Harlan Coben - Tiempo muerto

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Hubo un tiempo en el que el futuro de Myron Bolitar parecía predestinado a ser una gran estrella de la NBA. Una maldita lesión en la rodilla en el primer partido de la pretemporada le impidió llegar a jugar con los Boston Celtics y le obligó a abandonar el baloncesto profesional. “El hombre planea y Díos se ríe”, según Bolitar. Convertido, casi diez años después, en un temido agente deportivo e investigador privado volverá por fin a las canchas. Calvin Johnson, el nuevo general manager de los New Jersey Dragons lo contratará. No lo quiere para el equipo, sino para que busque a su gran estrella, Greg Downing, desaparecido misteriosamente, un jugador con el que Bolitar compitió sobre las canchas y por el amor de una mujer. Bolitar se verá no sólo ante un caso de muerte, chantaje y enemigos fuera de control, sino que se tendrá que enfrentar a un pasado que nunca creyó que volvería a revivir.

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– Claro, claro -repuso Win-. Mil perdones por mi falta de ética. Es mucho más inteligente arriesgar tu vida que hacer pasar un mal momento a un matón de pacotilla.

Win tenía un modo de explicar las cosas que conseguía dotarlas de un sentido aterrador. Myron tuvo que recordarse que la lógica era, con frecuencia, mucho más terrorífica que la falta de lógica, sobre todo en lo referente a Win.

– No son más que mercenarios -dijo Myron-. No sabrán nada.

– Bien dicho -admitió Win tras un breve silencio-, pero supón que se limitan a disparar contra ti.

– Eso sería absurdo. El motivo de su interés por mí es que creen que sé dónde está Greg.

– Y los muertos no hablan -señaló Win.

– Exacto. Quieren que hable, de modo que sígueme. Si me llevan a un lugar bien custodiado…

– Me abriré paso -terminó Win.

Myron no lo dudó. Aferró con fuerza el volante. Su corazón se aceleró. Mediante un análisis razonado, era fácil desechar la posibilidad de que le dispararan. Otra cosa era aparcar el coche en una calle donde sabías que te esperaban unos hombres con malas intenciones. Win vigilaría la furgoneta. Y Myron también. Si asomaba un arma antes que una persona, la situación estaría controlada.

Salió de la autopista. En teoría, las calles de Manhattan eran agradables, incluso bien trazadas. Corrían de norte a sur y de este a oeste. Estaban numeradas. Eran rectas. Pero el trazado de Greenwich Village y el Soho parecía diseñado por Dalí. La numeración desaparecía excepto cuando las calles torcían y giraban entre otras con nombres de personajes o acontecimientos históricos. Cualquier asomo de uniformidad o sistematización brillaba por su ausencia.

Por suerte, Spring Street estaba en línea recta. Un ciclista pasó junto a Myron, pero no se veía a nadie más. La furgoneta blanca estaba aparcada donde se suponía que debía estar. Sin marcas, como Jessica había dicho. Los cristales de las ventanillas eran de espejo para que no se pudiera ver el interior. Myron no detectó la presencia del coche de Win, pero era de esperar. Avanzó con lentitud por la calle. En el instante preciso en que rebasaba la furgoneta el motor de ésta se encendió. Myron aparcó en un sitio vacío al final de la manzana. La furgoneta se puso en movimiento.

El espectáculo estaba a punto de empezar.

Myron se enderezó, apagó el motor y se guardó las llaves en el bolsillo. La furgoneta avanzó unos centímetros. Myron sacó el revólver y lo ocultó bajo el asiento. Ahora no le serviría de nada. Si lo cogían, lo registrarían. Si empezaban a disparar, devolver los disparos sería una pérdida de tiempo. Win se encargaría de repeler la amenaza. O no.

Extendió la mano hacia la manecilla de la puerta. Estaba aterrorizado, pero no se detuvo. Se apeó. Las farolas del Soho apenas iluminaban la calle a oscuras. Las luces que procedían de las ventanas cercanas proporcionaban poco más que un resplandor espectral. Había bolsas de basura tiradas en la calle. En su mayor parte estaban reventadas. El olor a comida podrida impregnaba la atmósfera. La furgoneta se acercó lentamente. Un hombre salió de un portal y caminó hacia él sin vacilar. Llevaba un jersey negro de cuello vuelto y un abrigo también negro. Apuntó con una pistola a Myron. La furgoneta se detuvo y la puerta lateral se abrió.

– Entra, cabrón -masculló el hombre de la pistola.

– ¿Está hablando conmigo? -preguntó Myron.

– Venga. Mueve tu jodido culo.

