Nelson DeMille - Isla Misterio

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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Los Gordon contribuían asimismo a numerosas organizaciones caritativas, lo que hacía que me sintiera culpable. Pertenecían también a una asociación de libros y música, acudían al cajero con frecuencia, mandaban cheques a sobrinos y sobrinas y eran socios de la Sociedad Histórica Peconic. Todavía no parecían tener problemas graves, pero estaban muy cerca del límite. Si conseguían unos buenos ingresos complementarios con el tráfico de drogas, eran lo suficientemente inteligentes para esconder el dinero y lanzarse al ruedo como todos los intrépidos estadounidenses que no temen a Hacienda. La cuestión era: ¿dónde estaba el dinero?

No soy auditor, pero he efectuado suficientes análisis financieros para advertir elementos que conviene comprobar. Había sólo uno de éstos en los últimos veinticinco meses de contabilidad de los Gordon, un cheque de veinticinco mil dólares a nombre de Margaret Wiley. El cheque había sido certificado por una tarifa de diez dólares y el dinero transferido electrónicamente del fondo de inversión de los Gordon. En realidad, representaba casi la totalidad de sus ahorros. El cheque había sido extendido el 7 de marzo del año en curso y no había ninguna indicación de su propósito. ¿Quién era Margaret Wiley? ¿Por qué le habían entregado los Gordon un cheque garantizado de veinticinco de los grandes? Pronto lo averiguaríamos.

Tomé un sorbo de café y golpeé la mesa con el lápiz al compás del reloj de la pared del fondo mientras pensaba en ello.

Luego me acerqué al armario de la cocina, junto al teléfono de pared, donde había una guía local de teléfonos entre los libros de cocina. Busqué en la w y encontré una Margaret Wiley, que vivía en la carretera del faro en la aldea de Southold. En realidad sabía dónde se encontraba, puesto que como su propio nombre indicaba era el camino que conducía al faro denominado Horton Point.

Quería llamar a Margaret, pero tal vez le molestara recibir una llamada a las dos de la madrugada. Podía esperar al amanecer, pero la paciencia no era una de mis virtudes; a decir verdad, que yo sepa, no tengo virtudes. Además, tenía la sensación de que no todos los del FBI y la CIA estaban durmiendo y me iban a coger ventaja en el caso. Por último, aunque no por ello menos importante, aquél no era un asesinato común; mientras dudaba sobre si despertar o no a Margaret Wiley podía estar difundiéndose por todo el país una plaga capaz de destruir la civilización. Eso es algo que detesto.

Llamé. Sonó el teléfono y respondió un contestador automático. Colgué y marqué de nuevo. Por fin la señora de la casa se despertó y levantó el auricular.

– Diga.

– Con Margaret Wiley, por favor.

– Soy yo. ¿Con quién hablo? -preguntó una voz de anciana adormecida.

– Habla el detective Corey, señora. Policía.

Esperé un par de segundos para que se imaginara lo peor; generalmente así se despiertan.

– ¿Policía? ¿Qué ha ocurrido?

– Señora Wiley, ¿se ha enterado por las noticias de los asesinatos de punta de Nassau?

– Sí. Terrible…

– ¿Conocía usted a los Gordon?

– No… Bueno, hablé con ellos en una ocasión. Les vendí un terreno.

– ¿En marzo?

– Sí.

– ¿Por veinticinco mil dólares?

– Sí… pero qué tiene eso que ver…

– ¿Dónde está ese terreno, señora?

– Es un hermoso cantil que da a la bahía.

– Comprendo. ¿Se proponían construir una casa?

– No. Allí no se puede edificar. Vendí los derechos de construcción al condado.

– ¿Eso qué significa?

– Significa que está sujeto a un plan de conservación. Se pueden vender los derechos de construcción y seguir siendo propietario del terreno. Entonces sólo puede utilizarse para fines agrícolas.

– Comprendo. ¿Entonces los Gordon no podían hacerse una casa en ese cantil?

