¿Ted? Caramba, realmente me he perdido algo en esa mísera hora de retraso.
Ted y Beth se miraron, almas torturadas, desgarradas entre la rivalidad y la lascivia.
– Bien… Haré una llamada -dijo por fin el señor Ted Nash, del Departamento de Seguridad de Bichos o lo que fuera.
– Mañana por la mañana -insistí-, a más tardar.
El señor Foster no dejó escapar la oportunidad de dirigirse al señor Nash.
– Creo que estamos todos de acuerdo, Ted, en que iremos mañana por la mañana.
El señor Nash asintió. Había dejado de brindarle a Beth Penrose miradas seductoras y ahora concentraba en mí sus pasiones.
– Si en algún momento determinamos que se ha cometido un delito federal, detective Corey, probablemente sus servicios dejarán de ser necesarios.
Había reducido a Teddy a la mezquindad y sabía cuándo retirarme. Acababa de emerger victorioso de un combate verbal, en el que había derrotado al untuoso Ted y recuperado el amor de lady Penrose. Soy un genio. Me sentía realmente mejor, había recuperado mi desagradable personalidad habitual. Además, esos personajes necesitaban que se les atizara un poco. La rivalidad es buena. La competencia es una cualidad norteamericana. ¿Qué ocurriría si el equipo de Dallas y el de Nueva York fueran amigos?
Los otros cuatro personajes tomaban ahora café y charlaban alrededor de la caja de cartón, intentando recuperar la cordialidad y el equilibrio reinantes antes de la llegada del detective Corey. Cogí otra cerveza de la nevera y me dirigí al señor Nash en tono profesional.
– ¿Con qué clase de microbios juegan en Plum Island? Es decir, ¿qué interés puede tener cualquier potencia extranjera por los microbios causantes de la glosopeda o de la enfermedad de las vacas locas? Dígame, señor Nash, de qué debo preocuparme para que cuando no pueda dormir sepa qué nombre darle.
– Supongo que deben de conocer el estado sumamente grave de la situación -respondió después de un prolongado silencio, de aclararse la garganta y mirar detenidamente a todos los presentes-. Aparte de la autorización de seguridad, en este caso inexistente, ustedes han jurado fidelidad como agentes de policía, por lo tanto…
– Nada de lo que diga saldrá de esta habitación -dije cordialmente.
A no ser que me convenga mencionárselo a alguien, pensé.
Nash y Foster se miraron y éste asintió.
– Todos ustedes saben, puede que lo hayan leído, que Estados Unidos ha abandonado la investigación o desarrollo en el campo de la guerra biológica. Hemos firmado un tratado a tal efecto.
– Ésa es la razón por la qué amo este país, señor Nash. Aquí no hay bombas bacteriológicas.
– Exactamente. Sin embargo… existen ciertas enfermedades que se encuentran entre los estudios biológicos legítimos y las armas biológicas potenciales. Ántrax es una de ellas. Como ustedes saben -prosiguió después de mirar a Max, a Penrose y a mí-, siempre han existido rumores de que Plum Island no es sólo un centro de investigación de patología animal, sino algo más.
Nadie respondió.
– En realidad -siguió diciendo Nash-, no es un centro de investigación de guerra biológica. No existe tal cosa en Estados Unidos. Pero no sería fiel a la verdad si negara que de vez en cuando visitan la isla especialistas en la guerra biológica para informarse y leer los informes de algunos experimentos. En otras palabras, existe cierto traspaso entre las enfermedades animales y las humanas o entre la guerra biológica ofensiva y la defensiva.
Conveniente traspaso, pensé.
El señor Nash tomó un trago de café y reflexionó antes de proseguir.
