Nelson DeMille - Isla Misterio

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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– Búscalas luego en el culo de Elizabeth Penrose.

– Limítate a poner las manos sobre esa mesilla de cristal -dijo después de soltar una carcajada.

– ¿Les has tomado las huellas a esos dos individuos que acompañan al jefe Maxwell? -pregunté después de obedecer.

– Me han dicho que nos ocuparíamos de ello más tarde.

– Claro. Escúchame, Sally, muchas personas, como esos de la cocina, van a mostrarte impresionantes documentos de identidad. Ofrece exclusivamente tu información a la brigada de homicidios del condado, a ser posible sólo a Penrose.

– Entendido -respondió y seguidamente miró a su alrededor-. Por cierto, ¿qué es eso de los microbios?

– Esto no tiene nada que ver con microbios. Por casualidad, las víctimas trabajaban en Plum Island, pero es pura coincidencia.

– De acuerdo.

Recogí las hojas impresas del ordenador y me dirigí hacia la puerta de cristal.

– No me gusta cómo se está tratando este escenario del crimen -exclamó Sally cuando ya me retiraba.

No respondí.

Descendí hacia la bahía, donde había un bonito banco cara al mar. Dejé los documentos sobre el banco y contemplé la bahía.

Había suficiente brisa para mantener los mosquitos alejados de mí. Unas pequeñas olas se desplazaban por la superficie del océano y agitaban el barco de los Gordon. Unas nubes blancas surcaban el firmamento frente a una gran luna brillante y el aire, que cambiaba de dirección y soplaba ahora del norte, olía más a tierra que a mar.

De algún modo, tal vez por ósmosis, había empezado a comprender las fuerzas elementales de la tierra y del mar a mi alrededor. Supongo que si se sumaban todas las vacaciones de dos semanas que había pasado aquí de niño, así como los fines de semana en otoño, no era de sorprender que algo hubiera penetrado en mi cerebro urbano.

Hay momentos en los que me apetece abandonar la ciudad y entonces pienso en un lugar como éste. Supongo que debería venir aquí en invierno, a pasar unos meses en esa casa enorme y llena de corrientes de aire del tío Harry y comprobar si me convierto en un alcohólico o en un ermitaño. Si se siguen cometiendo asesinatos en esta zona, el concejo municipal de Southold me nombrará asesor de homicidios permanente a cien dólares diarios y todas las almejas que sea capaz de comerme.

Me sentía inusualmente ambivalente respecto a mi reincorporación al servicio. Estaba dispuesto a probar algo distinto pero quería hacerlo por voluntad propia, no por prescripción facultativa. Además, si los médicos decidiesen que estaba acabado, no podría encontrar a los dos individuos que me habían disparado y eso era una importante tarea inacabada. Yo no tengo sangre italiana pero mi compañero, Dominic Fanelli, es siciliano y me ha enseñado toda la historia y el protocolo de la venganza. Me obligó a ver tres veces El Padrino . Creo haberlo comprendido. Los dos caballeros hispanos debían dejar de vivir y Dominic intentaba encontrarlos. Esperaba que me llamase el día que lo hiciera.

En cuanto a mi estado de salud, empezaba a cansarme y me senté en el banco. Ya no era exactamente el mismo superhombre de antes de que me dispararan.

Me acomodé y contemplé un rato la noche. En un pequeño parterre, a la izquierda del embarcadero de los Gordon, había un elevado mástil blanco con una cruceta, llamado verga, de cuyos penoles descendían dos cuerdas o cabos llamados drizas. Comprobarán que he aprendido algunos términos náuticos. El caso es que los Gordon habían encontrado un juego completo de banderas de señalización en un armario del garaje y a veces las izaban para divertirse, con mensajes como «Prepárense para el abordaje» o «El capitán está en tierra».

Me había percatado anteriormente de que en la parte superior del mástil ondeaba la bandera pirata y me pareció irónico que lo último que izaran los Gordon fuera una calavera con unos huesos cruzados.