– Por supuesto que no. Si ese terreno tuviera permiso de construcción, valdría más de cien mil dólares. A mí me pagó el condado para que no construyera, es un convenio restrictivo sujeto al terreno. Un buen plan.

– ¿Pero usted podía vender el terreno?

– Efectivamente, y lo hice. Por veinticinco mil dólares -agregó-. Los Gordon sabían que no podían edificar en él.

– ¿Hubieran podido adquirir los derechos de construcción del condado?

– No. Los vendí a perpetuidad. Ése es el propósito del plan.

– De acuerdo -contesté, pensando que los Gordon habían aprovechado la oportunidad de comprar el terreno a bajo precio porque no se podía construir y Tom podría llevar a cabo su última fantasía, la de plantar unos viñedos; así que no existía ningún vínculo entre dicha compra y su asesinato-. Lamento haberla despertado, señora Wiley. Gracias por su ayuda.

– De nada. Espero que encuentren al culpable.

– Estoy seguro de que lo haremos -respondí antes de colgar.

Pero volví a marcar inmediatamente el mismo número.

– Lo siento, una última pregunta. ¿Es ese terreno adecuado para un viñedo?

– De ningún modo. Está junto al mar, demasiado expuesto y, además, es excesivamente pequeño. La parcela tiene sólo cuatro mil metros cuadrados con un desnivel de dieciséis metros hasta la playa. El lugar es hermoso, pero allí no crecen más que matorrales.

– Comprendo. ¿Mencionaron para qué lo querían?

– Sí. Dijeron que querían su propia colina junto al mar, un lugar donde sentarse a contemplar el océano. Eran una pareja encantadora. Es terrible lo sucedido.

– Sí señora. Gracias.

Colgué.

De modo que querían un lugar donde sentarse para contemplar el océano. Por veinticinco mil dólares podían haber pagado la tarifa de aparcamiento en el Orient Beach State Park cinco mil veces, contemplar el océano a su antojo todos los días durante los siguientes ocho años y todavía les habría sobrado dinero para perros calientes y cerveza. No tenía sentido.

Reflexioné un poco. Reflexioné y reflexioné. Puede que tuviera sentido. Eran un par de románticos. ¿Pero veinticinco mil de los grandes? Era casi todo su capital. Y si el gobierno los hubiera destinado a otro lugar, ¿qué habrían hecho con cuatro mil metros cuadrados de terreno que no servían para construir ni para cultivar?, ¿habrían encontrado a alguien lo suficientemente loco para pagar veinticinco mil dólares por una propiedad con semejantes limitaciones?

De modo que tal vez tuviera algo que ver con el tráfico marítimo de drogas; entonces sería lógico. Tendría que echarle una ojeada a ese terreno. Me pregunté si alguien habría encontrado ya la escritura de propiedad entre los papeles de los Gordon. Me pregunté también si los Gordon tendrían una caja de seguridad y qué guardarían en ella. Es problemático cuando a uno se le ocurren preguntas a las dos de la madrugada, cargado de cafeína y sin que nadie quiera hablarle.

Me serví otra taza de café. Las ventanas de encima del fregadero estaban abiertas y se oían los bichos de la noche que cantaban sus canciones de setiembre: las últimas cigarras y ranas de san Antonio, un búho que ululaba en la cercanía y un ave nocturna que trinaba en la bruma que se levantaba de la gran bahía de Peconic.

Aquí el otoño es templado; la gran masa de agua conserva el calor veraniego hasta noviembre. Es excelente para las uvas y agradable para la navegación hasta el Día de Acción de Gracias. Llegaba ocasionalmente algún huracán en agosto, setiembre u octubre y algún fuerte viento del noreste en invierno. Pero esencialmente el clima es benigno, con brumas y nieblas frecuentes; también hay abundantes calas y ensenadas, ideales para contrabandistas, piratas, comerciantes ilegales de ron y, últimamente, traficantes de drogas.

Sonó el teléfono de la pared y, durante un instante irracional, creí que podría tratarse de Margaret, luego me acordé de que Max tenía que llamar por lo del desplazamiento a Plum Island. Cogí el teléfono y dije:

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