– Aquí.
– ¿En tu suite?
– Sí.
– ¿Desde qué hora?
– Desde las ocho en adelante.
– ¿Alguien puede confirmarlo?
– ¿Por qué voy a necesitar que alguien lo confirme? -espetó.
Myron volvió a poner su expresión impenetrable, ni siquiera el aire podía atravesarla. Esme suspiró.
– Estuve con Norm hasta medianoche. Trabajando.
– ¿Y después?
– Me acosté.
– ¿El portero de noche del hotel puede verificar que no saliste de tu suite después de medianoche?
– Supongo que sí. Se llama Miguel. Es muy amable.
Miguel. Le pediría a Esperanza que se encargara de seguir aquella pista. Si la coartada de Esme era verificable, el guión de Myron se iba al traste.
– ¿Quién más estaba al corriente de lo tuyo con Chad Coldren?
– Nadie -contestó ella-. Al menos, yo no se lo he contado a nadie.
– ¿Qué hay de Chad? ¿Se lo ha contado a alguien?
– En principio, da la impresión de que te lo ha contado a ti -señaló Esme con mordacidad-. Puede que se lo haya contado a alguien más, no lo sé.
Myron reflexionó. La figura que vio salir por la ventana del dormitorio de Chad. Matthew Squires. Myron recordó sus años de adolescencia. Si hubiera conseguido acostarse con una mujer adulta tan guapa como Esme Fong, se habría muerto de ganas de contárselo a alguien, y nadie mejor que su amigo más íntimo.
Una vez más el círculo se estrechaba en torno al hijo de los Squires.
– ¿Dónde estarás si necesito ponerme en contacto contigo? -preguntó Myron.
Esme se metió la mano en un bolsillo y sacó una tarjeta.
– El número de mi teléfono móvil está aquí apuntado.
– Hasta la vista, Esme.
– Myron.
Se volvió hacia ella.
– ¿Piensas decírselo a Norm?
Parecía que lo único que la preocupaba fuera por su reputación y su empleo, no el que se hubiera cometido un asesinato. ¿O acaso no era más que una forma inteligente de distraerlo? No había forma de saberlo.
– No -dijo-. No se lo diré.
Al menos, por ahora.
La Academia Episcopal. El alma mater de la educación de Win.
Esperanza había pasado a recogerlo por el hotel donde se hospedaba Esme Fong y lo había llevado hasta allí. Aparcó al otro lado de la calle, se volvió hacia él y preguntó:
– ¿Y ahora qué?
– No lo sé. Matthew Squires está ahí dentro. Podemos esperar a la hora del almuerzo y entonces intentar entrar.
– Es un plan condenadamente malo -dijo Esperanza.
– ¿Tienes alguna idea mejor?
– Podemos entrar ahora mismo si fingimos que somos un matrimonio que busca colegio para sus hijos.
– ¿Crees que dará resultado? -preguntó Myron tras reflexionar unos segundos.
– Siempre será mejor que quedarse aquí de brazos cruzados.
– Ah, antes de que se me olvide. Quiero que compruebes la coartada de Esme. Es el portero de noche del hotel, se llama Miguel.
– Miguel -repitió ella-. Me lo pides porque soy hispana, ¿verdad? -En gran parte, sí. A ella le traía sin cuidado. -He llamado a Perú esta mañana.
– He hablado con un comisario de allí. Dice que Lloyd Rennart se suicidó.
– ¿Qué hay del cadáver?
– El acantilado se llama la Garganta del Diablo. Nunca encuentran los cuerpos. Por lo visto, es bastante frecuente que se produzcan suicidios en ese lugar.
– Estupendo. ¿Crees que podrías recabar más información sobre Rennart?
– ¿Como qué?
– Cómo compró el bar de Neptune, cómo compró la casa de Spring Lake Heights. Cosas así.
– ¿Por qué quieres esos datos?
– Lloyd Rennart era el cadi de un golfista novato. Eso no produce mucha pasta, que digamos.
– Quizá le llovió algo del cielo después de que Jack perdiera el Open.
Esperanza entendió a dónde quería ir a parar.
– ¿Crees que alguien pagó a Rennart para que hiciera perder adrede a Coldren?
– No -respondió Myron-, pero creo que cabe la posibilidad.
