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Nelson DeMille: Isla Misterio

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Nelson DeMille Isla Misterio

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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En el supuesto de que hubiera habido un solo agresor, Tom, que era un hombre fuerte, probablemente había recibido el primer y único disparo en la cabeza, luego Judy, cuando se giró para mirar incrédula a su marido, recibió un disparo en la sien. Probablemente, las balas les habían atravesado el cráneo y habían ido a parar a la bahía; mala suerte para los de balística.

Nunca había estado en el lugar de un homicidio donde no hubiera un olor increíblemente repugnante si hacía algún tiempo que habían fallecido las víctimas. Si había sangre, siempre olía, y si se había penetrado alguna cavidad corporal, solía haber un olor peculiar a entrañas. Eso era algo que no deseaba volver a percibir; la última vez que había olido a sangre había sido la mía propia. De todos modos, el hecho de que en esta ocasión el asesinato se hubiera cometido al aire libre lo hacía más llevadero.

Miré a mi alrededor y no vi ningún lugar cercano donde el agresor pudiera haberse ocultado. La puerta de cristal corrediza de la casa estaba abierta; allí podía haberse escondido, pero se encontraba a casi siete metros de los cadáveres y no hay mucha gente capaz de dispararle a alguien a la cabeza con una pistola desde dicha distancia. Yo era una prueba viviente de ello. A esa distancia se dispara primero al cuerpo y luego el agresor se acerca para rematar a la víctima con un disparo en la cabeza. Así que existían dos posibilidades: que el asesino hubiera utilizado un rifle en lugar de una pistola o que se hubiese aproximado a ellos sin provocar ninguna alarma. Alguien de aspecto normal, no amenazante, tal vez incluso alguien a quien conocían. Los Gordon podían haberse apeado de su barco, haberse dirigido a la casa, haber visto en algún momento a la persona en cuestión y haberse acercado a ella. El agresor habría levantado la pistola cuando estaban a casi un metro de distancia y acabado con la vida de ambos.

Miré más allá de los cadáveres y vi banderitas de colores clavadas en distintos lugares del entarimado.

– ¿Las rojas indican sangre?

– Las blancas, cráneo; las grises… -explicó Max.

– Comprendido -respondí, contento de haberme puesto las chancletas.

– Los boquetes de salida son enormes -dijo Max-, prácticamente ha desaparecido la parte posterior del cráneo. Y, como puedes comprobar, los agujeros de entrada son grandes. Sospecho que se trata del calibre cuarenta y cinco. Todavía no hemos encontrado las balas, probablemente cayeron en la bahía.

No respondí.

Entonces Max señaló la puerta de cristal corrediza y me llamó.

– Esa puerta ha sido forzada, y la casa, saqueada. Nada grande ha desaparecido; el televisor, el ordenador, el CD y todo lo demás siguen ahí. Pero puede que se hayan llevado joyas y otros artículos de tamaño reducido.

Reflexioné unos instantes. Los Gordon, al igual que la mayoría de los científicos con un salario gubernamental, no poseían muchas joyas, obras de arte ni cosas por el estilo. Un drogata habría cogido los aparatos de valor y habría huido.

– Eso es lo que yo pienso -dijo Max-. El ladrón o los ladrones estaban en lo suyo cuando vieron por la puerta de cristal que se acercaban los Gordon, salió o salieron al jardín, les dispararon y huyeron. ¿Qué te parece? – preguntó.

– Si tú lo dices.

– Lo digo.

– De acuerdo.

Sonaba mejor que: «Saqueada la casa de unos investigadores de un proyecto altamente secreto de guerra biológica y hallados muertos los científicos.»

– ¿Tú qué opinas, John? -preguntó Max en voz baja después de acercarse.

– ¿Es éste el pan nuestro de cada día?

– Vamos, muchacho, no me tomes el pelo. Puede que tengamos entre manos un doble asesinato de alcance mundial.

– Pero tú acabas de decir que podría tratarse simplemente de alguien que regresa a su casa en el momento inoportuno y acaba con un disparo en la cabeza.

