Harlan Coben - Motivo de ruptura

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El agente deportivo Myron Bolitar está a punto de llegar a lo más alto. Lo mismo pude decirse de Christian Steele, un quarterback recién llegado a la liga profesional y su cliente más importante. Sin embargo, la llamada de una ex novia de Chistian, una chica a quien todo el mundo cree muerta, incluso la policía, pone en peligro la firma de un contrato. Myron, de pronto, se ve envuelto en una intriga relacionada con sexo y chantajes, y mientras trata de descubrir la verdad sobre una tragedia familiar, una mujer y las mentiras de un hombre se enfrenta al lado oscuro de su profesión.

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– Como los tres poderes del Estado.

– Sí -asintió Myron-, Jefferson y Madison se sentirían orgullosos.

De pronto apareció alguien para abrir el apartado de correos 785.

– Empieza el espectáculo -dijo Myron.

Jessica le lanzó una mirada rápida para poderlo ver. Era un hombre delgado. Todo en él era demasiado largo, extrañamente alargado, como si lo hubieran estirado en un potro de tortura de la Edad Media. Incluso su rostro parecía estirado como una cara de plastilina apretada contra el suelo.

– ¿Lo reconoces? -le preguntó Myron.

– Tiene un no-sé-qué… -dijo Jessica-, pero diría que no.

– Venga, vámonos de aquí.

Bajaron las escaleras a toda prisa y se metieron en el coche. Myron había aparcado mal delante del edificio y había puesto una señal de emergencia de la policía en el parabrisas. La señal de emergencia siempre le resultaba muy útil, sobre todo los días de rebajas en los centros comerciales.

El hombre delgado pasó por delante de ellos dos minutos más tarde y entró en un Oldsmobile amarillo con matrícula de Nueva Jersey. Myron puso el coche en marcha y lo siguió. El hombre delgado tomó la interestatal 3 en dirección norte hacia el Garden State Parkway.

– Ya llevamos veinte minutos siguiéndolo -dijo Jessica-. ¿Por qué tendría que ir a un apartado de correos tan lejos de su casa?

– Porque puede que no vaya a su casa. A lo mejor va al trabajo.

– ¿A la oficina del teléfono erótico?

– Puede ser -contestó Myron-. O puede que vaya lejos para que nadie lo vea.

El tipo al que seguían tomó la salida 160, pasó a la interestatal 208 en dirección norte y entró en Lincoln Avenue, en Ridgewood.

– Ésta es mi salida -dijo Jessica enderezándose en el asiento.

– Ya lo sé.

– ¿Qué narices está pasando aquí?

El Oldsmobile amarillo giró a la izquierda al final de la vía de salida. Estaban a menos de cinco kilómetros de la casa de Jessica. Y si seguía recto por Lincoln Avenue hasta llegar a Godwin Road, estarían en…

Pero no.

Mr. Delgado giró por Kenmore Road, a casi un kilómetro de distancia del final de Ridgewood. Seguían estando en el centro del barrio periférico, en concreto en el de Glen Rock, Nueva Jersey. Glen Rock se llamaba así debido a una roca gigante que había en Rock Road. La palabra clave en esa zona era rock.

El coche amarillo aparcó en la entrada de una casa. En el 78 de Kenmore Drive.

– Disimula -dijo Myron-, no lo mires fijamente.

– ¿Qué?

Pero Myron no contestó. Pasó con el coche por delante de la casa sin detenerse, giró en la calle siguiente y aparcó el vehículo detrás de unos arbustos. Telefoneó a su despacho. Le respondieron cuando todavía no había acabado de sonar el primer tono.

– MB Representante Deportivo -dijo Esperanza.

– Consígueme toda la información que puedas sobre el 78 de Kenmore Street, Glen Rock, Nueva Jersey. El nombre del propietario, tarjeta de crédito, todo.

– Recibido -le contestó Esperanza antes de colgar.

Myron hizo otra llamada.

– Es esa amiga mía de la compañía telefónica -le dijo a Jessica. Y luego se puso a hablar por teléfono-: ¿Lisa? Soy Myron. Mira, necesitaría que me hicieras un favor. El setenta y ocho de Kenmore Road, Glen Rock, Nueva Jersey. No sé cuántas líneas de teléfono tiene este tipo pero necesito que las compruebes todas. Quiero saber todos los números a los que llame en las próximas dos horas. ¿De acuerdo? Oye, ¿qué descubriste sobre aquel número de teléfono erótico que te pasé? ¿Qué? Ah, entendido. Gracias -y colgó.

