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Nelson DeMille: Isla Misterio

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Nelson DeMille Isla Misterio

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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Dos agentes uniformados de Southold estaban sentados junto a la mesa redonda del jardín, tenían vasos de plástico humeantes en las manos. Me percaté de que uno de ellos era el agente Johnson, a quien había compensado por su amabilidad de llevarme a casa tratándolo con cierta dureza. Vivimos en un mundo difícil y yo soy una de las personas que contribuyen a que así sea. El agente Johnson me dedicó una mirada agria.

Distinguí la silueta de otro policía uniformado en el embarcadero y me alegré de que alguien hubiera aceptado mi recomendación de vigilar el barco.

Como no había nadie más en el exterior, decidí entrar por la puerta corredera, que daba a la sala de estar-comedor. Evidentemente, ya había estado antes allí y recordé que Judy me había dicho que la mayoría de los muebles, que describió como escandinavos de Taiwan, estaban ya en la casa.

Algunos funcionarios forenses seguían ocupados y me dirigí a una atractiva dama que buscaba huellas dactilares.

– ¿El jefe Maxwell?

– En la cocina -respondió mientras señalaba con el pulgar por encima del hombro-. No toque nada por el camino.

– Sí señora.

Me deslicé sobre la alfombra berberisca y me apeé en la cocina, donde parecía celebrarse una conferencia. Estaban presentes Max, en representación de la ciudad soberana de Southold, Elizabeth Penrose, en representación del condado libre e independiente de Suffolk, un caballero de traje oscuro que no necesitaba ningún letrero que dijera FBI y otro individuo vestido de forma más informal, con chaqueta y pantalón vaquero, camisa roja y botas de montaña, que parecía la parodia de un funcionario del Departamento de Agricultura que hubiese abandonado su despacho para visitar el campo.

Estaban de pie, como si pretendieran dar la impresión de que estaban reflexionando. Había una caja de cartón con vasos de plástico llenos de café y todos tenían uno en la mano. Me pareció interesante y significativo que no se hubieran reunido en la unidad móvil de mando, sino casi ocultos en la cocina.

Max, por cierto, se había acicalado para los federales y tal vez para la prensa y llevaba una estúpida corbata con banderas navales. Elizabeth vestía todavía su traje marrón claro pero se había quitado la chaqueta y exhibía una treinta y ocho y dos de la noventa y cinco debidamente enfundadas.

Sobre la mesa había un pequeño televisor en blanco y negro, sintonizado en uno de los canales de noticias con el volumen bajo. La noticia principal era la visita del presidente a algún lugar extraño donde todo el mundo era bajo.

– Éste es el detective John Corey, homicidios -dijo Max sin mencionar que mi jurisdicción empezaba y terminaba unos ciento treinta kilómetros al oeste de donde nos encontrábamos-. John, éste es George Foster, FBI -agregó antes de mirar al individuo de vaqueros-. Y éste es Ted Nash, Departamento de Agricultura.

Nos estrechamos todos la mano.

– Los Giants han marcado en el primer minuto del tercer cuarto -le dije a Penrose.

No respondió.

– ¿Café? -preguntó Max señalando la caja de cartón.

Elizabeth, que estaba más cerca del televisor, oyó algo en las noticias y subió el volumen. Nos concentramos todos en la pantalla.

– Las víctimas del doble asesinato -decía una presentadora frente a la casa de los Gordon- han sido identificadas como científicos que trabajaban en los laboratorios gubernamentales altamente secretos de patología animal en Plum Island, a escasos kilómetros de aquí.

Una toma aérea mostraba Plum Island desde unos seiscientos metros de altura. Debía tratarse de material de archivo puesto que se veía a plena luz del día. Desde el aire, la isla tenía un parecido asombroso con una chuleta de cerdo y supongo que cabría ironizar sobre la fiebre porcina… Plum Island tiene unos cinco kilómetros de longitud y menos de uno y medio en su parte más ancha.

