Harlan Coben - Golpe de efecto

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Valerie Simpson, joven estrella del tenis norteamericano, quiere a Myron Bolitar como su agente. Va a reaparecer y está dispuesta a olvidar su pasado. Bolitar ya se ha hecho un nombre en el tenis profesional representando a Duane Richwood, futuro número 1 del circuito masculino y que está a punto de granar el USA Open. Pero alguien no está dispuesto a ver resugir a Valerie Simpson. ¿Por qué matarla ahora, durante el USA Open? No hay más pistas que su última llamada telefónica. A Duane Richwood. Bolitar desconocía que ambos fueran amigos y comenzará a buscar el punto exacto en el que se conocieron. ¿Quién es realmente Richwood? ¿Por qué miente? Pero la Policía cierra el caso deteniendo a un falso culpable. Hace seis años el novio de Valerie, el hijo de un conocido senador, fue también asesinado por un delincuente callejero. Y ahora el senador quiere que Bolitar deje de investigar. La verdad es a veces mortal. Venganzas, odios y duelos protagonizan la segunda novela del fascinante y complejo Myron Bolitar.

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– Estaban jugando al tenis.

46

Myron fue corriendo hasta su coche.

Duane ganaba por dos sets a uno e iba 4-2 en el cuarto. Dos juegos más y ganaría el US Open, pero aquello era algo que a Myron ya no le parecía nada excepcional. Ahora Myron ya sabía lo que había pasado. Sabía lo que les había pasado a Alexander Cross, a Curtis Yeller, a Errol Swade, a Valerie Simpson y tal vez incluso también a Pavel Menansi.

Descolgó el teléfono del coche y empezó a hacer llamadas. La segunda que hizo fue a casa de Esperanza y le contestó ella misma.

– Estoy con Lucy -dijo.

Esperanza llevaba dos meses saliendo con ella. Parecían ir en serio. Claro que unos meses antes también iba en serio con un tal Max. Primero con Max y ahora con Lucy. Una detrás del otro.

– ¿Tienes la agenda de citas? -le preguntó Myron.

– Hay copia en mi ordenador.

– El último día que Valerie estuvo en el despacho, ¿con quién hablé antes que con ella?

– Espera un segundo -Esperanza tecleó en el ordenador y luego dijo-: con Duane.

– Gracias. -Era justo lo que pensaba.

– ¿No estás en el partido?

– No.

– ¿Dónde estás?

– En el coche.

– ¿Estás con Win?

– No.

– ¿Y la bruja?

– Estoy solo.

– Pues pasa por aquí a recogerme. Lucy se va a ir ya de todas formas.

– No.

Myron colgó el teléfono y encendió la radio. Duane iba ganando ya por 5-2. Sólo le quedaba un juego. Marcó el número de la residencia de la forense Amanda West y después llamó a Jimmy Blaine. Todo encajaba a la perfección. Sintió un escalofrío por la espalda.

Cuando llamó a Lucinda Elright, le temblaba la mano. La vieja profesora cogió el teléfono tras el primer timbrazo.

– ¿Podría hablar con usted hoy mismo? -le preguntó Myron.

– Sí, por supuesto.

– Estaré allí en un par de horas.

– No me moveré de aquí -dijo Lucinda. No le hizo ninguna pregunta ni le pidió ninguna explicación. Sólo dijo-: Adiós.

Duane ganó el último set por 6-2. Acababa de llegar a la final del Open de Estados Unidos, pero el pospartido duró poco por varias razones. En primer lugar, la final femenina iba a jugarse justo después de la impresionante victoria de Duane. Y en segundo lugar, el vistoso campeón había salido corriendo a los vestuarios sin conceder ninguna entrevista. Los locutores estaban sorprendidos.

Myron, en cambio, no.

Llegó al apartamento de Lucinda Elright antes de dos horas y se quedó allí menos de cinco minutos, pero con aquella visita Myron terminó de confirmar lo que necesitaba saber. Ya no le quedaba ninguna duda. Cogió el libro y volvió al coche. Media hora más tarde aparcó en la entrada de la casa. Esta vez, le abrieron la puerta sin una sonrisa. Pero eso tampoco le sorprendió.

– Ya sé lo que le ocurrió a Errol Swade -dijo Myron-. Está muerto.

Deanna Yeller pestañeó y dijo:

– Ya se lo dije la primera vez que vino.

– Sí -dijo Myron-, pero lo que no me dijo es que fue usted quien lo mató.

47

Myron no esperó a que lo invitara a entrar, se abrió paso al interior de la casa. El ambiente impersonal de aquel hogar volvió a sobrecogerle. No había ni un cuadro. No había ni un recuerdo. Sin embargo, ahora entendía por qué. La televisión estaba encendida y en ella se veía el partido de tenis. No tenía nada de raro. Las mujeres iban por la mitad del primer set.

Deanna Yeller lo siguió.

– Debe de ser una tortura para usted -dijo Myron.

– ¿Qué?

– Ver a Duane por televisión en vez de verlo en persona.

– No fue más que una aventura -dijo con voz monótona-. No significó nada.

– ¿Fue sólo una noche loca?

– Algo así.

– Yo no lo creo -dijo Myron-. Duane Richwood es su hijo.

