Iba,i cruzar una última vez -por el antiguo y majestuoso puente suspendido- el Black River, ancho, de rápida corriente y atormentado por la espuma, en su serpentear a través de Sparta. Nunca volvería a cruzarlo. Nunca más en toda mi vida -parecía saberlo, con un fatalismo extático-, mientras veía desde lo más alto del puente la curva sinuosa, serpenteante, del río y, a lo lejos, las cumbres neblinosas de los Adirondack meridionales. De muy joven me había aprendido sus nombres:
Star Lake, Little Mouse, Bullhead, White Ridge y Hammer, apenas visibles en el horizonte.
Nunca más los muelles en la orilla del río, los embarcaderos envejecidos, los almacenes y las fábricas; los camiones de dieciocho ruedas que se cargaban y descargaban en las calles de adoquines. Bidones de aceite, charcos grasientos. Refinerías, altas chimeneas coronadas de llamas como pequeños labios burlones. Pero ¿dónde, a lo largo de la orilla del río, estaba la fábrica de medias de lujo para señoras? No logré encontrarla.
Aquel día de noviembre era húmedo, ventoso, salpicado con repentinas apariciones del sol y, sobre nuestras cabezas, un intenso cielo azul por el que corrían nubes enormes, empujadas, rotas, desperdigadas como si fueran escombros.
– Es lo que pensaba -dijo Aaron-. Lo que ha dicho. Sabía que no había sido Delray.
Pegada a aquel hombre excitado, no me era posible hablar. No podía decir Supe siempre que no había sido mi padre. No podía decir Te quiero dentro de mí. Lo más hondo que nadie pueda llegar.
Aaron entró conmigo en el Sheraton. En una mano llevaba una bolsa de papel con la botella de whisky y las latas de cerveza y con el otro brazo me sujetaba, como temeroso de que me escapase. Su rostro encendido reflejaba excitación, y ya no estaba tan enfadado. Al recepcionista -cuya distraída mirada inicial pasó enseguida a manifestar considerable interés- le dije que me quedaría una noche más.
En mi habitación del quinto piso, Aaron cerró la puerta y dio dos vueltas a la llave; corrí las cortinas sin fijarme mucho y enseguida estábamos tirando el uno del otro, quitándonos la ropa, riéndonos, casi sin aliento, como si hubiéramos subido a pie los cinco pisos, y a continuación en la cama, Aaron con todo su peso, lanzando resoplidos y besándome de la manera en que lo había hecho en el aparcamiento, la boca abierta, sus dientes golpeando los míos. Estábamos medio vestidos, él tumbado entre mis piernas, yo agarrada a él, las caras contraídas como las de nadadores que se han hundido mucho, con un repentino miedo a ahogarse. Pensé Pero ¿es esto, Krista?¿Es esto… lo que quiero? Volvimos a reír los dos mientras nos besábamos. Nuestra risa era áspera, atónita. Mis brazos le apretaban el cuello, no había tiempo para la ternura. Los codos unidos como si, en el caso de quererlo, pudiera romperle el cuello.
Era como caer juntos. Como caer desde una gran altura. El impacto de la tierra contra la carne. Me quedé sin aliento. Mi cerebro estaba muerto, a oscuras. No había palabras, tan sólo sonidos. Cuál de los dos producía tales sonidos, no podría decirlo.
Una ocasión para que Krista confesara Siempre te he querido. Siempre he soñado con esto.
Excepto que había algo impersonal, anónimo en la manera que tenía Aaron de hacer el amor. Sentías que eras la presa de una hambrienta necesidad sexual, del apetito voraz de un depredador.
Más tarde Aaron abrió la botella de whisky. Bebimos -bebí atolondradamente, de un vaso de plástico, el licor quemándome la boca- e hicimos el amor de nuevo, y al cabo de un rato bebimos, Aaron bebía whisky y cerveza, las dos cosas, y volvimos a hacer el amor. Nuestros besos apestaban a alcohol. Nuestros cuerpos apestaban a sudor. Nos habíamos mordisqueado tanto la boca que la almohada debajo de nuestras cabezas estaba empapada de saliva. Dormimos entre ropa de cama revuelta que olía demasiado. Dormimos abrazados. Al despertarme no entendía dónde estaba, con quién estaba acostada y que era como hallarse entre los anillos de una serpiente pitón, una pierna mía sobre la cadera y el final de la espalda de Aaron.