– ¿Qué te ha dicho?

– La compañía telefónica no controla el número del teléfono erótico. Alguna organización de Carolina del Sur se ocupa de ello y no ha encontrado nada sobre él.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Jessica-. ¿Nos quedamos ante su casa?

– No. Yo voy a entrar. Tú te esperas aquí.

– ¿Perdona? -dijo ella enarcando una ceja.

– ¿No eras tú la que no quería ahuyentar a nadie? -preguntó Myron-. Si este tipo tiene algo que ver con tu hermana, ¿cómo crees que reaccionará cuando te vea?

Jessica cruzó los brazos y soltó un bufido. Sabía que Myron tenía razón, pero eso no quería decir que tuviera que resignarse.

– Ve -le dijo al fin.

Myron salió del coche. Era uno de esos vecindarios anodinos en los que cada casa estaba cortada por el mismo patrón: dos plantas en trescientos metros cuadrados de terreno. En algunas, la vivienda estaba invertida y la cocina quedaba a la derecha en vez de a la izquierda. La mayoría tenían puertas correderas de aluminio. Toda la calle apestaba a clase media.

Myron llamó a la puerta y le recibió aquel hombre delgado.

– ¿Jerry?

La cara del tipo denotó confusión. De cerca tenía mejor aspecto y su cara era más inquietante que monstruosa. Con un cigarrillo en la mano y un suéter negro de cuello alto podría catar leyendo poesía en un café de intelectuales.

– ¿Puedo ayudarle en algo?

– Jerry, estoy…

– Debe haberse equivocado de número, yo no me llamo Jerry.

– Pues te pareces mucho a Jerry.

– Lo siento -dijo el hombre con expresión siniestra mientras cerraba la puerta-; perdone, pero no tengo tiempo.

– ¿Estás seguro, Jerry? -le espetó Myron.

– Ya le he dicho que…

– ¿Conoce a Kathy Culver? -le interrumpió Myron.

Aquello le pilló por sorpresa y logró desestabilizarle.

– ¿De qué…? ¿De qué va todo esto? -dijo bruscamente.

– Creo que usted ya lo sabe.

– ¿Quién es usted?

– Me llamo Myron Bolitar.

– ¿Lo conozco de algo?

– Bueno, si fuera un gran aficionado al baloncesto… No, en realidad no, pero me gustaría hacerle varias preguntas.

– No tengo nada que decirle.

Myron pensó que había llegado el momento de jugar el as que llevaba en la manga, así que le enseñó la revista y le dijo:

– ¿Estás seguro, Jerry?

El hombre delgado puso unos ojos como platos y Myron casi pudo llegar a ver el nombre de la marca de porcelana del blanco de los ojos de aquella cara tan alargada.

– Me ha confundido con otra persona. Adiós -dijo el hombre, y acto seguido le cerró la puerta en las narices.

Myron se encogió de hombros y volvió al coche.

– ¿Cómo ha ido? -le preguntó Jessica.

– Le hemos zarandeado -dijo Myron-, ahora veremos lo que cae de él.

El quiosco del barrio.

A Win le vino a la memoria el tiempo en el que la simple mención de esa frase le traía a uno a la mente imágenes nostálgicas e idílicas como las ilustraciones de Norman Rockwell de la cultura estadounidense. Pero ya no. En cada calle, en cada esquina y en cada pueblucho pasaba lo mismo. Golosinas, periódicos, tarjetas de felicitación… y revistas porno. Un chaval podía pedir una chocolatina Snickers y verlas todas a la vez. El porno se había convertido en una constante de la vida americana. El porno duro. La clase de porno que hacía que Penthouse pareciera una revista para niños.

Win se acercó al hombre que había tras el dispensador de números de lotería y le dijo:

– Perdone.

– ¿Sí?

– ¿Sería tan amable de decirme si tiene los últimos números de Climaxx, Lefa, Orgasm Today, Lamida, Chocho y Pezones?

La viejecita que había a su lado soltó un grito ahogado de asombro y le lanzó una mirada airada.

– Déjeme que lo adivine -le dijo Win sonriendo-. ¿No fue usted la playmate del mes de junio de mil novecientos veintiséis?

La anciana hizo un gesto de desprecio y se fue indignada.

– Mire por ahí -le dijo el quiosquero-, entre los tebeos y los vídeos Disney.

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