Harlan Coben - Tiempo muerto

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Hubo un tiempo en el que el futuro de Myron Bolitar parecía predestinado a ser una gran estrella de la NBA. Una maldita lesión en la rodilla en el primer partido de la pretemporada le impidió llegar a jugar con los Boston Celtics y le obligó a abandonar el baloncesto profesional. “El hombre planea y Díos se ríe”, según Bolitar. Convertido, casi diez años después, en un temido agente deportivo e investigador privado volverá por fin a las canchas. Calvin Johnson, el nuevo general manager de los New Jersey Dragons lo contratará. No lo quiere para el equipo, sino para que busque a su gran estrella, Greg Downing, desaparecido misteriosamente, un jugador con el que Bolitar compitió sobre las canchas y por el amor de una mujer. Bolitar se verá no sólo ante un caso de muerte, chantaje y enemigos fuera de control, sino que se tendrá que enfrentar a un pasado que nunca creyó que volvería a revivir.

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Los dos aguardaron a que Krinsky prosiguiera. Por fin, Dimonte gritó:

– ¿Qué has querido decir con eso de «uno de sus pasaportes»? ¿Cuántos tiene?

– Tres.

– Joder. Habla, Krinsky.

– Uno ha sido expedido a nombre de Sally Guerro. Otro, a nombre de Roberta Smith. El tercero, a nombre de Carla Whitney.

– Dámelos.

Dimonte examinó los pasaportes. Myron miró por encima de su hombro. Las fotografías eran de la misma mujer, aunque con distinto peinado y color de cabello (de ahí la peluca) y diferentes números de la Seguridad Social. A juzgar por la cantidad de sellos, la mujer había viajado mucho.

Dimonte soltó un silbido.

– Pasaportes falsos -susurró-. Y buenos. -Volvió más páginas-. Hay un par de viajes a Latinoamérica: Colombia y Bolivia. -Cerró el pasaporte-. Vaya, vaya, vaya. Creo que tenemos entre manos un bonito caso de tráfico de drogas.

Myron reflexionó. Tráfico de drogas. ¿Podía ser parte de la respuesta? Si Sally/Carla/Roberta era traficante, eso explicaba su relación con Greg Downing. Se trataba de su camello. Se habían citado el sábado para realizar la transacción. El trabajo de camarera era una tapadera. También explicaba por qué utilizaba un teléfono público y los sólidos cerrojos de la puerta, todo ello propio de los camellos. Tenía sentido. Claro que Greg Downing no tenía pinta de adicto, pero no sería la primera persona que no era lo que parecía.

– ¿Algo más? -preguntó Dimonte.

Krinsky asintió.

– Encontré un fajo de billetes en la mesita de noche.

– ¿Los has contado? -preguntó Dimonte, exasperado.

Krinsky asintió.

– ¿Cuánto?

– Algo más de diez mil dólares.

– Diez de los grandes en metálico, ¿eh? -Aquello pareció complacer a Dimonte-. Vamos a echarles un vistazo.

Krinsky se los entregó. Eran billetes nuevos, sujetos con gomas elásticas. Dimonte los examinó. Todos de cien. Los números de serie eran sucesivos. Myron intentó memorizar uno. Cuando Dimonte terminó, le devolvió el fajo a Krinsky y dijo:

– Sí, todo apunta a que se trata de un bonito caso de tráfico de drogas. -Hizo una pausa-. Sólo hay un problema.

– ¿Cuál? -preguntó Myron.

– Tú, Bolitar -respondió Dimonte, señalándolo-. Estás estropeando mi bonito caso. ¿Qué coño estás haciendo…? -Dimonte hizo chasquear los dedos-. Mierda… -Guardó silencio. Se dio una palmada en la cabeza, se le iluminaron los ojos y exclamó-: ¡Dios mío!

– ¿Se te ha ocurrido alguna idea, Rolly?

Dimonte no le hizo caso.

– ¡Peretti!

El forense lo miró.

– ¿Qué?

– Esas tetas de plástico. Myron comentó que eran enormes.

– Sí, ¿y qué?

– ¿Muy grandes?

– ¿Qué?

– Que si son muy grandes.

– ¿Te refieres a la talla?

– Sí.

– ¿Tengo pinta de fabricante de lencería? ¿Cómo demonios quieres que lo sepa?

– Pero son grandes, ¿verdad?

– Sí.

– Muy grandes.

– ¿No tienes ojos, o qué?

Myron presenció el diálogo en silencio. Intentaba seguir la lógica de Dimonte, lo cual podía resultar peligroso.

– ¿Dirías que son más grandes que pelotas de playa? -continuó Dimonte.

Peretti se encogió de hombros.

– Depende de la pelota.

– ¿Nunca jugaste con una pelota en la playa cuando eras pequeño?

