Harlan Coben - Golpe de efecto

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Valerie Simpson, joven estrella del tenis norteamericano, quiere a Myron Bolitar como su agente. Va a reaparecer y está dispuesta a olvidar su pasado. Bolitar ya se ha hecho un nombre en el tenis profesional representando a Duane Richwood, futuro número 1 del circuito masculino y que está a punto de granar el USA Open. Pero alguien no está dispuesto a ver resugir a Valerie Simpson. ¿Por qué matarla ahora, durante el USA Open? No hay más pistas que su última llamada telefónica. A Duane Richwood. Bolitar desconocía que ambos fueran amigos y comenzará a buscar el punto exacto en el que se conocieron. ¿Quién es realmente Richwood? ¿Por qué miente? Pero la Policía cierra el caso deteniendo a un falso culpable. Hace seis años el novio de Valerie, el hijo de un conocido senador, fue también asesinado por un delincuente callejero. Y ahora el senador quiere que Bolitar deje de investigar. La verdad es a veces mortal. Venganzas, odios y duelos protagonizan la segunda novela del fascinante y complejo Myron Bolitar.

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Llegó el turno de Win.

– Roddy McDowall -comenzó.

– Ratón de biblioteca.

– Vincent Price.

Cabeza huevo.

– Joan Collins.

– ¿Joan Collins? -dijo Myron sorprendido-. ¿La de Dinastía!

– No pienso darte pistas.

Myron empezó a repasar episodios mentalmente. En la pista, el juez de silla dijo: «Tiempo», avisando que la pausa de la publicidad de noventa segundos había terminado, y los jugadores se pusieron en pie. Myron no habría puesto la mano en el fuego, pero le pareció ver a Henry pestañear.

– ¿Te rindes? -quiso saber Win.

– ¡Shhh! Están a punto de jugar.

– Y tú te crees hincha de Batman…

Los jugadores se situaron en sus puestos. Incluso ellos mismos eran vallas publicitarias, aunque más pequeñas. Duane iba con zapatillas y ropa deportiva Nike, usaba raqueta marca Head y llevaba las mangas adornadas con los logotipos de McDonald's y Sony. Su contrincante iba de Reebok y sus logotipos eran de Sharp y Bic. Increíble, pero cierto: Bic, la compañía de bolígrafos y maquinillas de afeitar. Como si los espectadores, al ver el logotipo, fueran inmediatamente a comprar un bolígrafo.

– De acuerdo, me rindo -le susurró Myron a Win inclinándose hacia él-. ¿A qué villana interpretaba Joan Collins?

– No me acuerdo -dijo Win encogiéndose de hombros.

– ¿Cómo?

– Sé que salió en un episodio, pero nó me acuerdo del nombre del personaje.

– Eso no vale.

– ¿En qué parte del reglamento dice eso? -preguntó Win con una sonrisa que dejó ver sus dientes blancos y perfectos.

– Tienes que saber la respuesta.

– ¿Y por qué? -preguntó Win-. ¿Acaso Pat Sajak se sabe todas las preguntas de La rueda de la fortuna? ¿Se sabe Alex Trebeck todas las preguntas de Jeopardy!?

– Bonita analogía, Win, en serio -dijo Myron tras un momento de silencio.

– Gracias.

– La sirena -dijo de repente una voz.

Myron y Win miraron al otro lado. La voz parecía haber sido la de Henry.

– ¿Has dicho algo?

– La sirena -repitió Henry casi sin mover la boca y con la mirada todavía fija en la pista de tenis-. Joan Collins hizo de la sirena. En Batman.

Myron y Win intercambiaron miradas de asombro.

– Los sabelotodo no les caen bien a nadie, Henry.

A Myron le pareció que Henry movía la boca. Tal vez para sonreír.

En la cancha de tenis, Duane empezó el juego con un tanto directo de saque que estuvo a punto de atravesar a un recogepelotas. El velocímetro de IBM marcó 205 kilómetros por hora y Myron hizo un gesto de incredulidad al verlo, igual que Ivan Comosellame. Justo cuando Duane se preparaba para lanzar el segundo saque, sonó el móvil de Myron.

Él lo sacó rápidamente del bolsillo. No era el único de las gradas que fuera a hablar por teléfono, pero sí de entre los de la primera fila. Ya iba a pulsar el botón de desconexión cuando cayó en la cuenta de que podía tratarse de Jessica. Jessica… Sólo de pensar en ella ya hacía que se le acelerara el pulso.

– ¿Diga?

– No soy Jessica -comentó Esperanza, su colega del trabajo.

– No esperaba que lo fueras.

– Seguro -dijo ella-. Siempre suenas como un perrito abandonado cuando coges el teléfono.

