Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Cuánto me gustaría hacerle a Claude Loomis una confidencia acerca de mi padre. Cuánto me gustaría atreverme a tocarle un brazo, la muñeca: no sería difícil extender el mío por encima de la separación de plástico y tocarlo con suavidad. El corazón me late muy deprisa: estoy peligrosamente cerca de hacerlo.

Loomis me mira, atento y preocupado. Como si sintiera algo peligroso en el aire entre nosotros.

¡No toque, señora!

Por supuesto, ¡no voy a tocar a Claude Loomis! Gestos tan íntimos están prohibidos aquí. Como está prohibido el contrabando. Cualquier clase de toque personal, de comunicación. Así se te advierte todas las veces que entras en la cárcel.

(La habitación para entrevistas, sin embargo, no está sometida a vigilancia. A no ser que, en secreto, las autoridades penitenciarias violen las leyes federal y estatal que garantizan la privacidad y la confidencialidad de los intercambios entre abogados y clientes. Aquí no hay ninguna cámara, nadie vigila ni escucha.)Con paciencia trato de explicar a Claude Loomis la necesidad de escucharme con atención y de responder a las preguntas que le hago: se trata de preguntas cruciales. Trato de no parecer enfadada con él cuando le pregunto cómo espera que se le conceda un nuevo juicio, cómo espera salir de la cárcel si no coopera…

Loomis me sigue mirando, sin sonreír. No sirve de nada que continúe fingiendo creer que este hombre se fía de mí, que tiene confianza en mí. Menos todavía, que me mira con «simpatía». La boca le tiembla, sus palabras son ininteligibles, algo que suena como incluso si, dese cuenta, señora, están muertos, no hay familia allí, no soy más que yo, señora frunciendo el ceño y haciendo muecas como si discutiera con alguien. ¿Ha estado Claude Loomis discutiendo conmigo durante todo este tiempo? ¿Y soy yo quien no ha entendido su hostilidad? En uno de sus bruscos movimientos espasmódicos tira de la mesa una carpeta de papel manila, mi bolígrafo sale volando y se estrella contra el suelo, de repente hay ruido, agitación en el sofocante cuarto que es como una caja. De repente Claude Loomis se ha puesto en pie y de repente Claude Loomis está muy enfadado, pero ¿por qué?

Todo esto ha sucedido tan deprisa que más tarde no recordaré el orden de los acontecimientos.

Aunque creo que traté de hablar sin levantar la voz a aquel hombre tan nervioso, de hablarle con calma y como si no sucediera nada que no estuviera bien, al menos todavía. Le insté a que por favor se sentara, que por favor no hablara tan alto, el vigilante entraría en la habitación y nuestra entrevista concluiría. Pero Claude Loomis no está dispuesto a calmarse, no por obra mía. No por obra de esta jovencita blanca de los cojones con los ojos dilatados por el miedo. Loomis me mira como si yo fuera el enemigo: no me conoce, no me recuerda, una expresión de repugnancia, de cólera, brillantes ojos oscuros que muestran un borde blanco por encima del iris como los ojos de un animal presa del pánico. Sin saber lo que estoy haciendo -quizás fuera uno de los gestos con que me dirigí a mi padre, en la habitación del motel- extiendo el brazo hacia él, que me maldice y aparta mi mano como podría apartar a una serpiente.