– La fiebre porcina africana, por ejemplo, se ha relacionado con el VIH. En Plum Island estudiamos la fiebre porcina africana y los medios de información inventan esa basura sobre… lo que se les antoja. Lo mismo ocurre con la fiebre del valle del Rif, el virus Hanta, así como otros retrovirus y filovirus como el Ébola Zaire y el Ébola Marburg…
En la cocina, donde todo el mundo era consciente de que aquél era el tema más aterrador del universo, imperaba un silencio sepulcral. En lo concerniente a armas nucleares, la gente era fatalista o creía que nunca llegarían a utilizarse. La guerra o el terrorismo biológico eran imaginables. Y si se desencadenase la peste adecuada, habría llegado el fin y no en un abrir y cerrar de ojos, sino lentamente, conforme se extendiera de los enfermos a los sanos y los cadáveres se descompusieran donde se hubieran desplomado, como en una película de serie B, próximamente en sus pantallas.
El señor Nash prosiguió, en un tono medio reticente medio orgulloso de saber lo que nosotros desconocíamos.
– Puesto que dichas patologías pueden afectar y afectan a los animales, su legítimo estudio corresponde a la jurisdicción del Departamento de Agricultura… El departamento intenta encontrar una curación para dichas enfermedades a fin de proteger la ganadería norteamericana y, por extensión, al pueblo norteamericano, porque a pesar de que suele haber una barrera entre las especies, que hace que patologías animales no afecten a seres humanos, estamos descubriendo que algunas pueden cruzar esa barrera… En el caso de la enfermedad de las vacas locas en Gran Bretaña, por ejemplo, existen pruebas de que algunas personas la contrajeron…
Puede que mi ex mujer tuviera razón en cuanto a la carne. Intenté imaginar una vida con hamburguesas de soja, judías sin carne y perritos calientes de algas. Prefería la muerte. De pronto sentí amor y cariño por el Departamento de Agricultura.
También me percaté de que lo que nos contaba el señor Nash era la basura oficial… eso de que las enfermedades animales cruzaran la barrera entre especies y todo lo demás. En realidad, si los rumores tenían fundamento, Plum Island era un lugar donde también se estudiaban enfermedades infecciosas humanas, de forma específica y deliberada, como parte de un programa de guerra biológica oficialmente inexistente. Por otra parte, podía ser sólo un rumor o que lo que hacían en Plum Island no fuera ofensivo sino defensivo.
Me pareció que la línea divisoria era muy tenue. Los microbios son microbios; desconocen la diferencia entre vacas, cerdos o personas. No distinguen la investigación defensiva de la ofensiva, no diferencian las vacunas preventivas de una bomba biológica. Maldita sea, ni siquiera distinguen entre el bien y el mal. Si seguía escuchando esa basura de Nash, podía empezar a creer que en Plum Island desarrollaban unos interesantes nuevos cultivos de yogur.
El señor Nash miraba fijamente su taza de café como si pensase que el agua podría haber sido infectada ya con la enfermedad de las vacas locas.
– El problema, evidentemente -prosiguió-, estriba en que esos cultivos víricos y bacteriológicos pueden ser… Me refiero a que si alguien llegase a obtener esos microorganismos y poseyera el conocimiento necesario para multiplicarlos a partir de las muestras, podría producirlos en grandes cantidades, y si, de algún modo, entraran en contacto con la población… podría existir un problema potencial de sanidad pública.
– ¿Se refiere a una especie de plaga del fin del mundo con los muertos amontonados en las calles? -pregunté.
– Sí, algo por el estilo.
Silencio.
– Así que -siguió diciendo el señor Nash en un tono grave-, aunque todos anhelamos descubrir la identidad del asesino o asesinos de los señores Gordon, estamos todavía más preocupados por descubrir si éstos cogieron algo de la isla y se lo entregaron a alguna persona o personas no autorizadas.
– ¿Puede alguien determinar si ha desaparecido algo de los laboratorios? -preguntó Beth después de un prolongado silencio.
Ted Nash miró a Beth Penrose de la misma forma en que un catedrático mira a su estudiante predilecto cuando ha formulado una pregunta brillante. En realidad, la pregunta no era tan genial pero todo vale para ligártela, ¿no es cierto, Ted?
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