Nelson DeMille - Isla Misterio

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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Pensé en Tom y Judy. Tom era un doctor a quien no le importaba matar sus neuronas con vino y cerveza y preparaba un excelente bistec a la parrilla. Era un individuo con los pies en el suelo, procedente de Indiana, Illinois, o algún lugar parecido donde hablan con ese acento tan curioso. Era discreto en cuanto a su trabajo y bromeaba sobre su peligro. Por ejemplo, la semana pasada, cuando se acercaba un huracán, comentó: «Si azota Plum Island podremos llamarlo huracán ántrax e irnos todos al carajo.» Ja, ja, ja.

Judy, como su marido, también era doctora, del Medio Oeste, modesta, bondadosa, alegre, divertida y hermosa. John Corey, como todos los hombres que la conocieron, se enamoró de ella.

Judy y Tom parecían haberse adaptado muy bien a esta provincia marítima en los dos años transcurridos desde su llegada. Daban la impresión de disfrutar con su potente lancha y se habían involucrado en la Sociedad Histórica Peconic. Además, les encantaban las bodegas y se habían convertido en grandes conocedores de los vinos de Long Island. En realidad, habían hecho amistad con algunos de los vinateros locales, incluido Fredric Tobin, que celebraba exuberantes fiestas en su castillo, a una de las cuales yo había asistido como invitado de los Gordon.

Como pareja, los Gordon parecían felices, cariñosos, siempre dispuestos a cuidarse el uno al otro, a compartir, lo habitual de los noventa, y nunca advertí que fallara algo entre ellos. Aunque eso no significa que fueran personas perfectas ni que formaran una perfecta pareja.

Busqué en mi mente algún defecto fatal, una de esas cosas que a veces hacen que la gente muera asesinada. ¿Drogas?, improbable. ¿Infidelidad?, posible, aunque tampoco probable. ¿Dinero?, no tenían mucho que robar. De modo que el asunto quedaba reducido una vez más al trabajo.

Reflexioné. Analizándolo superficialmente, parecía que los Gordon vendían «superbichos», algo había fallado y los habían eliminado. En ese sentido, recordé que en una ocasión Tom me había confesado que su mayor temor, aparte de coger una enfermedad, era que a él y a Judy los secuestraran algún día directamente en su barco, que llegara, por ejemplo, un submarino iraní o algo por el estilo, se los llevara y nunca se volviera a saber de ellos. La idea me pareció un poco extravagante, pero recuerdo que pensé que los Gordon debían de tener muchas cosas en la cabeza que ciertas personas querían. Por tanto, era posible que el asesinato hubiera empezado como un intento de secuestro y algo hubiera fallado. Consideré dicha posibilidad. Si los asesinatos estaban relacionados con su trabajo, ¿eran los Gordon víctimas inocentes o traidores que vendían la muerte a cambio de oro? ¿Habían sido asesinados por una potencia extranjera o por alguien más próximo a casa?

Reflexioné lo mejor que pude en la OTT con el ruido, las bobadas de la media parte, la cerveza en mi cerebro y el ácido en mi estómago. Me tomé otra cerveza y otra Maalox. El médico nunca me explicó por qué no debía mezclarlas.

Intenté pensar en lo impensable, en que el apuesto y alegre Tom y la hermosa y vivaracha Judy vendieran la peste a algún demente, en depósitos de agua potable infectados o en fumigadores sobre Nueva York o Washington que provocaran millones de enfermedades y muertes…

No podía imaginar que los Gordon lo hicieran. Por otra parte, todo el mundo tiene un precio. Solía preguntarme cómo podían permitirse alquilar una casa junto al mar y comprar un barco tan caro. Puede que ahora supiera cómo y por qué necesitaban una lancha de alta velocidad y una casa con un embarcadero privado. Todo tenía sentido y, sin embargo, mi instinto me impedía creer en lo evidente.

Le di una propina excesivamente generosa a la dama del trasero nórdico y regresé al escenario del crimen.

