Asentí. Ya lo sabía.
– Voy a llamar a Plum Island e intentaré averiguar a qué hora se marcharon -prosiguió-. El mar está calmado, sube la marea y sopla viento del este, de modo que pudieron llegar con mucha rapidez.
– No soy navegante.
– Yo sí. Pudieron tardar una hora escasa, cuando normalmente se tardaría hora y media o dos a lo sumo. Los Murphy oyeron que el barco de los Gordon llegaba a eso de las cinco y media; si logramos averiguar cuándo salieron de Plum Island, sabremos con mayor certeza si fue la embarcación de los Gordon lo que oyeron los Murphy a las cinco y media.
– Bien.
Miré el jardín. Había los muebles habituales: mesa, sillas, un bar al aire libre, sombrillas. Pequeñas plantas y matorrales crecían en espacios abiertos entre las tablas de cedro, pero en ningún lugar al aire libre podía haberse ocultado nadie para sorprenderlos.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó Max.
– Estaba pensando en el gran entarimado norteamericano. Grandes tablas de madera a varios niveles que no precisan mantenimiento alguno. No como mi vieja terraza, que necesita constantemente pintura. Si comprara la casa de mi tío, podría construir una cubierta como ésta hasta la bahía. Claro que entonces no tendría tanto césped.
– ¿En eso estabas pensando? -preguntó Max después de unos segundos.
– Sí. ¿Y tú en qué piensas?
– En el doble asesinato.
– Bien. Cuéntame qué has descubierto.
– De acuerdo. Toqué los motores -respondió mientras señalaba el barco con el pulgar-. Estaban todavía calientes cuando llegamos, como los cuerpos.
Asentí. El sol comenzaba a sumergirse en la bahía, ya se percibía el frescor y la oscuridad, y yo empezaba a sentir frío en camiseta y pantalón corto, sin ropa interior.
Setiembre es realmente un mes maravilloso en la costa atlántica, desde Outer Banks hasta Newfoundland. La temperatura diurna es suave, y las noches, agradables para dormir; es verano sin calor ni humedad y otoño sin lluvia fría. Los pájaros veraniegos todavía no se han marchado y las aves migratorias del norte descansan en su camino hacia el sur. Supongo que si abandonara Manhattan y me instalara aquí, acabaría por aficionarme a la naturaleza, navegar, pescar y todo eso.
– Y hay algo más -dijo Max-. El cabo está amarrado a un pilote.
– Eso parece muy significativo para el caso. ¿Qué diablos es un cabo?
– La cuerda. La cuerda del barco no está sujeta a las cornamusas del embarcadero, sino amarrada temporalmente a uno de los pilotes, que son esos palos que salen del agua. Eso hace suponer que se proponían volver a salir a la mar poco tiempo después.
– Buena observación.
– Bien. ¿Alguna idea?
– Ninguna.
– ¿Alguna aportación por tu parte?
– Creo que me llevas ventaja, jefe.
– ¿Alguna teoría, presentimiento, corazonada, lo que sea?
– No.
El jefe Maxwell parecía querer decir algo como «quedas despedido», pero dijo:
– Debo llamar por teléfono.
Y entró en la casa.
Volví a observar los cuerpos. La mujer con el traje chaqueta marrón claro dibujaba con tiza el contorno de Judy. Según la normativa oficial de la ciudad de Nueva York, es el encargado de la investigación quien dibuja el contorno de los cadáveres y supuse que aquí era lo mismo. La idea es que el detective que seguirá el caso hasta su conclusión y trabajará con el fiscal del distrito conozca y averigüe personalmente todos los detalles en la medida de lo posible. Así que deduje que la señora de marrón era una detective de homicidios, a quien habían asignado la investigación de aquel caso. También llegué a la conclusión de que acabaría tratando con ella si decidía colaborar con Max.
