No era una idea agradable.
Francine Rennart lo condujo en silencio hasta un lóbrego sótano. Cuando llegaron al pie de las escaleras, alzó el brazo y encendió una de esas bombillas que cuelgan desnudas del techo y que hacen pensar en la película Psicosis. La estancia era puro cemento. Había un calentador de agua, una caldera, una lavadora, una secadora y varias cajas de trastos de distintos tamaños, formas y materiales. En el suelo, delante de él, había cuatro cajas alineadas.
– Ahí están sus cosas -indicó Francine Rennart sin bajar la vista.
– Gracias.
Aunque lo había intentado, no había conseguido revisar las cajas.
– Estaré arriba -dijo.
Myron la observó subir por las escaleras. Entonces se volvió hacia las cajas y se puso en cuclillas. Las cajas estaban cerradas con cinta de embalar. Sacó su navaja multiusos y rasgó la cinta.
La primera caja contenía recuerdos de su paso por el mundo del golf: diplomas, trofeos y viejos tees. Había una bola de golf montada sobre un pedestal de madera con una placa oxidada que rezaba:
HOYO EN UNO – HOYO 15 DE HICKORY PARK
17 DE ENERO DE 1972
Myron se preguntó cómo habría sido la vida para Lloyd en aquella tranquila y vivificante tarde de golf. Se preguntó cuántas veces habría revivido mentalmente el golpe, sentado a solas en su Barca-Lounge, tratando de sentir de nuevo el mango del palo entre las manos, la tensión de los hombros al echar los brazos hacia atrás, el golpe limpio y potente, la trayectoria flotante de la bola.
En la segunda caja, Myron halló el título de bachiller de Lloyd y el anuario de la Universidad de Pensilvania. En él aparecía la fotografía de un equipo de golf. Lloyd Rennart había sido su capitán. Myron acarició con el dedo una gran P de fieltro del equipo universitario de Lloyd. Había una carta de recomendación de su entrenador de golf en la universidad. Las palabras «futuro brillante» llamaron la atención de Myron. Futuro brillante. Aquel entrenador quizá tuviera mucha capacidad para motivar a sus muchachos, pero como adivino dejaba mucho que desear.
Lo primero que salió de la tercera caja fue una fotografía de Lloyd en Corea. Era un retrato de grupo, informal, que mostraba a una docena de muchachos con traje de faena desabrochados y los brazos colgados del cuello dé los camaradas. Muchas sonrisas, en apariencia alegres. Lloyd se veía más delgado, pero Myron no detectó nada sombrío en su mirada.
Dejó caer la fotografía. No se oía a Betty Buckley cantando Memory de fondo, pero habría sido lo apropiado. Aquellas cajas contenían toda una vida, una vida que a pesar de sus experiencias, sueños, deseos y esperanzas había elegido terminar consigo misma.
Del fondo de la caja Myron extrajo un álbum de boda. El pan de oro descolorido se leía: «Myron y Lucille, 17 de Noviembre de 1968, Ahora y siempre.» Más ironía. La tapa de piel artificial presentaba manchas circulares pegajosas, sin duda huellas de vasos. Allí estaba el primer matrimonio de Lloyd, pulcramente envuelto y empaquetado en el fondo de una caja.
Myron estuvo a punto de dejar el álbum a un lado cuando la curiosidad lo venció. Se sentó en el suelo con las piernas separadas, como un crío con una colección nueva de cromos de béisbol. Puso el álbum sobre en el suelo de hormigón y lo abrió. El lomo emitió un crujido a causa de los años que llevaba cerrado.
Cuando Myron vio la primera fotografía, a punto estuvo de soltar un grito.
Myron pisaba a fondo el acelerador.
En la calle Chestnut, junto a la Cuatro está prohibido aparcar, pero aquello no le hizo titubear. Antes de que el coche se detuviera por completo, Myron ya se había apeado, haciendo caso omiso del coro de cláxones que acababa de provocar. Cruzó con premura el vestíbulo del Omni y se metió en el primer ascensor abierto que encontró. Cuando llegó al último piso, buscó el número de la habitación y llamó con fuerza.
Norm Zuckerman abrió la puerta.