Myron agarró el móvil con fuerza. El partido continuaba sin interrupción, pero ya había gente en las gradas con cara de pocos amigos, buscando el origen del desagradable tono de llamada del móvil.

– ¿Qué quieres? -preguntó susurrando-. Estoy en el estadio.

– Ya lo sé. Seguro que ahora mismo pareces un gilipollas pretencioso por estar al teléfono en pleno partido.

«Si yo te contara…», pensó Myron.

Las caras de pocos amigos ya empezaban a acribillarlo con la mirada. En opinión de quienes lo rodeaban, Myron acababa de cometer un pecado imperdonable. Como si hubiera abusado de un menor o estuviera utilizando el tenedor de la ensalada con el segundo plato.

– Oye, ¿qué quieres?

– Un momento, ahora mismo estás saliendo por la tele. Madre mía, es cierto.

– ¿Qué?

– La televisión te hace más gordo.

– Mira, Esperanza, ¿quieres decirme de una vez qué es lo que quieres?

– Bueno, nada importante. Se me ocurrió que te gustaría saber que te he concertado una reunión con Eddie Crane.

– Estás de broma.

Eddie Crane era uno de los juniors de tenis más destacados de todo el país. En principio sólo iba a entrevistarse con las cuatro agencias más importantes: ICM, TruPro, Advantage Internacional y ProServ.

– Lo digo en serio. Estás citado con él y con sus padres en la pista dieciséis cuando termine el partido de Duane.

– Te quiero, ¿sabes?

– Pues súbeme el sueldo -repuso ella.

Duane marcó un tanto con un drive diagonal ganador. Treinta a cero.

– ¿Alguna cosa más? -quiso saber Myron.

– No, bueno, Valerie Simpson. Ha llamado tres veces.

– ¿Qué quería?

– No me lo ha dicho, pero la reina de hielo parecía un poco irritada.

– No la llames así.

– Bueno, pues eso.

Myron colgó. Win se quedó mirándolo.

– ¿Algún problema? -preguntó Win.

Valerie Simpson. Un caso extraño, pero triste. La que en otro tiempo fuera niña prodigio del tenis había acudido hacía dos días a su despacho en busca de alguien, quien fuera, que la representara.

– No, no creo -respondió Myron.

Duane iba cuarenta a cero. Estaba a un tanto de partido. Bud Collins, el columnista por antonomasia del mundo del tenis, ya lo esperaba en el pasillo de los vestuarios para hacerle la entrevista habitual sobre el encuentro. Los pantalones de Bud, que siempre llevaba prendas en Technicolor muy atrevidas, eran especialmente horrendos ese día.

Duane cogió dos pelotas de manos del recogepelotas y se acercó a la línea. Era un personaje raro de ver en el mundo del tenis. Para empezar, era negro. Y no de la India ni de África; tampoco de Francia. Era de Nueva York. Al contrario que casi todos los demás jugadores del torneo, no se había pasado la vida preparándose para aquel momento. Sus padres no eran los típicos ambiciosos que lo hubieran presionado para que se dedicara al tenis. Tampoco había trabajado con los mejores entrenadores del mundo en Florida o California desde que fue capaz de sostener una raqueta. Duane pertenecía al extremo opuesto del espectro.

Era un chico criado en las calles, que se había escapado de casa a los quince años y había logrado arreglárselas por su cuenta. Aprendió a jugar al tenis en las pistas públicas. Se pasaba el día entero en ellas y retaba a todo el que fuera capaz de sostener una raqueta.

Y estaba a punto de ganar su primer partido de Grand Slam cuando se oyó el disparo.

El ruido sonó amortiguado porque procedía del exterior del estadio. La mayor parte del público no se dejó asustar. Supuso que el ruido había sido provocado por algún petardo o por un tubo de escape. Sin embargo, Myron y Win habían oído aquel ruido muchas veces; por eso, cuando empezaron a oírse gritos, ellos ya se habían levantado del asiento y estaban en movimiento. En el interior del estadio la gente comenzó a murmurar. Se oyeron más gritos. Gritos fuertes e histéricos. El juez de silla, en su infinita sabiduría, se acercó al micrófono y gritó: «¡Cálmense, por favor!».

Myron y Win subieron corriendo la escalera metálica, saltaron por encima de la cadena blanca que ponían los acomodadores para que nadie saliera o entrara de la cancha hasta que los jugadores cambiaran de campo y salieron afuera. En el lugar al que la gente se refería muy generosamente como «el salón comedor» estaba empezando a reunirse una multitud. Con mucho esfuerzo y paciencia, aquel «comedor» tenía la esperanza de llegar a alcanzar algún día el nivel de calidad gastronómica correspondiente a la zona de restaurantes de un centro comercial.

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