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Nelson DeMille: Isla Misterio

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Nelson DeMille Isla Misterio

Isla Misterio: краткое содержание, описание и аннотация

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Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba. Isla Misterio, con un ritmo trepidante y salpicada de ingeniosas pinceladas cómicas, constituye sin duda la novela más lograda de Nelson DeMille.

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– ¿Es tuya esta casa? -preguntó por fin.

– Es de mi tío. Quiere que se la compre.

– No lo hagas. Según mi filosofía, si algo vuela, flota o jode, alquílalo.

– Gracias.

– ¿Vas a quedarte algún tiempo?

– Hasta que deje de silbar el viento a través de mi pecho.

Sonrió y adoptó de nuevo una actitud contemplativa. Max es un individuo corpulento, aproximadamente de mi edad, o sea de unos cuarenta y cinco años, con el cabello rubio ondulado, tez rubicunda y ojos azules. Las mujeres parecen encontrarlo atractivo, afortunadamente para él, que es soltero y heterosexual.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó.

– Bien.

– ¿Te apetece un poco de ejercicio mental?

No respondí. Conozco a Max desde hace unos diez años pero como no vivo en esta zona sólo nos vemos de vez en cuando. A estas alturas debo aclarar que soy detective de homicidios en Nueva York, destinado en Manhattan norte hasta que fui herido de bala. Eso sucedió el 12 de abril. Un detective de homicidios no había sido herido en Nueva York desde hacía unas dos décadas, así que se convirtió en una gran noticia. Los de la oficina de información pública del Departamento de Policía de Nueva York alentaron la publicidad porque era momento de renovar los contratos y, dado que soy una persona tan agradable, atractiva, etcétera, decidieron extraerle el máximo rendimiento y, con la cooperación de los medios de comunicación, seguimos con el tema. Entretanto, los dos canallas que me dispararon siguen todavía en libertad. De modo que pasé un mes en el presbiteriano de Columbia, a continuación unas semanas en un piso de Manhattan y luego mi tío Harry sugirió que esta casa veraniega era el lugar indicado para un héroe. ¿Por qué no? Llegué a finales de mayo.

– Creo que conocías a Tom y Judy Gordon -dijo Max.

Lo miré. Nuestros ojos se encontraron y comprendí.

– ¿Los dos? -pregunté.

– Los dos -asintió antes de un momento de respetuoso silencio-. Me gustaría que echaras una ojeada al lugar del crimen.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué no? Como favor personal. Antes de que todos los demás intervengan en el asunto. Ando escaso de detectives de homicidios.

A decir verdad, el Departamento de Policía de Southold carece de detectives de homicidios, lo que habitualmente no importa porque aquí son muy pocos los asesinatos que se cometen. Cuando eso sucede, la policía del condado de Suffolk manda a sus investigadores y Max les cede el caso, pero no le gusta.

Ahora un poco de geografía local. Éste es el pueblo de Southold, en la zona norte de Long Island, Estado de Nueva York, que según reza el letrero de la autopista fue fundado en mil seiscientos cuarenta y pico por gentes de New Haven, Connecticut, que quién sabe si huían del rey. La zona sur de Long Island, al otro lado de la bahía de Peconic, es la parte elegante, donde residen escritores, pintores, editores y otros personajes por el estilo. Aquí, en el norte, los habitantes son agricultores, pescadores y cosas parecidas. Y puede que uno de ellos, asesino.

En todo caso, la casa de mi tío Harry está situada en la aldea de Mattituck, a unos ciento cincuenta kilómetros por carretera de la calle Ciento Dos Oeste, donde dos caballeros de aspecto hispano habían efectuado catorce o quince disparos contra un servidor de ustedes y alcanzado tres veces el blanco móvil desde una distancia de ocho a diez metros; no muy impresionante, aunque no critico ni me quejo.

El municipio de Southold comprende casi todo el norte de la isla, con sus ocho aldeas y un pueblo llamado Greenport, así como un cuerpo de policía de unos cuarenta agentes y a Sylvester Maxwell como jefe.

– Nada se pierde por mirar -dijo Max.

– Claro que sí. Imagina que me obligan a declarar en un momento inoportuno. Aquí nadie me paga.