– Éste es el aspecto que presentaba Plum Island el verano pasado, cuando esta emisora informó sobre persistentes rumores de que en la isla se llevaban a cabo investigaciones sobre la guerra bacteriológica -declaró la periodista.

Aparte de las frases trasnochadas, la presentadora tenía razón en cuanto a los rumores. Recordé un chiste aparecido en The Wall Street Journal , donde un asesor educativo dice a los padres de un alumno:

– Su hijo es perverso, mezquino, deshonesto y le encanta divulgar rumores. Sugiero que se dedique al periodismo.

Efectivamente. Y los rumores conducen al pánico. Me percaté de que aquel caso debía resolverse con rapidez.

– Nadie afirma que el asesinato de los Gordon esté relacionado con su trabajo en Plum Island -proseguía la presentadora frente a la casa-, pero la policía lo está investigando.

De nuevo al estudio.

Penrose bajó el volumen y se dirigió al señor Foster.

– ¿Desea el FBI vincularse públicamente en este caso?

– En este momento no -respondió el señor Foster-. La gente creería que existe un verdadero problema.

– El Departamento de Agricultura no tiene ningún interés oficial en este caso puesto que no existe ningún vínculo entre el trabajo de los Gordon y su muerte -agregó el señor Nash-. El departamento no hará ninguna declaración pública, salvo para expresar su aflicción por el asesinato de dos empleados muy agradables y voluntariosos.

Amén.

– Por cierto -dije dirigiéndome al señor Nash-, ha olvidado usted registrarse a su llegada.

Me miró, un poco sorprendido y muy enojado, y respondió:

– Lo haré… Gracias por recordármelo.

– No tiene importancia. Estoy a su disposición.

Después de unos minutos de charla superficial, Max se dirigió a los señores Foster y Nash.

– El detective Corey conocía a los fallecidos.

– ¿De qué los conocía? -preguntó el señor del FBI, inmediatamente interesado.

No es una buena idea empezar contestando a las preguntas, da la impresión de que uno es una persona cooperadora y yo no lo soy. No respondí.

– El detective Corey conocía a los Gordon -respondió Max en mi lugar- desde hace sólo unos tres meses. John y yo nos vemos de vez en cuando desde hace unos diez años.

Foster asintió. Estaba claro que deseaba formular más preguntas, pero mientras titubeaba intervino la detective Penrose.

– El detective Corey está redactando un informe completo sobre todo lo que sabe acerca de los Gordon, que compartiré con todas las agencias interesadas.

Primera noticia.

El señor Nash me observaba, apoyado en la mesa de la cocina. Nos miramos mutuamente, los dos machos dominantes en la sala, por así decirlo, y decidimos que no nos gustábamos y que uno de nosotros debía retirarse. El aire estaba tan cargado de testosterona que el papel se despegaba de las paredes.

– ¿Se ha decidido que esto es más que un homicidio? -pregunté después de mirar a Max y a Penrose-. ¿Es ésa la razón de la presencia del gobierno federal?

Nadie respondió.

– ¿O simplemente suponemos que hay algo más? -proseguí-. ¿Me he perdido alguna reunión o algo parecido?

– Actuamos con cautela, detective -respondió por fin sosegadamente el señor Ted Nash-. No tenemos ninguna prueba concreta de que este homicidio esté relacionado con asuntos de… bueno, para ser francos, asuntos de seguridad nacional.

– No sabía que el Departamento de Agricultura estuviera relacionado con la seguridad nacional -comenté-. ¿Disponen, por ejemplo, de vacas secretas?

– Tenemos lobos con piel de cordero -respondió con una sonrisa que expresaba su deseo de verme desaparecer.

Touché.

Mamón.

Intervino el señor Foster antes de que la cosa se pusiera fea.

– Estamos aquí como medida preventiva, detective. Sería muy negligente por nuestra parte no investigarlo. Todos esperamos que se trate de un simple asesinato, sin ninguna relación con Plum Island.

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