– No será fácil rastrear eso.
– Inténtalo, al menos. Además, Rennart sufrió un accidente de coche muy grave hace veinte años, en Narbeth. Es una pequeña localidad que está cerca de aquí. Su primera esposa murió en la colisión. Mira a ver qué puedes averiguar.
Esperanza frunció el entrecejo.
– ¿Como qué?
– Como si iba bebido, si hubo cargos contra él, si falleció alguna otra víctima.
– ¿Porqué?
– Tal vez alguien se fastidió. Quizá la familia de su primera esposa deseaba vengarse.
– ¿Y entonces, qué? -insistió Esperanza-. Esperan veinte años, siguen a Lloyd Rennart hasta Perú, lo arrojan por un precipicio, regresan, secuestran a Chad Coldren, matan a Jack Coldren… ¿Captas mi punto de vista?
Myron asintió.
– Y no te falta razón. Sin embargo, sigo queriendo averiguar cuanto sea posible sobre Lloyd Rennart. Creo que hay una conexión en algún punto. Sólo tenemos que descubrir dónde.
– No acabo de verlo claro -dijo Esperanza. Se echó el cabello hacia atrás-. Yo sigo pensando que Esme Fong es un sospechoso mucho mejor.
– De acuerdo; pero aun así me gustaría que lo investigaras. Averigua lo que puedas. También está el hijo, Larry Rennart, de diecisiete años. A ver si averiguas qué ha sido de él.
Esperanza se encogió de hombros.
– Será una pérdida de tiempo, pero tú mandas. -Hizo un ademán señalando el colegio-. ¿Quieres entrar ahora?
– Claro.
Antes de que se apearan, unos nudillos gigantescos golpearon suavemente la ventanilla del coche. El ruido sobresaltó a Myron, que se volvió: el musculoso hombre negro enorme con el pelo a lo Nat King Cole, el del Court Manor Inn, lo miraba con una sonrisa. Nat le indicó con un gesto que bajara la ventanilla. Myron obedeció.
– Hombre, me alegra encontrarte otra vez -dijo a modo de saludo-. Al final no me diste el número de tu barbero.
El hombre negro se rió entre dientes. Formó un marco con sus manazas, juntó los pulgares y tendió los brazos, acercándolos y alejándolos de su rostro como suelen hacer los directores de cine.
– ¿Usted con un corte así, señor Bolitar? -dijo el hombre al tiempo que negaba con la cabeza-. No sé por qué no acabo de imaginármelo. -Se inclinó y tendió la mano a Esperanza por delante de Myron.
– Me llamo Carl.
– Esperanza -dijo ella, y le estrechó la mano.
– Sí, ya lo sé.
Esperanza lo miró con los ojos entrecerrados.
– Creo que te conozco. -Chasqueó los dedos-. Mosambo, el Asesino Keniano.
Carl sonrió.
– Me alegra ver que la Pequeña Pocahontas me recuerda.
– ¿El Asesino Keniano?
– Carl era luchador profesional -le explicó Esperanza-. Una vez estuvimos juntos en el ring. Fue en Boston, ¿verdad?
Carl subió al asiento trasero del coche. Se inclinó hacia delante, de modo que su cabeza quedó entre el hombro derecho de Esperanza y el izquierdo de Myron.
– En el Centro Cívico de Hartford -dijo.
– En el equipo mixto -apostilló Esperanza.
– Exacto -convino Carl con una amplia sonrisa-. Hazme un favor, Esperanza, pon el coche en marcha. Sigue recto hasta el tercer semáforo.
– ¿Te importaría decirnos qué está pasando? -preguntó Myron.
– Claro, señor Bolitar. ¿Ve el coche que tenemos detrás?
Myron miró por el espejo retrovisor.
– ¿El que ocupan esos dos gorilas?
– Sí. Vienen conmigo, y son mala gente, Myron. Ya sabes que los chavales de hoy en día son muy violentos. Se supone que nosotros tres debemos escoltaros hasta un destino desconocido. De hecho, se supone que ahora mismo os estoy apuntando con una pistola, pero, qué demonios, somos amigos, ¿verdad? No es necesario, tal como yo lo veo. Así que arranque y todo recto, señor Bolitar. Esos dos gorilas nos seguirán.
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