– Sí, claro -le contestó Peretti-, pero no me acuerdo de su tamaño. Todo parece mucho más grande cuando eres niño. Hace un par de años volví a mi escuela elemental para ver a mi profesora de tercer grado. Aún trabajaba allí, aunque parezca mentira. Se llama señora Tansmore. Juro por Dios que el edificio me pareció una casa de muñecas. Cuando era pequeño, me parecía enorme. Era como…

– De acuerdo -lo interrumpió Dimonte-, lo plantearé de una forma más sencilla: ¿podrían utilizarse para ocultar droga?

Silencio. Todo el mundo se quedó de piedra. Myron no sabía con seguridad si acababa de oír la estupidez más desmesurada o la idea más brillante de toda su vida. Se volvió hacia Peretti, que había quedado boquiabierto.

– ¿Y bien, Peretti? ¿Podría ser?

– ¿Podría ser qué?

– ¿Podría ocultar droga en las tetas? ¿Burlar las aduanas de ese modo?

Peretti miró a Myron, que se encogió de hombros. Peretti se volvió hacia Dimonte.

– No lo sé -balbuceó.

– ¿Cómo puedes averiguarlo?

– Tendría que examinarlas.

– Pues entonces, ¿a qué demonios esperas? Hazlo.

Peretti obedeció. Dimonte miró a Myron y sonrió, orgulloso de sus deducciones. Myron guardó silencio.

– No. Imposible -dijo Peretti al cabo de un rato.

El anunció no alegró a Dimonte.

– ¿Por qué no?

– No se ven cicatrices -explicó Peretti-. Si ocultara droga en ellas, tendrían que abrirle la piel y volver a coserla. Y repetir la operación al llegar a su destino. No hay señales.

– ¿Estás seguro?

– Del todo.

– Mierda -masculló Dimonte. Cogió a Myron y se lo llevó a un rincón-. Cuéntamelo todo, Bolitar. Ahora mismo.

Myron había repasado las posibilidades, pero no le quedaba alternativa. Tenía que hablar. No podía seguir ocultando la desaparición de Greg Downing. Sólo le restaba confiar en que no se filtrara a los medios. De pronto, recordó que Norman Lowenstein estaba esperándolo fuera.

– Aguarda un momento -dijo.

– ¿Qué? ¿Adónde coño vas?

– Vuelvo enseguida. Espérame aquí.

– Y una mierda.

Dimonte le siguió escaleras abajo hasta salir a la calle. Norman no estaba. Myron miró a un lado y a otro. Ni rastro de Norman. No le sorprendió. Norman sin duda había huido al ver a los polis. Culpables o no, los sin techo aprenden enseguida a volatilizarse cuando aparece la autoridad.

– ¿Qué pasa? -preguntó Dimonte.

– Nada.

– Pues empieza a soltar todo lo que sabes.

Myron le contó casi todo. Dimonte, a quien el palillo estuvo a punto de salírsele disparado de la boca varias veces, no se molestó en hacer preguntas, aunque no paraba de exclamar «¡Me cago en la puta!» y «¡Joder!» cada vez que Myron hacía una pausa. Cuando éste hubo terminado, el policía se sentó en uno de los escalones de la entrada. Por unos segundos pareció abstraído.

– Increíble -musitó al cabo.

Myron asintió.

– ¿Me estás diciendo que nadie sabe dónde está Greg?

– Al menos no lo dicen.

– ¿Ha desaparecido, así, sin más?

– Eso parece.

– ¿Y hay sangre en su sótano?

– Sí.

Dimonte sacudió la cabeza. Se llevó una mano a la bota derecha. Myron ya había reparado en aquel gesto otras veces. Le gustaba acariciar la bota, sencillamente. Tal vez encontraba consolador el tacto de la piel de serpiente. Reminiscencias del útero.

– Supón que Downing la mató y huyó -dijo Dimonte.

– Eso es mucho suponer.

– Sí, pero encaja.

– ¿Cómo?

– Según lo que has dicho, el sábado por la noche vieron a Downing con la víctima. ¿Qué te apuestas a que Peretti descubrirá que la muerte se produjo más o menos a esa hora?

– Eso no significa que Downing la matara.

Dimonte siguió acariciando la bota. Un hombre pasó patinando, seguido de su perro, que intentaba, sin aliento, no quedar rezagado. «A alguien debería ocurrírsele fabricar patines para perros», pensó Myron.

– El sábado por la noche -dijo el policía-, Greg Downing y la víctima se encuentran en un restaurante del centro. Se van alrededor de las once. Poco después, descubrimos que ella ha muerto y él ha desaparecido. Todo apunta a que Downing la asesinó y huyó.

– Apunta a docenas de cosas.

– ¿Por ejemplo?

– Que Greg fue testigo del asesinato, se asustó y huyó. Tal vez presenció el asesinato y lo raptaron. Tal vez lo asesinaron los mismos que mataron a la mujer.

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