Max continuó perorando mientras yo intentaba concentrarme, pues habían transcurrido unos cinco meses desde que había tenido que pensar en asuntos de este tipo. Tuve la tentación de exclamar: «¡Sólo hechos, Max!» Pero dejé que siguiera hablando. Además, no podía quitarme de la cabeza Jeremiah Was a Bullfrog y, como todos sabemos, es muy molesto cuando uno no puede dejar de pensar en una canción. Especialmente en ésa.
Miré por la ventanilla abierta del coche. Íbamos por el eje este/oeste, convenientemente denominado carretera principal, hacia un lugar llamado punta de Nassau donde viven, o vivían, los Gordon. La zona norte de Long Island es parecida a Cape Cod, azotada por el viento, rodeada de agua por tres costados y repleta de historia.
La población permanente es escasa, unos veinte mil habitantes, pero hay muchos veraneantes y gente de fin de semana y las nuevas bodegas atraen visitantes que vienen a pasar el día. No hay más que abrir una bodega para que acudan millares de petimetres babosos catadores de vino del centro urbano más cercano. Nunca falla.
Giramos al sur por la punta de Nassau, un cabo de tres kilómetros en forma de media luna que penetra en la gran bahía de Peconic. Desde mi embarcadero al de los Gordon hay unos seis kilómetros.
La punta de Nassau ha sido lugar de veraneo desde los años veinte y sus residencias oscilan entre chalets sencillos y verdaderas mansiones. Aquí veraneaba Albert Einstein y fue aquí, en mil novecientos treinta y pico, donde escribió su famosa Carta desde la punta de Nassau al presidente Roosevelt, en la que le incitaba a que se apresurara con la bomba atómica. El resto, como suele decirse, es historia.
Curiosamente, la punta de Nassau es todavía el lugar de residencia de numerosos científicos, algunos de los cuales trabajan en el laboratorio nacional de Brookhaven, unas instalaciones nucleares secretas a unos cincuenta kilómetros al oeste, y otros en Plum Island, un centro de investigación biológica sumamente secreto, tan aterrador que ha sido preciso instalarlo en una isla. Plum Island está a unos tres kilómetros del extremo de Orient Point, que es la última extensión de tierra al norte de Long Island; próxima parada, Europa.
Tom y Judy Gordon no ignoraban todo eso, eran biólogos que trabajaban en Plum Island, y, con toda seguridad, tanto Sylvester Maxwell como John Corey lo tenían en cuenta.
– ¿Has llamado a los federales? -pregunté.
Max negó con la cabeza.
– ¿Por qué no?
– El asesinato no es un delito federal.
– Sabes a lo que me refiero, Max.
El jefe Maxwell no respondió.
Nos acercamos a la casa de los Gordon, protegida después de un sendero en la orilla oeste del cabo. Era una casa estilo rancho, construida en los años sesenta y modernizada en los noventa. Los Gordon, procedentes de algún lugar del Medio Oeste e inseguros respecto a su futuro profesional, habían alquilado la casa con opción a compra según me mencionaron en una ocasión. Creo que si yo trabajara con el material que ellos manipulaban, tampoco haría planes a largo plazo. Maldita sea, ni siquiera compraría plátanos verdes.
Me concentré en el paisaje que se veía por la ventanilla del Jeep. En la agradable y sombreada calle había grupos de vecinos y niños con bicicletas bajo las largas sombras moradas que charlaban y contemplaban la casa de los Gordon. Frente a ésta había tres coches de la policía de Southold, además de dos coches sin distintivos. Una furgoneta del forense del condado bloqueaba la entrada. Es una buena política no acercar los coches ni aparcar en el lugar de un crimen para no destruir pruebas y me alegró comprobar que de momento la pequeña fuerza de policía rural de Max respetaba las reglas.
En la calle había también dos furgonetas de televisión, una de la cadena de noticias locales de Long Island y otra de NBC News.