El escenario de un asesinato es uno de los lugares más interesantes del mundo, si uno sabe lo que busca y lo que ve. Pensemos en personas como Tom y Judy que observan microbios a través del microscopio y conocen sus nombres, Io que esos bichitos están haciendo en aquel momento, lo que podrían hacerle a la persona que los está mirando, etcétera. Pero si yo observara microbios, lo único que vería serían cositas diminutas que se mueven; no poseo formación visual ni intelectual para los microbios.
Sin embargo, cuando miro un cadáver y su entorno, veo cosas que pasan inadvertidas a la mayoría de la gente. Max tocó los motores y los cuerpos y se percató de que estaban calientes, se fijó en la manera en que estaba amarrado el barco y captó una docena de pequeños detalles que habrían pasado desapercibidos a una persona corriente. Pero Max no es un detective y funciona a lo que podríamos llamar nivel dos, mientras que para resolver un asesinato como éste hay que razonar a un nivel mucho más alto. Él lo sabía y por eso me había llamado.
También se daba la coincidencia de que yo conocía a las víctimas y eso, para un detective de homicidios que trabaje en el caso, es una gran ventaja. Sabía, por ejemplo, que los Gordon solían vestir con camiseta, pantalón corto y zapatillas para ir en su barco a Plum Island y luego allí se ponían la bata, el traje de protección o lo que fuera necesario. Tampoco era habitual que Tom llevara una camiseta negra y Judy, si mal no recordaba, sentía predilección por los tonos pastel. Sospeché que se habían vestido para pasar inadvertidos y las zapatillas deportivas que llevaban puestas eran para poder correr más. Por otra parte, puede que estuviera imaginando pistas. Hay que ser cuidadoso para no hacerlo.
Pero luego estaba la tierra roja en las suelas de sus zapatillas. ¿De dónde procedía? No del laboratorio, ni tampoco probablemente del camino del muelle del transbordador de Plum Island, ni de su barco, ni de su embarcadero, ni de su jardín. Al parecer, habían estado en otro lugar, para lo que se habían vestido de forma diferente e, indudablemente, el día había tenido un final distinto del que habían previsto. Allí sucedía algo más, de lo que yo no tenía la menor idea, pero que indudablemente existía.
Sin embargo, no dejaba de ser posible que se hubieran limitado a sorprender a algún ladrón. Puede que lo que hubiera pasado no tuviera nada que ver con su trabajo. Pero el caso es que a Max le intrigaba y le ponía nervioso y a mí también me había contagiado. Antes de la medianoche, y a no ser que para entonces Max hubiera cogido a algún ratero, llegarían representantes del FBI, del Servicio de Inteligencia y de la CIA.
– Usted perdone.
Volví la cabeza hacia la voz y comprobé que era la señora del traje marrón claro.
– Está usted perdonada.
– Disculpe, ¿se supone que debe estar aquí?
– Formo parte de la orquesta.
– ¿Es usted agente de policía?
Evidentemente, mi camiseta y pantalón corto no proyectaban una imagen de autoridad.
– Estoy con el jefe Maxwell.
– Eso ya lo he visto. ¿Ha sido usted debidamente registrado?
– ¿Por qué no lo comprueba? -respondí antes de dar media vuelta y descender por el jardín en dirección al embarcadero, procurando evitar cuidadosamente las banderitas de colores.
Ella me siguió.
– Soy la detective Penrose de la brigada de homicidios del condado de Suffolk y estoy a cargo de esta investigación.
– La felicito.
– Y a no ser que exista alguna razón oficial para justificar su presencia…
– Tendrá que hablar con el jefe.
Llegué al embarcadero y me acerqué al lugar donde estaba amarrado el barco de los Gordon. Soplaba una fuerte brisa en el largo muelle y el sol ya se había ocultado. No vi ningún barco de vela en la bahía pero pasaron algunas lanchas con las luces de navegación encendidas. Una luna casi llena acababa de salir por el sureste y brillaba en el agua.
La marea estaba alta y el barco de diez metros se encontraba casi a nivel del embarcadero. Salté a cubierta.
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