Harlan Coben - Muerte en el hoyo 18

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Muerte en el hoyo 18: краткое содержание, описание и аннотация

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El golf, precisamente, no es el deporte preferido de Myron Bolitar. Pero ahí está: presenciando entre bostezos el Abierto de Estados Unido. Es el mejor escaparate para un agente deportivo en busca de clientes. Y parece que va a tener suerte: Linda Coldren, número uno en la lista de ganancias en el circuito americano promete contratarle. Antes, sin embargo, tendrá que encontrar a su hijo, que ha desaparecido misteriosamente justo cuando el marido de Linda, Jack, parece que va a tener de nuevo la posibilidad de ganar el torneo. Win, para sorpresa de Bolitar, sin embargo, le va a pedir que no acepte el caso. Myron, por una vez, decide ignorarle y se lanza a la búsqueda de Chad. Muy pronto comprenderá que nunca debió de hacerlo. Descubrirá que un mundo de falsas apariencias, estafas, dolor y muerte, pero, sobre todo, obligará a Win a revivir su pasado, traumas de la infancia que no se olvidan jamás.

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– Antes de arrancar -dijo Myron-, ¿te importa que dejemos ir a Esperanza?

Carl rió entre dientes.

– Sería un poco sexista, ¿no le parece?

– ¿Cómo dices?

– Si Esperanza fuese un hombre, como, pongamos, su amigo Win, ¿habría tenido el mismo gesto de cortesía?

– Tal vez -respondió Myron, pero hasta Esperanza sacudió la cabeza.

– No lo creo, señor Bolitar, y confíe en mí: sería un paso en falso. Esos gamberros de ahí atrás querrían saber qué está pasando. La verían salir del coche y, ya sabe, tienen ganas de acción… Les encanta hacer daño a la gente. Sobre todo a las mujeres. Y quizás, y que quede claro que digo quizás, Esperanza sea una especie de póliza de seguro. Si estamos solos puede que usted intente hacer algo estúpido; en cambio, si Esperanza se queda con nosotros es probable que se sienta menos inclinado a hacerlo.

Esperanza miró a Myron; al ver que asentía, puso el coche en marcha.

– Gira a la izquierda en el tercer semáforo -le indicó Carl.

– Dime una cosa -dijo Myron-. ¿Reginald Squires está tan chalado como dicen?

Todavía inclinado hacia delante, Carl se volvió hacia Esperanza.

– ¿Se supone que debe admirarme su aguda capacidad de razonamiento deductivo?

– Sí -contestó Esperanza-. De lo contrario, se llevará un disgusto terrible.

– Lo suponía. Y para contestar a su pregunta, señor Bolitar, le diré que Squires no está chalado; cuando toma su medicación, claro.

– Muy reconfortante -observó Myron.

La pareja de gorilas no se despegó de su coche en los quince minutos que duró el trayecto. Myron no se sorprendió cuando Carl le dijo a Esperanza que entrara en la calle Green Acres. Al aproximarse a la entrada principal de la casa, la verja de hierro se abrió con un chirrido. Recorrieron el sinuoso sendero de entrada a través del espeso bosque de la finca. Después de algo más de quinientos metros, llegaron a un claro en el que se alzaba un edificio grande, rectangular y sin el menor atractivo, como el gimnasio de un instituto.

La única entrada que Myron acertó a ver era una puerta de garaje. Como si obedeciera a una seña convenida, la puerta empezó a abrirse hacia arriba. Carl le indicó a Esperanza que entrase. Cuando se hubieron internado lo bastante, Carl le ordenó que aparcara y apagara el motor. El coche de los gorilas entró tras ellos e hizo lo mismo.

La puerta del garaje volvió a bajar, y el lugar quedó sumido en la más absoluta oscuridad.

– Entrégueme su pistola, señor Bolitar -dijo Carl.

Myron no pudo por menos de obedecer.

– Baje del coche.

– Pero es que tengo miedo a la oscuridad -bromeó Myron.

– Tú también, Esperanza -agregó Carl.

Se apearon los tres, así como los dos gorilas que los habían seguido. Sus pasos resonaban sobre el suelo de hormigón, indicándole a Myron que se hallaban en una habitación muy grande. Las luces del interior de los coches proporcionaban algo de claridad, pero ésta duró muy poco. Myron no llegó a distinguir nada antes de que se cerraran las puertas. Rodeó el automóvil y encontró a Esperanza, que le tomó ambas manos. Permanecieron quietos y a la expectativa.

De pronto, la luz de un reflector les dio directamente en la cara. Myron cerró los ojos con fuerza. Se llevó una mano al rostro y fue abriéndolos poco a poco, parpadeando. Había un hombre de pie ante la luz brillante. Su cuerpo proyectaba una sombra gigantesca sobre la pared que había detrás de él. El efecto le recordó el símbolo del murciélago de Batman.