– ¿De qué está hablando? Yo sólo tuve un hijo.

– Eso es cierto.

– Y está muerto. Lo mataron, ¿se acuerda?

– Eso no es cierto. Mataron a Errol Swade, no a Curtis.

– No sé de qué me está hablando -dijo ella en tono no muy convincente.

Parecía cansada, como si estuviera cumpliendo una serie de formalidades; o se habría dado cuenta de que Myron ya no iba a tragarse más mentiras.

– Ya lo sé todo -dijo Myron mostrándole el libro que tenía en la mano-. ¿Sabe lo que es esto?

Ella miró el libro con cara inexpresiva.

– Es el boletín del instituto de Curtis. Me lo acaba de dejar Lucinda Elright.

Deanna Yeller parecía tan frágil que la más leve brisa hubiese bastado para arrojarla de bruces contra la pared. Myron abrió el boletín y dijo:

– Duane se operó la nariz. Quizá también otras cosas, no lo sé seguro. Tiene el pelo diferente. Ahora se ha hecho más musculoso, pero claro, es que ya no es un chaval de dieciséis años. Y además siempre lleva gafas de sol en público. Siempre. ¿Pero quién iba a reconocerlo? ¿Quién iba a imaginarse siquiera que Duane Richwood es un sospechoso del crimen que murió hace seis años?

Deanna se apoyó contra una mesa y se sentó. Señaló débilmente una silla que había al otro lado y Myron se sentó allí.

– Curtis era un gran deportista -prosiguió Myron pasando las páginas-. No era más que un estudiante de segundo curso en el instituto, y sin embargo ya había empezado a jugar al fútbol y al baloncesto en equipos universitarios. El instituto no tenía pista de tenis, pero Lucinda me dijo que eso no lo desanimó. Jugaba siempre que podía. Le encantaba ese juego.

Deanna Yeller se quedó callada.

– Mire, desde el principio no me acababa de creer la posibilidad de que hubiesen ido allí a robar -dijo Myron-. Usted llamó ladrón a su hijo muy rápidamente, Deanna, pero los hechos no apoyaban esa versión. Era un buen chico. No tenía antecedentes. Y era listo. Allí no había nada que robar. Después se me ocurrió que podría haberse tratado de una venta de drogas que hubiera salido mal. Eso tenía más sentido. Alexander Cross consumía drogas. Errol Swade las vendía. Pero tampoco eso explicaba la razón de que su hijo estuviera allí. Durante un tiempo incluso pensé que Curtis y Errol no habían ido nunca a ese club, que no eran más que cabezas de turco. Pero un testigo bastante fiable me ha jurado que aquella noche oyó a alguien golpear pelotas de tenis. Y también vio a Curtis y a Errol con una raqueta cada uno. ¿Por qué? Si pretendían robar en el club podrían haberse llevado todas las raquetas que hubiesen querido. Y si quieres vender drogas, no llevas ninguna raqueta. Al final lo vi claro: habían ido allí a jugar al tenis. Saltaron la valla no para robar en el club, sino porque Curtis quería jugar al tenis.

Deanna levantó la cabeza. Tenía los ojos hundidos y se movía poco y muy lentamente.

– Era una pista de césped -dijo Deanna-. Aquella semana habíamos visto Wimblendon por la tele. Lo único que quería era jugar en una pista de césped, nada más.

– Pero, por desgracia, Alexander Cross y sus colegas estaban fuera colocándose -continuó Myron- y los oyeron. Lo que pasó luego no está del todo claro, pero creo que podemos fiarnos de lo que me dijo el senador Cross. Alexander, colocado hasta las cejas, inició una pelea. Tal vez no le gustara que un par de chicos negros utilizaran su pista. Tal vez de verdad pensara que habían entrado a robar en el club. Eso no importa. Lo que importa es que Errol Swade sacó una navaja y lo mató. Pudo haber sido en defensa propia, pero lo dudo mucho.

– Lo único que hizo fue reaccionar -dijo Deanna-. Aquel idiota vio a un grupo de chicos blancos y se lanzó a por ellos. No sabía hacer otra cosa.

Myron asintió con la cabeza y siguió hablando:

– Después de eso todos salieron corriendo, pero Valerie Simpson tiró a Curtis al suelo. Los dos lucharon y Valerie vio a Curtis perfectamente. Se le grabó su cara. Cuando uno lucha contra quien cree que ha matado a su prometido no se olvida fácilmente de su cara. Cuando se zafaron de ella, Errol y Curtis saltaron la valla y echaron a correr calle abajo. En el aparcamiento encontraron un coche. A Errol ya lo habían arrestado varias veces por robar coches, así que no le supuso ningún problema entrar en uno y hacerle un puente. Eso fue lo primero que me puso en el camino correcto para llegar a descubrir la verdad. Hablé con Jimmy Blaine, el agente de policía que supuestamente le disparó a su hijo. Jimmy me dijo que disparó contra el conductor del coche, no contra el que iba a su lado. Pero Curtis no iba a conducir el coche. Eso no hubiese tenido ningún sentido, porque el ladrón experto era el conductor, no el chico bueno. Y entonces caí en la cuenta. Blaine no disparó contra Curtis Yeller, disparó contra Errol Swade. Deanna Yeller seguía inmóvil como una estatua.

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