– ¿Te has disfrazado de Drácula?

El hombre de la pistola se acercó un poco más.

– ¡He dicho que entres!

– No hay por qué enfadarse -dijo Myron, y caminó hacia la furgoneta-. Sí, el negro te sienta muy bien.

Cuando Myron se ponía nervioso, no paraba de decir tonterías. Sabía que era autodestructivo. Win se lo había indicado en diversas ocasiones. Sin embargo, Myron no podía evitarlo. ¿Era lo que llamaban verborrea?

– Muévete -insistió el hombre.

Myron subió a la furgoneta. El de la pistola hizo lo mismo. Había dos hombres en la parte posterior del vehículo, además del que conducía. Todos iban vestidos de negro, excepto el tipo que parecía el jefe. Llevaba un traje a rayas azul. Un alfiler de oro sujetaba su corbata amarilla de nudo Windsor. Muy chic. Tenía el pelo largo y rubio, y exhibía uno de esos bronceados demasiado perfectos para ser obra del sol. Parecía más un surfero cincuentón que un matón profesional.

Habían modificado el diseño interior de la furgoneta, pero con muy mal gusto. Todos los asientos, excepto el del conductor, estaban arrancados. Había un sofá de piel apoyado contra uno de los laterales; allí estaba sentado el hombre del traje a rayas, solo. Una alfombra peluda de color verde lima, que incluso Elvis habría considerado demasiado hortera, se extendía a lo largo del suelo del vehículo y trepaba por las paredes.

El hombre del traje a rayas sonrió. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo y se mostraba muy tranquilo. La furgoneta se puso en marcha.

El pistolero cacheó a Myron.

– Siéntate, cabrón -le ordenó.

Myron se sentó en el suelo alfombrado.

– Verde lima -dijo-. Muy bonito.

– Es barato -le explicó el del traje a rayas-. Así no hace falta que nos preocupemos por las manchas de sangre.

– Siempre hay que pensar en economizar -observó Myron con frialdad, aunque tenía la garganta muy seca-. Es una medida muy inteligente.

El del traje a rayas no se molestó en contestar. Dirigió una mirada al hombre de la pistola, que carraspeó.

– Éste es el señor Q -le dijo el pistolero a Myron, al tiempo que señalaba al del traje a rayas. Volvió a carraspear y añadió en tono solemne-: Todo el mundo lo llama así porque le gusta quebrar huesos.

– Vaya, eso debe de enloquecer a las mujeres -repuso Myron.

El señor Q sonrió y enseñó una dentadura tan blanca como cualquiera de las que aparecen en los anuncios de dentífrico.

– Sujétale la pierna -indicó.

El hombre acercó el cañón de la pistola a la sien de Myron, ejerciendo la suficiente presión para dejar una marca. Cruzó el otro brazo alrededor del cuello, de manera que la parte interna del codo le presionaba la tráquea. Bajó la cabeza y susurró:

– Ni se te ocurra moverte, cabrón.

Mientras el que lo inmovilizaba lo obligaba a estirarse en el suelo, el otro hombre se puso a horcajadas sobre el pecho de Myron y le sujetó la pierna. A Myron le costaba respirar. El pánico se apoderó de él, pero aun así permaneció inmóvil. En situaciones como ésa, cualquier movimiento podría ser muy peligroso. Tendría que seguir el juego, a ver qué pasaba.

El señor Q se levantó con parsimonia del sofá. Sus ojos no se apartaron ni un momento de la rodilla mala de Myron. Esbozó una sonrisa y, en el mismo tono que un cirujano emplearía ante un estudiante, explicó:

– Voy a apoyar una mano sobre el fémur y la otra sobre la tibia. Después, mis pulgares descansarán sobre la rótula. Cuando mis pulgares ejerzan presión, simplemente te la partiré. -Miró a los ojos de Myron-. De ese modo destrozaré el retináculo medial y otros ligamentos. Los tendones también se verán afectados. Temo que el dolor será espantoso, insoportable, incluso.

Myron ni siquiera intentó una ocurrencia.

– Eh, espere un momento -dijo a toda prisa-. No hay motivos para recurrir a la violencia.

El señor Q sonrió y se encogió de hombros.

– ¿Por qué tiene que existir un motivo?

Myron abrió desmesuradamente los ojos. El miedo atenazó su estómago.

– Espere -balbuceó-. Hablaré.

– Lo sé -repuso el señor Q-. Pero antes nos marearás un poco…

– Ni hablar.

– Haz el favor de no interrumpirme. Es una grosería. -La sonrisa había desaparecido de su rostro-. ¿Por dónde iba?

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