Capítulo 4

Eran más de las once cuando conducía por el camino que llevaba a la casa de los Gordon. Una luna casi llena iluminaba el firmamento y una agradable brisa con olor a mar penetraba por las ventanillas abiertas de mi Jeep Grand Cherokee Limited verde musgo, un capricho de cuarenta mil dólares del que se había considerado merecedor el casi difunto John Corey.

Paré a cincuenta metros de la casa, puse la palanca del cambio automático en posición de aparcar y seguí escuchando unos minutos el partido antes de parar el motor.

– Las luces están encendidas -dijo una voz.

– Cállate -respondí mientras las apagaba-. Cierra el pico.

Existen muchas opciones en la vida, pero una que nunca recomendaría es la Opción de Avisos y Consejos hablados. Abrí la puerta.

– La llave está en el contacto. No ha puesto el freno de mano -dijo esa voz femenina, que juro por Dios que se parecía a la de mi ex mujer.

– Gracias, querida.

Retiré las llaves, me apeé y di un portazo.

Había disminuido considerablemente la cantidad de gente y vehículos en la calle y supuse que habían retirado los cadáveres, ya que es un hecho que la llegada del coche de la funeraria suele satisfacer a la mayoría de los espectadores y señala el fin del primer acto. Además, todos querían verse a sí mismos en las noticias de las once.

Había aumentado la presencia policial desde mi visita anterior: una unidad móvil de la policía del condado de Suffolk estaba aparcada frente a la casa, junto al furgón del forense. Este nuevo vehículo era el centro de mando, dispuesto para acomodar a investigadores, radios, aparatos de fax, telefonía móvil, equipos de vídeo y demás artefactos de alta tecnología, que constituyen el arsenal de la interminable batalla contra la delincuencia y todo eso.

Vi que un helicóptero sobrevolaba la zona y por la luz de la luna me percaté de que pertenecía a una de las cadenas de televisión. Aunque no podía oír la voz del presentador o presentadora, probablemente decía algo parecido a: «Tragedia en esta selecta comunidad de Long Island, acaecida esta tarde.» Y luego algo sobre Plum Island.

Me abrí paso entre los últimos mirones, procurando evitar a toda persona con aspecto de periodista de servicio. Crucé la cinta policial y se me acercó inmediatamente un policía de Southold. Le mostré mi placa y me saludó de mala gana.

El policía uniformado, encargado del registro en el escenario del crimen, se me aproximó con una carpeta y un horario en la mano y le facilité una vez más mi nombre, ocupación y demás datos que me solicitó. Es una norma habitual que se aplica durante la investigación de un crimen, que empieza con el primer agente que llega al lugar de autos y prosigue hasta que el último lo abandona y se devuelve la propiedad a su legítimo usufructuario. En todo caso, ya me había anotado dos veces y estaba más hondo el anzuelo.

– ¿Ha sido registrado un individuo del Departamento de Agricultura? -le pregunté al policía uniformado.

– No -respondió sin siquiera consultar su carpeta.

– Pero aquí hay un individuo del Departamento de Agricultura, ¿no es cierto?

– Tendrá que preguntárselo al jefe Maxwell.

– Le pregunto a usted por qué no lo ha apuntado.

– Tendrá que hablar con el jefe Maxwell.

– Lo haré.

En realidad, ya conocía la respuesta. Por algo llaman a esos individuos fantasmas.

Me trasladé al jardín trasero. En los lugares donde habían yacido los Gordon había ahora siluetas de tiza con un aspecto bastante fantasmagórico a la luz de la luna. Un gran plástico transparente cubría los restos detrás, donde sus órganos se habían desparramado.

En este sentido, como dije antes, me alegré de que los asesinatos hubieran tenido lugar al aire libre y no persistiera el olor a muerte. Es odioso regresar al escenario de un asesinato en el interior y encontrarse todavía con el hedor. ¿Por qué no puedo alejarlo de mi mente?, ¿de mi nariz?, ¿de mi garganta? ¿Por qué?

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