Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Jasmine creía, sin embargo, que el «dolor fantasma» era necesario para que ella, mentalmente, pudiera situar el pie y la pierna que le faltaban. Sin el dolor, no habría podido usar la pierna artificial que le colocaron.

La organización sin ánimo de lucro para la que trabajo consiguió que la acusación de asesinato en segundo grado se redujera a homicidio con circunstancias atenuantes, de manera que fue puesta en libertad por el «tiempo cumplido», después de casi veintinueve años.

Que era probablemente tres veces más del tiempo que habría tenido que pasar en la cárcel.

Jasmine tenía para entonces sesenta y un años. Se podía decir que le habían arrebatado y había perdido la mayor parte de su vida, pero ella no estaba amargada sino agradecida. Ningún cliente de Prosecution Watch, Inc. había estado nunca tan agradecido.

/ Gracias, MUCHÍSIMAS GRACIAS! Me has devuelto la vida y la esperanza, Krista.

Rodeando mis manos con las suyas. Mis manos suaves e incólumes de joven blanca con las suyas de piel oscura y de sesenta y un años que temblaban de emoción. Y cuando cogerme las manos no era suficiente, Jasmine me abrazaba con fuerza.

¿Sabes lo que te digo, Krista? Estoy rezando por ti. Estoy rezando por ti, no por mí, porque mis oraciones ya han sido escuchadas.

Quería pensar que era cierto, que había ayudado a devolver a aquella mujer vida y esperanza.

Quería pensar que era cierto, aunque no tenía en la práctica ningún poder para modificar mi propio pasado, ni lo que quedaba de mi futuro, pero, sin embargo, podía ayudar a otras personas como Jasmine. ¡Eso sí que lo podía hacer!

Con la ayuda de Prosecution Watch, Inc., trataba de hacerlo.

Aquella tarde en mi despacho tenía la esperanza de que Aaron Kruller advirtiera la frase en el alféizar de la ventana. Confiaba en que se detuviera un momento y la mirase con curiosidad; que la leyera en voz alta, como habían hecho otros visitantes, y que me preguntara por ella; y de ese modo procedería a contarle su génesis y lo que significaba.

Aaron diría Eso es estupendo, Krista.

O Aaron diría Eso es profundo, Krista. Eso es algo que hace pensar, Krista.

O A qué trabajo tan estupendo te dedicas, conseguir que se haga justicia a personas a quienes se les había negado. Como tu padre y el mío.

Por supuesto, Aaron Kruller no había dicho ninguna de aquellas cosas. Cabe que echara una ojeada a la frase en letra de imprenta sobre el alféizar, pero no se había acercado después para leerla; menos aún para leerla en voz alta, asombrado. Había dicho, en cambio, que me esperaría abajo en la puerta principal, porque le hacía mucha falta un cigarrillo y no se permitía fumar en nuestro edificio.

Por la autopista, Aaron me fue siguiendo con su coche, que era un Buick último modelo. Mi coche era un Saab de 1999, comprado a un colega a muy buen precio. En mi espejo retrovisor sus faros se mantenían constantes. Dadas las condiciones climatológicas -lluvia helada, viento- no podía ir a más de cien kilómetros por hora. Detrás de mí, Aaron Kruller se mostraba paciente, vigilante. Al cabo de quince años volvía de nuevo a protegerme. Quería pensar que era así.

Mi cabeza estaba en plena agitación: Aaron Kruller había vuelto a entrar en mi vida.

Aunque de formas que habrían resultado asombrosas para él, nunca había salido de ella.

Y Jacky DeLucca. Una persona de quien mujeres como mi madre habían dicho con desprecio ¿Es que no tiene vergüenza?

O quizá era de Zoe Kruller de quien mi madre hablaba. Las dos mujeres, que vivían juntas en West Ferry Street. «Camareras de bar de copas» en The Strip. Una manera de decir «prostitutas», personas que se merecían cualquier cosa que les sucediera a manos de los hombres.

Lucille Bauer no había andado escasa de motivos para avergonzarse. ¡Ella no! El alma de mi madre, saturada de vergüenza como si fuese grasa.