– Nadie oirá sus gritos -les advirtió Carl.

– ¿Esa frase no es de una película? -preguntó Myron-. Aunque creo que la frase era: «Nadie os oirá gritar», pero tal vez me equivoque.

De pronto, resonó una voz.

– Ha muerto gente en esta habitación -dijo-. Me llamo Reginald Squires. Responderá a todas mis preguntas o usted y su amiga serán los siguientes.

Myron miró a Carl, cuyo rostro era la viva imagen del estoicismo. Myron se volvió de nuevo hacia la luz.

– Usted es rico, ¿verdad?

– Muy rico -lo corrigió el otro.

– En ese caso podría haber contratado a un guionista mejor -añadió Myron, y echó un vistazo a Carl, que negó levemente con la cabeza. Uno de los dos gorilas dio un paso al frente. Bajo la luz del reflector, Myron observó la sonrisa psicótica de aquel hombre. Notó que todos sus músculos se tensaban y esperó.

El gorila levantó el puño y lo descargó contra la cabeza de Myron, pero éste se agachó y el golpe erró el blanco. Mientras el puño pasaba ante sus narices, Myron agarró la muñeca del gorila, puso el antebrazo contra el omóplato de éste y tiró de la articulación en una dirección en la que se suponía que no debía doblarse. El gorila hincó una rodilla en tierra. Myron presionó un poco más. El otro intentaba soltarse. Myron le dio un rodillazo directo en la nariz. Se oyó un crujido. Myron notó que el cartílago nasal del tipo cedía y se abría en abanico.

El otro gorila desenfundó la pistola y apuntó a Myron.

– ¡Alto! -gritó Squires.

Myron soltó a su presa, que cayó al suelo.

– Pagará por esto, señor Bolitar. -A Squires le gustaba que su voz resonara con fuerza-. Robert.

– Sí, señor Squires -dijo el gorila de la pistola.

– Pega a la chica. Fuerte.

– Sí, señor Squires.

– ¡Eh, pégame a mí! -gritó Myron-. Soy yo quien se ha pasado de listo.

– Y éste es su castigo -dijo Squires con calma-. Pégale a la chica, Robert. Ahora mismo.

El tal Robert avanzó hacia Esperanza.

– Señor Squires -intervino Carl.

– Dime, Carl.

Carl dio un paso hacia la luz.

– Permítame que yo lo haga.

– Pensaba que no era tu estilo, Carl.

– No lo es, señor Squires, pero Robert puede hacerle un daño irreparable.

– Esa es mi intención.

– No, señor…, perdón, quiero decir que dejará marcas o le romperá algo. Usted sólo quiere que le duela, y yo soy experto en eso.

– Lo sé, Carl. Por eso te pago lo que te pago.

– Entonces déjeme hacer mi trabajo. Puedo golpearla sin que le queden marcas o lesiones permanentes. Sé controlarme. Conozco los puntos clave.

Squires lo consideró por un instante.

– ¿Le dolerá mucho? -preguntó al cabo-. ¿Le dolerá mucho?

– Sí, si es lo que usted quiere. -Carl se mostraba reticente pero resuelto.

– Sí, es lo que quiero.

Carl avanzó hacia Esperanza. Myron intentó interponerse en su camino, pero Robert le hundió el cañón de la pistola en el cuello. No podía hacer nada. Lanzó una mirada de furiosa advertencia a Carl.

– No lo hagas -le dijo.

Carl no le hizo ningún caso. Se plantó delante de Esperanza, que lo miraba desafiante, y sin más preámbulo le asestó un puñetazo en el vientre.

La fuerza del golpe levantó a Esperanza del suelo. Soltó un quejido y se dobló por la cintura. Cayó de rodillas al suelo. Se hizo un ovillo buscando protección, con la boca muy abierta, tratando de recobrar el aliento. Carl la contempló sin emoción. Luego miró a Myron, que masculló:

– Hijo de puta.

– Ha sido sólo culpa suya, señor Bolitar -replicó Carl.

Esperanza comenzó a arrastrarse. Seguía sin poder respirar. Myron se sentía furioso. Dio un paso hacia ella, pero Roben volvió a detenerlo apretando con mayor fuerza el cañón de la pistola contra su cuello.

– Ahora me escuchará, ¿no es así, señor Bolitar? -intervino nuevamente Squires…

Myron respiraba con fuerza, intentando controlar su ira. Todo su ser clamaba venganza. Observó en silencio a Esperanza retorcerse en el suelo. Poco después ella se las arregló para ponerse a gatas. Tenía la cabeza gacha y jadeaba. Se oyó una arcada. Luego otra.

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