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Joyce Oates: Ave del paraíso

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Joyce Oates Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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¡Mi madre, tan preocupada y tan desconfiada, aplacada por la posibilidad de una crisis en otro hogar de Sparta!

Aaron se rió de repente, como si me hubiera leído los pensamientos. Con una de sus sucias uñas estaba despegando la etiqueta de su botella de cerveza.

– Sí, Viola es buena gente. Quizá la veas.

¿Por qué tendría que ver a la tía de Aaron? No se me ocurría la razón.

– Tu hermano, ¿qué tal está? Ben.

No habría pensado que Aaron Kruller se acordara de mi hermano, y menos aún de su nombre. O que quisiese preguntarme por él.

– Ben trabaja como ingeniero químico en los laboratorios Pierpont, en Schenectady. Se casó y tiene un hijo.

No le conté que entre Ben y yo existía un distancia- miento del que éramos incapaces de hablar. Y que aquel distanciamiento había empezado en el momento en que uno de nosotros empezó a creer que nuestro padre era un delincuente, un asesino; y el otro -la otra- había seguido queriéndole.

– No sabía que conocieras a Ben. No estabais en la misma clase, ¿no es cierto?

– Claro que nos conocíamos -Aaron hizo una pausa para beber. Después de terminar de comer había apartado ligeramente el plato. Una expresión peculiar apareció en su rostro, cautelosa, medio burlona-. Ben me conocía.

Recordé en aquel momento los rumores sobre cómo Aaron había vapuleado a mi hermano.

Y también recordé que había mentido para proteger a Delray, su padre. Con su mentira, había hecho más plausible la acusación contra el mío.

No que fuera más fácil probarla, pero sí plausible.

Ahora Delray Kruller había muerto, (lomo Eddy Diehl.

Había una hermandad en la muerte, pensé.

Quería preguntarle a Aaron por Mira y Bernadette, mis amigas del instituto. Mis crueles falsas amigas, que irradiaban un aire de glamour barato y temerario. Me había enterado de la muerte de Mira Roche por sobredosis, pero hacía años que no sabía nada de Bernadette. Y también me interesaba Duncan Metz.

Pregunté qué había sido de Metz. Aaron respondió, con su tono medio desdeñoso, que Metz había «desaparecido».

– ¿Desaparecido? ¿Cómo?

– Ejecutado por algún trato de drogas, probablemente. Su cadáver nunca se encontró.

¡Ejecutado! La palabra transmitía un aire de irreversibilidad, de reivindicación.

Gracias por salvarme la vida, querido Aaron.

Nunca llegué a enviar ninguna de aquellas cartas. Las hice mil pedazos para asegurarme de que mi madre no las leyera. Ahora, sin embargo, por un momento, sentí miedo de que Aaron, de un modo u otro, las hubiera visto.

Me preguntó entonces cuánto tiempo llevaba viviendo en Peekskill y se lo dije: dos años. Esperé a que me preguntara si estaba casada, pero, por supuesto, no me lo preguntó. Le dije que mi trabajo me resultaba fascinante, aunque agotador y, a veces, decepcionante y descorazonador. Prosecution Watch, Inc. era una organización sin ánimo de lucro fundada en 1972 para investigar casos de conducta improcedente tanto por parte de la policía como del fiscal.

– Cuando a las personas se las detiene sin justificación. Se las interroga, procesa, sentencia y se las manda a la cárcel sin que sean culpables. Y en algunos casos se las ejecuta.

Le conté que había ido a Binghamton University. Y que había hecho estudios de posgrado en Cornell, donde obtuve un máster en criminología. Era asesora jurídica, ayudante de abogado. La mayoría de los abogados de Prosecution Watch trabajaban gratis en la organización, pero los asesores recibían un salario. Estaba tratando de ahorrar, le dije a Aaron. Mientras tanto acumulaba experiencia y me proponía ir a la facultad de derecho al cabo de uno o dos años.

Aaron no tuvo nada que decir ante todo aquello. Como le había sucedido a mi hermano Ben.

Aaron no había terminado la secundaria, suponía. Recordaba que lo expulsaron del instituto en su penúltimo año.

Quería que conociera aquellos datos sobre mi vida. Porque eran realidades de mi vida hacia fuera, como una armadura.