– Bubbe -dijo con una amplia sonrisa-. Qué sorpresa tan agradable.
– ¿Puedo pasar?
– ¿Tú? Por supuesto, querido, faltaría más.
Myron lo había apartado de un empujón y ya estaba dentro. El salón de la suite era, para emplear la jerga del folleto del hotel, espacioso y de elegante mobiliario. Esme Fong estaba sentada en un sofá. Levantó la vista hacia Myron con expresión de carnero degollado. Carteles, pruebas de imprenta, anuncios y demás parafernalia publicitaria caían en cascada de la mesita de café y alfombraban el suelo. Myron entrevió retratos ampliados de Tad Crispin y Linda Coldren. Había logotipos de Zoom por todas partes.
– Estábamos planeando estrategias de promoción -explicó Norm-, aunque, oye, podemos tomarnos un respiro, ¿verdad, Esme?
Esme asintió con la cabeza.
Norm se acercó al mueble-bar.
– ¿Quieres tomar algo, Myron? No creo que haya Yoo-Hoo por aquí, pero seguro que…
– No quiero nada -lo interrumpió Myron.
– Caray, Myron, cálmate -dijo Norm-. ¿Qué mosca te ha picado?
– He venido a prevenirte, Norm.
– ¿A prevenirme de qué?
– No me gusta hacer esto. En lo que a mí respecta, tu vida amorosa debería ser un asunto personal, pero no es tan sencillo. Al menos, no ahora. Saldrá a la luz, Norm, y lo lamento.
Norm Zuckerman permaneció inmóvil. Abrió la boca como quien va a protestar, pero cambió de idea.
– ¿Cómo te has enterado?
– Estuviste con Jack en el Court Manor Inn. Una camarera os vio.
Norm miró a Esme, que mantenía la cabeza erguida. Se volvió otra vez hacia Myron.
– ¿Sabes lo que ocurrirá si corre la voz de que soy gay?
– No puedo hacer nada, Norm.
– Yo soy mi empresa, Myron. Zoom se dedica a la moda, la imagen y el deporte, y resulta que este colectivo es el más descaradamente homofóbico del planeta. La percepción lo es todo en este negocio. Si averiguan que soy gay, ¿sabes qué ocurrirá? Pues que Zoom se irá a la mierda.
– No estoy tan seguro de que sea así -alegó Myron- pero, en cualquier caso, no puede hacerse nada.
– ¿Lo sabe la policía? -preguntó Norm.
– No, aún no.
– En ese caso, ¿por qué tiene que hacerse público? No fue más que una cana al aire, por el amor de Dios. De acuerdo, me cité con Jack. Nos gustábamos. Ambos teníamos mucho que perder si no lo manteníamos en secreto. Eso es todo. No tiene nada que ver con su asesinato.
Myron miró de reojo a Esme, que le rogaba silencio con la mirada.
– Por desgracia -dijo Myron-, creo que sí tiene que ver.
– ¿Eso crees? ¿Te dispones a destruirme valiéndote de una suposición?
– Lo lamento.
– ¿No puedo hacerte cambiar de parecer?
– Me temo que no.
Norm se alejó del mueble bar y se desplomó en una silla. Hundió el rostro en las palmas de sus manos y deslizó los dedos hacia el cuello, hundiéndolos en su cabellera.
– Me he pasado toda la vida mintiendo, Myron -comenzó-. Pasé mi infancia en Polonia fingiendo que no era judío. ¿Puedes creerlo? Yo, Norm Zuckerman, fingiendo ser un gentil holgazán. Pero sobreviví. Vine aquí y me he pasado mi vida adulta fingiendo ser más hombre que nadie, una especie de Casanova, el típico tío que siempre lleva una chica guapa colgada del brazo. Te acostumbras a mentir, Myron. Resulta más fácil, ¿entiendes lo que quiero decir? La mentira se convierte en una especie de segunda realidad.
– Lo siento, Norm.
Norm respiró hondo y esbozó una sonrisa de hastío.
– Quizá sea para bien -dijo-. Mira a Dennis Rodman. Va por ahí de travestido, y no le ha pasado nada, no he hecho ningún mal, ¿verdad?
– No. Tienes razón.
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