También vi que en cada driza había una bandera de señalización, que apenas distinguía en la oscuridad, aunque poco importaba porque desconocía por completo su significado.

Beth Penrose se sentó en el extremo izquierdo del banco. Desgraciadamente se había puesto de nuevo la chaqueta y se cruzó de brazos como si tuviera frío. Las mujeres siempre tienen frío. No dijo nada pero se quitó los zapatos, se frotó los pies contra el césped y movió los dedos. También usan zapatos incómodos.

Después de unos minutos de amigable silencio, o tal vez hostil frialdad, opté por romper el hielo.

– Tenías razón. Pudo ser un barco.

– ¿Vas armado?

– No.

– Bien. Voy a volarte la tapa de los sesos.

– Caramba, Beth…

– Tú llámame detective Penrose.

– Anímate.

– ¿Por qué has sido tan desagradable con Ted Nash?

– ¿A quién te refieres?

– Sabes muy bien a quién me refiero. ¿Qué problema tienes?

– Cosas de hombres.

– Te has puesto en ridículo. Todo el mundo cree que eres un soberbio idiota, completamente inútil e incompetente. Y has perdido mi respeto.

– Entonces supongo que el sexo queda descartado.

– ¿Sexo? No quiero respirar ni siquiera el mismo aire que tú.

– Eso duele, Beth.

– No me llames Beth.

– Ted te llama…

– Escúchame, Corey, conseguí este caso porque se lo supliqué de rodillas al jefe de homicidios. Éste es realmente mi primer caso de asesinato. Lo único que me habían dado antes era basura: yonquis que se disparan entre sí, disputas familiares con tenedores y cuchillos y mierda por el estilo. Además con escasa frecuencia. El índice de homicidios es bajo en este condado.

– Cuánto lo siento.

– Claro. Tú te dedicas permanentemente a esto, estás harto y te pones cínico y sarcástico.

– Bueno, yo no diría…

– Si lo que pretendes es ponerme en ridículo, vete a la mierda -exclamó antes de ponerse de pie.

– Espera -respondí y también me levanté-. Estoy aquí para ayudar.

– Entonces ayuda.

– De acuerdo. Escúchame. En primer lugar un consejo: No hables demasiado con Foster o con tu amigo Ted.

– Eso ya lo sé y olvida esa mierda de «amigo Ted».

– Escúchame… ¿Puedo llamarte Beth?

– No.

– Escúchame, detective Penrose, sé que crees que me siento atraído por ti y, probablemente, que intento seducirte… y consideras que la situación podría llegar a ser incómoda…

Volvió la cabeza y contempló la bahía.

– Esto no es fácil -proseguí-, pero… bueno… no tienes que preocuparte por mí… por eso…

Volvió de nuevo la cabeza para mirarme.

Me cubrí parcialmente la cara con la mano derecha y me froté la frente.

– El caso es… que una de las balas que me dispararon… Cielos, ¿cómo te lo cuento? El caso es que me dio en un lugar curioso, ¿vale? Ahora ya lo sabes. De modo que podemos ser como… amigos, compañeros… hermano y hermana… o, mejor dicho, como hermanas…

La miré y vi que contemplaba de nuevo el mar.

– Creí que te habían dado en el estómago -dijo por fin.

– Ahí también.

– Max dijo que tenías una herida grave en los pulmones.

– También es cierto.

– ¿Algún daño cerebral?

– Es posible.

– Y ahora pretendes que me crea que otra bala te ha castrado.

– Un hombre no mentiría sobre algo semejante.

– ¿Si el horno está apagado, por qué todavía hay fuego en tu mirada?

– Es sólo un recuerdo, Beth. ¿Puedo llamarte Beth? Un buen recuerdo de la época en que era capaz de saltar con pértiga por encima de mi coche.

Se llevó la mano a la cara y no supe si reía o lloraba.

– Te ruego que no se lo digas a nadie -dije.

– Procuraré que no llegue a oídos de la prensa -respondió por fin cuando recuperó la compostura.

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