Le conté que cuando empecé a trabajar como asesora había tratado de ponerme en contacto con los detectives de Sparta -Martineau, Brescia, nombres que nunca olvidaría- que investigaron la muerte de su madre. Pero Martineau se había jubilado y Brescia nunca contestó a mis llamadas. También traté de hablar con el jefe de policía, la persona que había ocupado el cargo al jubilarse Schnagel, pero tampoco había encontrado nunca tiempo que dedicarme. La última vez que llamé, amenacé con conseguir una citación para que se me permitiera ver lo que el departamento de policía de Sparta tenía en sus archivos, y una voz me respondió Señora, tendrá que esperar a que alguien esté en condiciones de hablar con usted.

Me eché a reír. Al parecer mi intención había sido que Aaron Kruller riera conmigo. En lugar de hacerlo volvió los ojos en otra dirección. El rostro se le tensó, su mirada se hizo distante.

Era la manera de comportarse de hombres como él cuando, por lo visto, entrabas sin autorización en su territorio.

Aaron había estado mirando, detrás de mí, el resplandor de unos faros en el momento en que giraban para entrar en el aparcamiento del restaurante.

El resplandor de los faros al otro lado de la ventana azotada por el aguanieve tenía algo de hipnótico. Vi su reflejo en el rostro de Aaron como un juego de luces acuáticas sobre una roca. Sentí una pequeña punzada de satisfacción: era él quien había venido a mí.

Le pregunté si Sparta había cambiado mucho desde mi marcha en 1988 y dijo que se imaginaba que sí, seguro.

– Cuando vives en un sitio no te das cuenta. Y estoy siempre allí.

Le pregunté si había vendido el taller de su padre y me dijo que sí, si es que se le podía llamar «vender»: había liquidado la propiedad para pagar los malditos préstamos e hipotecas de Delray. Pero ahora se había convertido en copropietario de un taller de chapa en Garrison Road y el negocio les iba bien.

– Ahora soy un «ciudadano». Propietario de un negocio, pago a gente que trabaja para mí. Aunque yo también trabajo.

– ¿Y disfrutas con lo que haces? ¿No es cierto? Lo mismo que hacía tu padre…

– Claro -Aaron se rió como si mi pregunta fuese una completa estupidez y no tuviera sentido tomársela en serio.

Estaba deseando preguntarle si se había casado. Sabía que por propia iniciativa no me proporcionaría nunca una información tan personal. Le pregunté en cambio por el taller de chapa, dónde estaba localizado en Garrison Road. Le pregunté quién era su socio y qué clase de trabajo hacía un taller de chapa.

Cuando la camarera nos trajo la cuenta, Aaron insistió en pagar la cena de los dos. Abrió la cartera y me enseñó una instantánea de un niño pequeño sonriente y con hoyuelos. Con voz enigmática dijo:

– Davy. Cuando tenía dos años. Ahora es mayor. -¿Tu… hijo?

Me quedé mirando la instantánea. La sangre me latió con fuerza, repentinamente envidiosa.

– Es muy guapo, Aaron.

– No se parece mucho a mí, eso ayuda. No está mal.

El niño tenía los ojos tristes de su padre y algo en la posición de la mandíbula que también hacía pensar en Aaron. Pero el pelo era rubio y ligeramente ondulado, la piel mucho más clara que la de Aaron. Apenas quedaba nada del aspecto indio. Me pregunté quién sería su madre. Por qué Aaron no decía nada de ella y por qué no tenía una foto suya para enseñármela.

El niñito estaba extrañamente solo, en un prado iluminado por el sol. Con una sonrisa dulcemente confiada miraba boquiabierto la cámara sostenida por encima de él y orientada hacia abajo. La sombra de un adulto, la de su padre, caía en diagonal sobre él.

Aaron recuperó la cartera, la cerró y se la guardó. Quizá me había enseñado más de lo que era capaz de enseñar sin sentirse incómodo y su mirada se volvió de nuevo huidiza. Pensaba en la madre de su hijo, supuse. Se terminó la cerveza: había bebido varias botellas. Entre mis conocidos nadie bebería tanto si estaba conduciendo, pero Aaron Kruller no figuraba entre mis conocidos, ni estaba en mi mano hacerle la más suave advertencia, como podría habérsela hecho a un amigo.

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