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Joyce Oates: Ave del paraíso

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Joyce Oates Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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– ¿Nunca has pensado que la vida es como una partida de dados? -dijo-. Se tiran y es así como nace un crío. Todas las probabilidades en contra. ¡Dios del cielo! -se rió, era un chiste para él.

– No -dije-. Creo que tiene un propósito, que existe un significado.

– ¿Un significado? ¿Sólo uno? ¿Igual que… para la vida? -Aaron se mostraba divertido, desdeñoso.

– El que estemos aquí juntos, ahora mismo; tú y yo juntos camino de Sparta. Después de tantos años. Eso tiene un significado.

La voz se me quebró con inesperada emoción. Me sentía inquieta, nerviosa. Aaron apartó la vista como avergonzado.

La camarera reapareció con una sonrisa esperanzada que tenía a Aaron por destinatario. Aaron dejó una propina de varios dólares, se apoderó de su chaquetón de piel de oveja y se levantó de la mesa.

Como si hubiéramos sido amantes mucho tiempo atrás. Antes de que nos convirtiéramos en los adultos que somos ahora. Imposible rechazar ese convencimiento, era casi como una música, música sexual, de manera que te bastaba con cerrar los ojos y sumergirte en el sueño, para que la música te inundara con una ola irresistible de deseo.

Sparta, una ciudad construida sobre colinas de origen glaciar. A través de una neblinosa cortina de lluvia helada, las luces de la ciudad eran apenas visibles mientras nos acercábamos en nuestros respectivos vehículos y cruzábamos el Black River, que quedaba casi sumergido en la oscuridad debajo de nosotros; luego seguimos hasta la Route 31, hacia el noreste de la ciudad, donde me alojaría en un hotel Sheraton recientemente inaugurado. Aaron había llamado con su móvil para hacer la reserva. Eran cerca de las once de la noche cuando llegamos, y me tambaleaba de agotamiento. Aaron me acompañó desde el aparcamiento e insistió en subir hasta mi habitación en el quinto piso. En el pasillo, mientras abría la puerta, vaciló como esperando a que le invitase a entrar. A que me volviera hacia él y le suplicara. Aaron, estoy muy sola, tengo miedo, Aaron, no me dejes.

Cuando le di las buenas noches y le tendí la mano con una sonrisa, se dio la vuelta diciendo que me recogería por la mañana a las nueve.

2

– … Quiero daros mi bendición. Antes de morir. Quiero bendeciros a ti, Krista, y a ti, Aaron. Ahora que Jesús vive en mi corazón, sé que puedo bendecir. Pero antes tengo que reparar el daño que os hice. He hecho daño a otros a lo largo de mi existencia pero vosotros sois las caras vivas, jóvenes, de aquellos a quienes hice tantísimo daño. ¡Por favor, perdonadme!

Jacky DeLucca hablaba apasionadamente, con una voz ronca que no era más que una cáscara.

Jacky DeLucca: tan cambiada que no la hubiera reconocido, después de casi veinte años.

Su cuerpo, opulento y descarado en otro tiempo, parecía haberse derrumbado sobre sí mismo, pero no por igual, como también sucede cuando la tierra se hunde. Había huecos y bultos y fisuras dentro de su ropa, que era una especie de chándal de franela, de un curioso color rosado; su rostro, en otro tiempo redondo y sensual, que con maquillaje brillaba como una luz de neón, estaba ahora hundido y apagado y amarillento; en sus mejillas planas había delicadas arrugas verticales que eran como erosiones sobre la arena. Sus ojos, antes brillantes, habían perdido las pestañas y estaban hundidos; las cejas, dibujadas antiguamente de manera tan espectacular, daban la sensación de haber desaparecido. Jacky tenía sin duda menos de sesenta años pero parecía cerca de los ochenta. ¡Pobrecilla! Llevaba una desenfadada peluca con forma de yelmo que brillaba como si estuviera hecha de alambres de plata. Con una sonrisa irónica Jacky se la tocó, ajustándosela con sumo cuidado.

– ¿El pelo? ¡No va a engañar a nadie, desde luego! Pero nadie quiere ver mi pobre cabecita calva. Ni siquiera yo.