– En realidad he hablado con el supervisor y ha accedido a contratarte oficialmente como asesor. Cien pavos diarios.

– Caramba. Parece el tipo de trabajo para el que hay que disponer antes de unos ahorros.

Max sonrió.

– No te quejes, te servirá para gasolina y teléfono. De todos modos no estás haciendo nada.

– Procuro que se cierre el agujero de mi pulmón derecho.

– Esto no será agotador.

– ¿Cómo lo sabes?

– Es tu oportunidad para convertirte en un buen ciudadano de Southold.

– Yo soy neoyorquino. No se supone que deba ser un buen ciudadano.

– Por cierto, ¿conocías bien a los Gordon? ¿Erais amigos?

– Más o menos.

– Bien, ahí está tu razón para hacerlo. Vamos, John. Levántate. Vámonos. Te deberé un favor. Te perdonaré una multa.

Sinceramente, estaba aburrido y los Gordon eran buenas personas… Me levanté y dejé mi cerveza.

– Aceptaré el trabajo a un dólar por semana, para que sea oficial.

– Bien. No lo lamentarás.

– Por supuesto que lo haré -respondí antes de parar Jeremiah Was a Bullfrog -. ¿Hay mucha sangre?

– Un poco. Heridas en la cabeza.

– ¿Crees que necesito ponerme botas?

– Bueno… les ha salido parte del cráneo y del cerebro por la nuca…

– De acuerdo.

Después de ponerme las chancletas, Max y yo rodeamos la casa por la terraza hasta la puerta principal. Luego subí a su coche oficial sin distintivos, un Jeep Cherokee de color blanco con una ruidosa radio de policía.

Condujimos por el largo camino de la casa, que durante aproximadamente un siglo mi tío Harry y sus predecesores habían cubierto de conchas de ostra y lapas mezcladas con cenizas y ascuas del fogón de carbón para evitar el polvo y el barro. Ésta había sido una de las llamadas explotaciones agrícolas de la bahía y se encuentra junto a la orilla del mar, pero se ha vendido la mayor parte de la tierra cultivable. El terreno está un poco abandonado y su vegetación consiste predominantemente en plantas de escasa utilidad, como forsythias, sauces blancos y setos de ligustro. La casa es de color beige, con bordes y tejado verdes. A decir verdad es bastante encantadora y puede que la compre si los médicos de la policía me dan por inútil. Debería ejercitarme en toser sangre.

A propósito de mi inutilidad, tengo bastantes posibilidades de conseguir una pensión vitalicia y libre de impuestos, aproximadamente tres cuartos de mi salario. Eso equivale en el Departamento de Policía de Nueva York a encontrarse en Atlantic City, tropezar con un pliegue de la alfombra en el Trump's Castle y golpearse la cabeza con una máquina tragaperras ante un abogado laboralista. ¡El gordo!

– ¿Me estás escuchando?

– ¿Cómo?

– Decía que un vecino descubrió los cadáveres a las cinco cuarenta y cinco…

– ¿Ya estoy contratado?

– Por supuesto. Ambos habían recibido un solo disparo en la cabeza y los encontró en el suelo del jardín…

– Max, eso ya lo veré. Háblame del vecino.

– De acuerdo. Se llama Edgar Murphy, es un anciano caballero. Oyó que llegaba el barco de los Gordon a eso de las cinco y media. Al cabo de unos quince minutos se acercó a su casa y los encontró asesinados. No oyó ningún disparo.

– ¿Aparato auditivo?

– No. Se lo he preguntado. Según él, su esposa también oye perfectamente. Puede que utilizaran un silenciador. O tal vez estén más sordos de lo que creen.

– Pero oyeron el barco. ¿Está Edgar seguro de eso?

– Bastante seguro. Nos llamó a las cinco cincuenta y uno, de modo que su precisión es considerable.

– Desde luego.

Consulté mi reloj. Ahora eran las siete y diez. Max debió de tener la brillante idea de venir a buscarme poco después de llegar al lugar del crimen. Supuse que a estas alturas habrían llegado los muchachos de homicidios del condado de Suffolk. Seguramente se habrían desplazado desde una ciudad llamada Yaphank, donde se encontraba el cuartel general de la policía del condado, que estaba aproximadamente a una hora en coche de la residencia de los Gordon.

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