En coche hacia el norte por la autopista me estuve acordando de Jacky DeLucca: el rostro pálido, poco delicado, vistosamente maquillado, los ojos suplicantes realzados con rímel y un ansia de amor tan poderosa que era como un olor que brotara de su cuerpo carnoso. Zoe era mi corazón había dicho, nostálgica, mientras me acariciaba un brazo, haciendo que me estremeciera porque era una cosa extrañamente íntima para que la dijese una mujer adulta y en nada parecida a lo que era probable que dijera mi madre incluso en un momento de debilidad provocado por sus emociones.

Krissie, prométeme que volverás a verme.

Lo prometí. Pero no volví nunca.

Nadie me llamaba ya Krissie. Ni siquiera en mi familia. No, desde que nos fuimos de Sparta.

Sólo papá me había querido de aquella manera, pensaba yo. De una manera incondicional, ciega. Lo que no significa que no pudiera ser cruel conmigo; pero papá me había querido, por lo que su crueldad no había sido más que una parte de su amor. Sabes que papá te quiere, Gatita, ¿verdad que si? Y yo lo sabía, es cierto.

Trataba de recordar cómo había aparecido Zoe en nuestras vidas. Una tarde, al regresar inesperadamente de las clases, allí, en nuestra cocina, estaba Zoe, que había entrado después de marcharse mi madre, como una princesa en un cuento de hadas que entra en la choza de un mendigo y siempre con consecuencias sorprendentes. Al parecer también sabía, incluso de muy pequeña, que Zoe Kruller había entrado en otras habitaciones de la casa de mi madre, como el dormitorio de mi madre, que había compartido con mi padre.

La cama de mi madre, también Zoe se había metido debajo de aquella colcha tan hermosa de ganchillo y de color blanco ostra que era una «herencia de familia».

No era posible equivocarse: Zoe me había mirado con ojos amorosos, Zoe me había mirado y me había llamado ¡Krissie!

¡Zoe, por otra parte, me había dado, con el helado, un barquillo infestado de gorgojos! Me costó mucho trabajo perdonarla por aquello, y por el enfado de mi padre después. Pero a ella la había perdonado, por supuesto.

Aunque sin dejar de pensar en lo injusto que había sido todo, porque papá parecía culparme a mí de los gorgojos. Y si la persona que nos vendió los helados no hubiera sido Zoe Kruller, habría vuelto encantado a Honeystone's para que me dieran otro sin tener que pagar nada.

Allí y entonces. Es mejor no pensar en ello, en esa herida paralizante en la región del corazón.

En la salida para Ámsterdam, más allá de Albany, dejamos la autopista para cenar algo. Aaron también había planeado aquello. Eran casi las ocho y media y no habíamos conseguido una media muy buena en la autopista, por donde aún circulaban camiones enormes, tan estruendosos como peligrosos. En una cafetería con el inexplicable nombre -dada su escasísima iluminación- de Lighthouse, adjunta a Wile-A-Way Motor Court, un complejo donde era posible alojarse y comprar casi cualquier cosa, nos sentamos frente a frente, cohibidos e incómodos. Una pareja mal avenida. Hay algo entre ellos que no funciona. No se miran, ¿por qué? Aaron había apoyado los codos sobre la mesa y se frotaba los ojos con los puños, bostezando. Había conducido unas seis horas hasta Peekskill para recogerme; y ahora regresaba a Sparta sin apenas descansar entremedias.

Una personalidad obsesiva y obstinada. Peligrosa, quizá.

En nuestro trabajo tratamos de evaluar a los clientes antes de aceptarlos. Si parece probable, dada su personalidad, que puedan resistir el estrés de reabrir su caso, una nueva investigación, posiblemente un nuevo juicio; porque algunos de ellos llevan mucho tiempo entre rejas y han abandonado toda esperanza. Otros posibles clientes se han vuelto locos en la cárcel. La meta ideal es una conmutación de la sentencia, o el perdón incondicional de un gobernador, o que el fiscal retire todos los cargos y que un juez declare nula la sentencia. Pero un nuevo juicio es un arma de doble filo.

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