Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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No era necesario decir Papá me quería, ¿por qué iba a hacerme daño?

A veces veía las manos de papá en las manos de desconocidos. De hecho en las manos de Claude Loomis, más maltratadas que las suyas. Las manos fuertes y competentes de papá, de dedos rechonchos y poderosos, manos de trabajador manual.

A veces mis palabras eran eficaces hasta cierto punto. Eso era lo que creía.

En otras ocasiones, no. El cliente me miraba indiferente, o con sorna. O quizá no había estado escuchando. Mi pequeño momento dramático fracasaba. Llevada de la vanidad, con la esperanza de comunicar ¡Escuche, le entiendo! Soy uno de ustedes a causa de mi padre. No me aparte de su lado, estoy aquí para compartir y para ayudar pero no me daban crédito, no los había seducido.

El resultado es que ya raras veces hablo de mi padre. Nunca pronuncio el nombre «Edward Diehl». Con colegas y amigos, y cuando resultaría extraño evitarlo, menciono el hecho de que mi padre «no vive ya» y de que murió «hace años, cuando era una niña» en Sparta, Nueva York, en esa región montañosa en el límite occidental de los montes Adirondack.

Y ahora ya no tengo una «ciudad natal», sólo lugares donde vivo durante una temporada. Desde que todos abandonamos Sparta: mis padres, mi hermano Ben y yo.

– Aaron.

Antes de que pudiera hablar, pronuncié su nombre. Lo reconocí al instante.

Me estaba esperando en el corredor, delante de mi despacho, que comparto con varios asesores más. Aunque hacía muchos años que no nos habíamos vuelto a ver, dijo mi nombre sin entonación pero sin vacilar tampoco.

Sin sonreír ni tenderme la mano para que se la estrechara, como hace la gente en mi profesión, de manera que procedí yo a apoderarme de la suya.

– ¡Aaron! Qué placer verte …

Había pasado tan poco tiempo desde el incidente en Newburgh que me sentía aún aturdida, irreal. Sufría de ligero zumbido en los oídos que me aparecía a menudo cuando había trabajado demasiado y estaba agotada y entonces se me ocurrió la idea de que había venido para llevarme a Sparta.

Y ¡Ningún amor como el primero!

(Quizá fuese la voz de Lucille, burlona. En los últimos años, cuanto menos veía a mi madre, más descubría su voz profundamente impresa en mi cerebro.)Tanta facilidad de palabra, tanta cordialidad en mi saludo y una sonrisa que sugería confianza, seguridad, no eran cualidades habituales en la vida de Aaron Kruller, lo comprobé enseguida. Parecía avergonzado, incómodo. Me había localizado en Peekskill por medio de parientes míos en Sparta, dijo. Llevaba un chaquetón de piel de oveja y botas de trabajo. El pelo, oscuro, le crecía espeso e hirsuto, pero habían empezado a aparecerle entradas. Su rostro anguloso se había rellenado, era más ancho. Seguía teniendo marcas y cicatrices casi borradas y sus ojos eran acerados y tan inquietantes como recordaba. Los ojos que, aquella noche, había visto reflejados en el espejo con manchas, encima del lavabo, en el apartamento de su tía.

Pese a mi demostración de aplomo, me conmocionó mucho verlo. Sería una de las grandes sacudidas de mi vida adulta.

No quise preguntarle por qué no me había telefoneado antes de venir a Peekskill. Habría parecido descortés. Pero ¿por qué no lo había hecho, exponiéndose con ello a no encontrarme después de haber recorrido casi quinientos kilómetros? Había algo de obstinación y de fatalismo en su actitud, muy al estilo de lo que podría haber hecho mi padre: atravesar la mitad del estado con la esperanza de hablar con mi madre, o con Ben, o conmigo, o al menos de vernos. Sin atreverse a llamar antes, por el temor a ser rechazado.

O quizá, siendo la clase de persona que era, Aaron Kruller no había querido someterse a ninguna confrontación que no fuese un cara a cara. Quizás las conversaciones telefónicas lo colocaban en una situación de desventaja. Era una peculiar especie de timidez en el más agresivo y masculino de los hombres.

