás. Pero si la arrestan, tendré que actuar en su mejor interés. -Lo miró a la cara-. Eso significa que tendré que dar cualquier información que lleve a la policía a buscar a otros presuntos sospechosos.
Bradford sonrió. Vio adónde quería ir a parar.
– Incluido yo.
Myron levantó las palmas de las manos y se encogió de hombros.
– ¿Qué otra elección tendría? Mi cliente es lo primero. -Un leve titubeo-. Pero por supuesto nada de esto ocurrirá si Brenda Slaughter continúa en libertad.
Todavía la sonrisa.
– Ah -dijo Bradford.
Myron permaneció inmóvil.
Bradford se levantó y alzó las manos en una posición de alto.
– No diga nada más.
Myron no lo hizo.
– Ese punto se resolverá. -Bradford consultó su reloj-. Ahora debo vestirme. Hay que atender la campaña.
Ambos se levantaron. Bradford tendió la mano. Myron se la estrechó. Bradford no lo había dicho todo, pero Myron tampoco esperaba que lo hiciese. Ambos habían aprendido algo. Myron no tenía claro quién había salido más beneficiado del trato. Pero la primera regla de cualquier negociación es no ser un cerdo codicioso. Si sólo continúas recibiendo, a la larga te sale el tiro por la culata.
Pero aún así, siguió preguntándoselo.
– Adiós -dijo Bradford, todavía estrechándole la mano-. Espero y deseo que me mantenga informado de sus progresos.
Los dos hombres se soltaron. Miró a Bradford. No quería hacerlo, pero no pudo evitar preguntarle.
– ¿Conoce a mi padre?
Bradford inclinó la cabeza y sonrió.
– ¿Él se lo dijo?
– No. Su amigo Sam lo mencionó. -Sam lleva trabajando para mí desde hace mucho. -No le he preguntado por Sam. Le he preguntado por mi padre. Mattius abrió la puerta. Bradford la señaló con un gesto. -¿Por qué no se lo pregunta a su padre, Myron? Quizás le ayude a aclarar la situación.
Mientras Mattius, el mayordomo, llevaba a Myron de nuevo por el largo pasillo, las dos mismas palabras continuaban dando vueltas por el cráneo de Myron:
¿ Mi padre?
Myron buscó un recuerdo, una mención casual del nombre Bradford en casa, una charla política referente al ciudadano más importante de Livingston. No recordó nada.
¿Entonces cómo era que Bradford conocía a su padre?
Mario el Gigante y Sam el Flacucho estaban en el vestíbulo. Mario iba de un lado a otro como si el propio suelo le hubiese cabreado. Sus brazos y manos gesticulaban con la sutileza de una película de Jerry Lewis. De haber sido un personaje de dibujos animados, el humo hubiese salido por sus orejas a toda pastilla.
Sam el Flacucho fumaba un Marlboro, apoyado en la balaustrada como Sinatra esperando a Dino. Sam tenía esa calma. Como Win. Myron podía participar en la violencia, y era bueno, pero estaban los picos de adrenalina y el temblor en las piernas y los sudores fríos posteriores al combate, cuando lo hacía. Era normal, por supuesto. Sólo unos pocos tenían la capacidad de desconectar, de permanecer calmados, observar los estallidos a cámara lenta.
Mario el Gigante se adelantó hacia Myron. Apretaba los puños contra los costados. Tenía el rostro contorsionado como si lo hubiesen aplastado contra una puerta de cristal.
– Estás muerto, gilipollas. ¿Me oyes? Muerto. Muerto y enterrado. Te llevaré afuera y…
Myron levantó de nuevo la rodilla. Y de nuevo encontró el objetivo. Mario el Gigante Imbécil cayó en el frío mármol y se movió como un pescado moribundo.
– El consejo amistoso del día -dijo Myron-: Un suspensorio de copa para protegerse sería una buena inversión, aunque no como receptáculo para beber.
Myron miró a Sam. Flacucho continuaba apoyado en la balaustrada. Le dio otra calada a su cigarrillo y dejó que el humo saliese por los orificios de la nariz.
– Un tipo nuevo -dijo Sam a modo de explicación.
Myron asintió.
– Algunas veces sólo quieres asustar a las personas estúpidas -añadió Sam-. Las personas estúpidas se asustan de los grandes músculos. -Otra calada-. Pero no deje que su incompetencia le haga sentirse chulo.
Myron miró abajo. Iba a responder con una gracia, pero se contuvo y sacudió la cabeza. Chulo, un rodillazo en los cojones.
Demasiado fácil.
Win esperaba junto al coche de Myron. Estaba un tanto inclinado por la cintura, y practicaba su swing de golf. No tenía palo ni pelota, por supuesto. ¿Recuerdas cuando tocabas música de rock a toda pastilla con una guitarra imaginaria dando saltos en la cama? Los golfistas hacen lo mismo. Oyen unos ruidos internos de la naturaleza, se colocan en una salida imaginaria, y mueven palos imaginarios. Por lo general, maderas imaginarias. Algunas veces, cuando quieren más control, sacan hierros imaginarios de sus bolsas imaginarias. Como los adolescentes con las guitarras imaginarias, a los golfistas les gusta mirarse en los espejos. Win, por ejemplo, a menudo contempla su reflejo en los escaparates. Se detiene en la acera, se asegura de que el grip es correcto, controla el backswing, practica el juego de muñecas, lo que sea.
Читать дальше