Cuando nos despertábamos usábamos por turno el baño: Krista primero, luego Aaron. La desnudez parecía hacernos inusitadamente torpes. Tropezaba, cegada por la luz demasiado brillante del baño. Nuestras risas eran bruscas e imprevisibles. Es posible que nos avergonzáramos. Es posible que fuésemos muy felices. Cabe que estuviéramos borrachos. Desde luego desnudos y sudorosos y sin que nos importase el tiempo. Habíamos dejado de oír las aspiradoras en las habitaciones vecinas y delante de la nuestra, en el pasillo. Pasó la mañana, las primeras horas de la tarde, y algún tiempo después ya habíamos empezado a oír las voces del nuevo turno de huéspedes. Puede que estuviéramos cerca del ocaso. Más allá de las cortinas descuidadamente cerradas, el día de noviembre se había encendido en una especie de llama luminosa que se apagaba ya y a la que siguió velozmente el anochecer. En Peekskill, aquél era -o habría sido- un momento melancólico del día. En Sparta busqué a tientas mi vaso de plástico, siempre necesitada de nuevas dosis de whisky. Aaron avanzaba ya por el segundo paquete de latas de cerveza. Había encargado que nos trajeran algo de comer a la habitación: hamburguesas con queso, sándwiches de pavo de dos pisos con beicon y más queso, patatas fritas y ketchup, ensalada de repollo con exceso de azúcar, de manera que las cortezas y los restos malolientes de aquellos alimentos seguían allí, en una bandeja empujada contra la pared, sobre la alfombra de pelo largo, detrás del televisor apagado, donde la descubriría una de las doncellas del hotel horas más tarde. A través de una rendija en las cortinas mis ojos distinguían lo que parecía ser la luna, una luna en cuarto creciente, a no ser que se tratara, sencillamente, de una de las luces del aparcamiento, sobre un poste muy alto. Besaba con ansia la boca del hombre, que sabía a cerveza. Besaba una boca que era como la boca de mi padre. El hombre yacía despatarrado y desaliñado en su desnudez entre ropa de cama completamente arrugada. El hombre retenía con una mano mi pecho izquierdo, amasándolo y apretándolo, apretándolo y soltándolo de la manera en que se acaricia o se dan palmaditas a un animal, para hacerle saber que se siente afecto por él pero que no se le puede prestar plena atención precisamente en ese momento. Yo estaba medio llorando, de repente me golpeó la emoción y dije:
– Aaron, Dios mío… Me olvidé de lo que me había propuesto hacer por ella…
– ¿Hacer por… quién? -preguntó el hombre.
– Jacky DeLucca -respondí-. Me olvidé de lo que me había propuesto hacer.
– ¿Qué era, cielo? -preguntó.
– Quería bañaría -dije, mientras las lágrimas me corrían por las mejillas-. Lavarla y cambiarle la ropa de la cama. Esa pobre mujer, también quería apuntar su dirección para mandarle dinero.
– ¡Dios bendito, otra vez ella! -respondió el hombre, riendo-. Que le den por saco a la vieja Jacky.
– Aaron, no hablas en serio.
– ¿No? ¿Por qué no?
– Ha dado un descanso a nuestras almas, Aaron, la tuya y la mía. No necesitaba hacerlo, ha sido una muestra de afecto.
El hombre había dejado de amasarme el pecho. Despreocupadamente dio una patada a la ropa de la cama que le limitaba el movimiento de una pierna.
– Que le den por saco al que tenga alma.
– Tú tienes alma.
Le sujeté la cara con las manos. Le dije que tenía un alma y que yo la había visto.
El amor me hacía decir aquellas cosas tan profundas.
El amor borracho, de manera especial. Locas profundidades.
Aaron se rió y me apartó las manos.
Dije que insistía. En lo de su alma. La había visto, Krista era la única que la había visto.
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