Me percaté asimismo de la presencia de un grupo de periodistas que charlaban con los vecinos y acercaban sus micrófonos a cualquiera que abriera la boca. No se había convertido todavía en un circo informativo, pero lo haría cuando el resto de los explotadores de noticias descubriera el vínculo con Plum Island.
Una cinta amarilla de la policía rodeaba la casa y el terreno de árbol en árbol. Max paró detrás de la furgoneta del forense y nos apeamos. Se dispararon algunos flashes antes de que se encendieran los potentes focos de las cámaras de vídeo y empezaran a filmarnos para las noticias de las once. Confié en que los miembros del tribunal médico no me vieran, por no mencionar a los canallas que habían intentado eliminarme y que ahora sabrían dónde encontrarme.
Frente a la puerta había un policía uniformado con un cuaderno en la mano, el encargado de registrar todo lo que pasara en el lugar del crimen, y Max le facilitó mi nombre, título y demás información para que constara oficialmente, pendiente de la aprobación del fiscal del distrito y de los futuros abogados defensores. Eso era precisamente lo que no quería, pero estaba en casa cuando el destino llamó a la puerta.
Avanzamos por el camino de grava y penetramos en el jardín trasero por una entrada con arco para encontrarnos en un terreno cubierto principalmente por tablas de cedro, que descendía en forma de cascada desde la casa hacia la bahía y terminaba en un largo embarcadero, donde estaba amarrado el barco de los Gordon. Era realmente una tarde agradable y deseé que Tom y Judy hubieran vivido para disfrutarla.
Observé el contingente habitual de funcionarios forenses, además de tres policías de Southold uniformados y una mujer excesivamente arreglada, con falda y chaqueta marrón claro, blusa blanca y unos elegantes zapatos. Al principio supuse que se trataba de alguna pariente que había acudido para identificar los cadáveres y todo lo demás, pero luego me percaté de que llevaba un cuaderno en la mano y de que su aspecto era oficial.
De espaldas sobre el suelo de cedro gris estaban Tom y Judy, con los pies hacia la casa, las cabezas hacia la bahía y las piernas y los brazos torcidos como si planearan. Un fotógrafo de la policía tomaba instantáneas de los cadáveres y, cuando se disparó el flash, los cuerpos adquirieron momentáneamente un aspecto fantasmagórico, que me hizo recordar La noche de los muertos vivientes.
Contemplé los cadáveres. Tom y Judy Gordon tenían treinta y pico años, estaban en muy buena forma e incluso muertos formaban una pareja extraordinariamente atractiva, hasta tal punto que a veces los habían confundido con celebridades cuando cenaban en algún lugar de moda.
Ambos llevaban vaqueros azules, zapatillas deportivas y jerséis de cuello alto. El de Tom era negro con el logotipo de algún suministrador de productos náuticos y el de Judy de un verde claro más elegante, con un pequeño velero amarillo sobre el pecho izquierdo.
Supuse que, a lo largo del año, Max no veía a muchas personas asesinadas, pero probablemente sí a muchas que habían fallecido de muerte natural, suicidio, accidentes de tráfico, etcétera, así que no se sentiría indispuesto. Tenía un aspecto adusto, preocupado, pensativo y profesional y no dejaba de observar los cadáveres, como si no pudiera creer que las personas que yacían sobre aquella hermosa vegetación hubieran sido asesinadas.
A mí, por otra parte, después de trabajar en una ciudad donde se cometen 1.500 asesinatos anuales, la muerte me resultaba bastante familiar, como suele decirse. No veo los 1.500 cadáveres, pero sí los suficientes para que hayan dejado de sorprenderme, indisponerme, asustarme o entristecerme. No obstante, cuando se trata de alguien a quien conocías y te gustaba es diferente.
Crucé el entarimado y me acerqué a Tom Gordon. Tenía un agujero de bala en el puente de la nariz y Judy en la sien izquierda.
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