Cuando regresé al despacho después de la debacle en la cárcel de Newburgh, me sentí aliviada al descubrir que mi supervisor estaba ausente. Uno de los abogados de nuestra organización me dijo que alguien me esperaba arriba. Es un cliente, pregunté, porque me parece que ahora mismo no me puedo enfrentar con un cliente. El abogado dijo que no le parecía. Luego añadió: «O quizá lo fue, pero ha dejado de serlo».

Aaron había venido a traerme una noticia sorprendente: había alguien en Sparta con nueva información sobre lo que le había sucedido a Zoe, y esa persona quería contárnoslo a Aaron y a mí al mismo tiempo.

– ¿Nueva información…? ¿De qué se trata?

– No lo explica… quiere que vayamos a verla juntos.

Tenía que ser Jacky DeLucca, pensé. La mujer que se hizo amiga mía en la casa de West Ferry Street, la que me besó la coronilla con un extraño ardor antes de despedirse de mí. Aaron no tenía manera de saber que yo conocía a la compañera de Zoe. Me explicó que la mujer que quería vernos había sido «amiga íntima, casi una hermana» de Zoe en la época de su muerte y que ahora, enferma terminal de cáncer, quería revelarnos algo antes de que fuese demasiado tarde.

– Así es como lo dice… habla de «revelar». A los dos, juntos.

Con su voz sin entonación, pero brusca, Aaron conseguía ocultar cualquier emoción que pudiera sentir.

Estábamos en mi despacho ya, en el espacio común dividido en compartimentos que se destinaba a asesores como yo. A Aaron le había costado trabajo seguirme hasta el interior. Quizá pensaba que Prosecution Watch, Inc. era un organismo gubernamental, que colaboraba con el fiscal del condado. Quizá pensaba que era abogada, que me había marchado de Sparta para incorporarme al mundo de los tribunales, de los agentes de policía, de las leyes y de las penas. Sin mirarme exactamente, habló despacio y con un aire de tensión como el de quien emplea la fuerza contra un objeto que apenas cede. Pensé ¡Todavía trabaja en el taller de su padre! Comprendí que aún era parte de la antigua vida de Sparta que desprendía en otro tiempo una especie de encanto romántico, un atractivo exclusivamente masculino, corporal. La conversación ordinaria suponía un esfuerzo para él, casi doloroso, al igual que también el tema le resultaba doloroso.

Recordé cómo me había arrancado, literalmente, de las manos poderosas de Duncan Metz. Recordé que en el rato que pasamos juntos en el baño de su tía y después en su coche, había hablado muy poco conmigo, aunque me comunicara muchísimo. Pensé Todavía se avergüenza. Se acuerda de lo que hizo.

Pensé No tiene ni idea de lo mucho que yo lo deseaba. Que cualquier cosa que pudiera hacerme era lo que yo deseaba.

A su manera, Aaron me recordaba a mi hermano Ben, al que ahora sólo veía una o dos veces al año, en la casa de nuestra madre en Port Oriskany, en la parte occidental del estado.

Lucille se había vuelto a casar. Su marido era quince años mayor, representante semirretirado de una fábrica de cojinetes de Port Oriskany, una persona que se autodefinía como cristiano. La vida de Lucille no era ya como la antigua de Sparta, de la que se había desprendido con la desesperación con que uno se puede desprender de una chaqueta empapada para salvarse así de morir ahogado.

– Jacky DeLucca. No la he vuelto a ver desde hace casi veinte años.

Si a Aaron le sorprendió descubrir que conocía el nombre de Jacky DeLucca, no dio la menor señal. Cuando le presioné para saber qué podía tener que contarnos aquella mujer, se encogió de hombros y dijo que no sabía y que no le apetecía hacer cábalas. Hablar de su madre nunca le había resultado fácil, tampoco ahora. Su voz monótona, con el acento típico del norte del estado, había temblado, casi imperceptiblemente, al decir Zoe.

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