– Sí, pero resulta que en este caso los propietarios son… lo que quiera que sean -respondió sin dejar de mirarme-. Haz una reconstrucción.

– De acuerdo. Está claro que el agresor no disparó desde la puerta de cristal. Estaba junto a ellos. Entonces esa puerta estaba cerrada, de modo que los Gordon no vieron nada inusual al acercarse a la casa. Posiblemente, el asesino estaba sentado ahí, en una de esas sillas, y pudo haber llegado en barco, ya que no aparcaría su coche ahí delante, donde todo el mundo pudiera verlo. O puede que alguien lo trajera. En ambos casos, los Gordon lo conocían o no estaban innecesariamente preocupados por su presencia en el jardín de su casa o, incluso, puede que se trate de una mujer de aspecto agradable a la que los Gordon se acercaron y ella a ellos. Puede que intercambiaran unas palabras, pero la persona que los asesinó no tardó en sacar la pistola y acabar con ellos.

El jefe Maxwell asintió.

– Si el agresor buscaba algo en el interior, no eran joyas ni dinero, sino documentos. Ya sabes, información. No mató a los Gordon porque lo sorprendieran, los asesinó porque los quería muertos. Los estaba esperando. Tú lo sabes.

Max asintió.

– Por otra parte, Max, también he visto muchos robos frustrados en los que el propietario murió asesinado y el ladrón huyó con las manos vacías. Cuando se trata de drogatas, nada tiene sentido.

El jefe Maxwell se frotó la barbilla mientras pensaba por una parte en la posibilidad de un lunático armado, en la de un asesino a sangre fría, por otra, y todo lo que cupiera entre ambas.

Entretanto, me agaché junto a los cadáveres, cerca de Judy. Tenía los ojos abiertos, muy abiertos, y parecía sorprendida.

Tom también tenía los ojos abiertos, pero parecía más sereno que su esposa. Las moscas habían encontrado la sangre en las heridas y tuve la tentación de ahuyentarlas, pero ya no importaba.

Examiné detenidamente los cuerpos sin tocar nada que pudiera entorpecer la labor de los forenses. Observé el pelo, las uñas, la piel, la ropa, los zapatos… Cuando terminé, acaricié la mejilla de Judy y me levanté.

– ¿Cuánto hacía que los conocías? -preguntó Maxwell.

– Más o menos desde junio.

– ¿Habías estado en esta casa antes?

– Sí. Te queda una pregunta.

– Bueno… Debo preguntártelo… ¿Dónde estabas a eso de las cinco y media?

– Con tu novia.

Sonrió, pero no le divirtió mi respuesta.

– ¿Los conocías bien? -pregunté entonces.

– Sólo en sociedad -respondió después de titubear un instante-. Mi novia me obliga a asistir a catas de vino y cosas por el estilo.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo sabías que yo los conocía?

– Mencionaron que habían conocido a un poli de Nueva York que estaba convaleciente. Yo comenté que te conocía.

– El mundo es un pañuelo -dije.

No respondió.

Observé el jardín. Al este estaba la casa y al sur unos setos altos y espesos tras los cuales se encontraba la casa de Edgar Murphy, el vecino que había descubierto los cadáveres. Al norte había un descampado que se extendía varios centenares de metros hasta la casa siguiente, apenas visible. Al oeste, el terreno descendía en tres niveles hacia la bahía, donde había un embarcadero de unos treinta metros hasta aguas profundas. Al final del embarcadero estaba amarrado el barco de los Gordon, una elegante lancha de fibra de vidrio, Fórmula tres y algo, de unos diez metros de eslora. Se llamaba Spirochete [1] que según sabemos gracias a los manuales de biología es el perverso bicho causante de la sífilis. Los Gordon tenían sentido del humor.

– Edgar Murphy ha declarado que los Gordon a veces utilizaban su propia embarcación para trasladarse a Plum Island. Usaban el transbordador gubernamental cuando hacía mal tiempo y en invierno.

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