Con un apagado sollozo, Jacky se inclinó para cogerme la mano, amasándome los dedos, llena de ansiedad. También se habría apoderado de la mano de Aaron, pero el hijo de Zoe se mantenía fuera de su alcance, de pie en algún lugar detrás de mí mientras yo me sentaba en una hundida butaca junto al raído sofá en el que Jacky estaba tumbada, sus piernas debilitadas cubiertas por un edredón deshilachado.

– El reverendo Diggs me la compró con su dinero. ¡El reverendo Diggs es un santo! Le había dicho «cualquier viejo pañuelo para la cabeza será más que suficiente, ya no me queda nada de vanidad femenina», pero el reverendo Diggs sonrió y dijo «Un poco de vanidad es necesaria para el alma, Jacky. Tanto para la de una mujer como para la de un hombre».

Me costó entender que Jacky hablaba de la peluca barata que parecía hecha de alambre plateado.

Estaba terriblemente impresionada por el espectáculo que ofrecía la pobre Jacky DeLucca, y distraída por los olores de la habitación y por un misterioso alboroto como de voces, gritos, risas y no sé si de muebles que se trasladaban en algún otro lugar del edificio. Estábamos en la habitación de Jacky DeLucca, escasamente amueblada, en una residencia de algún tipo, centro de reinserción social o centro para los sin techo y comedor de beneficencia dependiente de la Iglesia Central de Unidad Evangélica de Sparta. Se trataba de una iglesia de ladrillo rojo del siglo xix situada en Hamilton Avenue, en un barrio de grandes iglesias antiguas y edificios municipales; en otro tiempo ocupaba aquellas instalaciones la Primera Iglesia Episcopal. Hamilton Avenue corría paralela a Hurón Boulevard, que había sido, en alguna época muy remota antes de que yo naciera, el barrio residencial más prestigioso de Sparta: allí se construyeron casas de piedra, mansiones de ladrillo y granito, enormes casas particulares con columnas, pórticos y setos de aligustre de cuatro metros de altura. Ahora las casas particulares se habían transformado en pequeñas empresas, oficinas y apartamentos. Los setos de aligustre se habían arrancado.

– ¡Siéntate, por favor, Aar-on! Acerca más esa silla…

Tan reacio como un adolescente malhumorado, Aaron arrastró una silla de rota para sentarse frente a Jacky DeLucca, pero un poco de lado. Sus ojos evitaban los míos, pero veía en su rostro lo desgraciado que se sentía.

… tanto que revelar. Antes de que se me acabe el tiempo…

Aaron había estacionado su coche fuera, en un inmenso aparcamiento abierto que era como un páramo, y en donde se había procedido a arrasar un bloque de edificios en un intento de renovación urbana que parecía haber cesado bruscamente. Gran parte del centro envejecido y deteriorado de Sparta me resultaba irreconocible después de tantos años: un laberinto de calles de una sola dirección, un vistoso pero casi desierto centro comercial peatonal en South Main, y casi un kilómetro de zona verde en la orilla del río, todo ello limitado a un lado por gigantescos depósitos de combustible y al otro por la fábrica de cojinetes, y que se anunciaba con estandartes azotados por el viento explanada de black river: un proyecto de extensión comunitaria. Aquí, en la explanada, a la tenue luz fría de una mañana de noviembre, varias personas, muy abrigadas, con aspecto de vagabundos, parecían perdidos como restos de algún naufragio o descansaban inertes en bancos, a la manera de las figuras vendadas del escultor George Segal. Si se exceptuaban los sonidos de las embarcaciones fluviales, reinaba sobre todo ello el silencio, pero se trataba de un silencio inquieto, no meditativo. Me había llegado, como en una ola de algo semejante a la desesperación, la idea de que la ciudad que mi padre había conocido tan íntimamente, la ciudad en la que había crecido, donde había trabajado de carpintero y como capataz en la construcción y donde había vivido una existencia que era importante para él, había desaparecido. Y de que mi padre había muerto porque aquella vida había tenido importancia para él.

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