Claude Loomis ha derribado su silla, las piernas se le han enredado en las patas de la silla, da violentas patadas a la silla lanzándola contra la pared. Pasa la mano por encima de la separación de plástico para agarrarme por el hombro, me arranca la solapa de la chaqueta de lana de color azul marino, me empuja contra la pared. Para entonces el fornido vigilante de raza blanca ha entrado en el cuarto y maldice a Loomis-es parte de la técnica del funcionario de prisiones gritar en tales momentos, decir palabrotas-, lo sujeta y lo tira al suelo a pesar de los forcejeos del recluso. La habitacioncita resuena con los gritos de ambos. Las voces de los hombres son ensordecedoras. Todo esto ha sucedido en el espacio de segundos, como un accidente de circulación. Más deprisa de lo que soy capaz de entender. Más deprisa de lo que puedo contarlo. Me estoy agarrando a algo para mantener el equilibrio. Me esfuerzo al máximo por no desmayarme. Ni perder el control de la vejiga. Me estalla la cabeza de dolor; de algún modo he sido arrojada contra la pared. Documentos inapreciables se han desparramado por todas partes. El expediente del caso Loomis, Claude T. está por los suelos. Documentos, carpetas, actas. La cartera de cuero y la de los documentos. Emmet tiene ya al recluso boca abajo, con la cara pegada al suelo. De manera eficaz el vigilante aplica una rodilla sobre la parte inferior de la espalda del hombre derribado y procede a esposarlo. Las muñecas de Loomis son gruesas, el metal de las esposas se le hunde en la carne de color morado oscuro. Emmet tira de las muñecas y de los brazos de Loomis hacia arriba por detrás de la espalda para potenciar al máximo el dolor. Esto es lo que se acostumbra a hacer, además de blasfemar y de decir palabrotas. Esta es la gran emoción del funcionario de prisiones, el momento de triunfo que el vigilante espera con paciencia durante horas de tedio, de aburrimiento. La adrenalina corre hasta el corazón, tan potente como cualquier droga. Mejor que el sexo.

Todavía estoy tratando de intervenir, aunque el desenlace depende exclusivamente del funcionario y del recluso, de los varones, aunque estoy tratando de explicar que lo que ha sucedido puede haber sido culpa mía, puedo haber dicho algo inadecuado, desconsiderado, hacer que Loomis pensara en su familia, el cliente ha reaccionado de forma exagerada, quizá no haya tomado sus medicamentos, no ha sido culpa suya, pero otro vigilante, tan parecido a Emmet que podría haber sido su hermano o su primo, se ha presentado corriendo, me saca de la habitación, cuando trato de resistirme me obliga a caminar por la fuerza, tenemos aquí a un hombre que pesa por los menos cincuenta kilos más que yo y que me llama señora mientras dice en voz muy alta La entrevista ha terminado, señora, la salida por aquí mientras yo tartamudeo tratando de explicar que necesito recoger mis documentos legales, que no puedo abandonar el centro sin mis documentos, a lo que el vigilante responde, sin apenas molestarse en disimular su desprecio Señora, eso lo decidirá el alcaide.

¡Volver a Peekskill sin los documentos!

¡Volver a Peekskill con el rabo entre las piernas, temblorosa!

Con la preocupación de que había sido culpa mía. Mi metedura de pata. Quizás había llegado a tocar a Claude Loomis. Confundiéndolo simplemente con un hombre herido, no con un hombre lleno de rabia.

No toques, chica blanca. No te acerques.

Cuando empecé a trabajar como asesora para Prosecution Watch, Inc., una organización sin ánimo de lucro, mi esperanza era «compartir», «establecer un vínculo» con los clientes. Con los indigentes, los mentalmente inestables, de los cuales un número desproporcionado son negros, hispanos, indios americanos. Me había mostrado entusiasta e ingenua cuando hablaba, tanto a hombres como a mujeres, de la experiencia de mi padre con la justicia en Sparta, Nueva York. Les decía Soy la hija de un hombre que fue asesinado por agentes de policía. De un hombre que murió no porque hubiera cometido un delito sino porque era sospechoso de haber cometido un delito.

Les decía Mi padre murió de ser sospechoso.

No decía que lo había visto morir. Que había sido testigo de cómo mi padre se retorcía de dolor alcanzado por una lluvia de proyectiles que había solicitado, aunque luego, presa de pánico, tratara de evitarlos con las manos en alto. No les decía Mi padre me tomó como rehén.

No había necesidad de decirles Mi padre me tomó como rehén por desesperación, porque me quería. Nunca me hubiera hecho daño.

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