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Joyce Oates: Ave del paraíso

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Joyce Oates Ave del paraíso

Ave del paraíso: краткое содержание, описание и аннотация

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Le dije a Jacky que sí, por supuesto, que la bendeciríamos. No fui capaz de volverme para mirar a Aaron Kruller detrás de mí.

Estreché entro mis brazos a una Jacky DeLucca que sollozaba. Sostuve el cuerpo ardiente y consumido que se estremecía. Una especie de parálisis se apoderó de mí, creo que estaba sonriendo. Nos veía a las dos, a Jacky DeLucca con su peluca plateada, y a Krista Diehl con sus cabellos rubios trenzados, nuestros rostros brillantes por las lágrimas, como una pietà, algo así como la caricatura de una pietà, aunque no estaba claro quién era la madre, o sobre quién se derramaba la mayor gracia divina. Me zumbaban los oídos y estaba muy cerca de desmayarme. Tenía los labios tan secos como papel de lija. Pensé Pero no tengo que besarla, ¿verdad que no? Estoy dispensada de besarla.

Sólo nosotras dos en la habitación: Jacky DeLucca, Krista Diehl. Porque el otro, el hombre, Aaron Kruller, se había marchado en algún momento. Nos había dejado, asqueado o furioso, o quizá sintiendo una terrible compasión por nosotras, no sabría decirlo. En la confusión de nuestro abrazo, el tiesto con la espléndida hortensia se había caído de lado, y procedí a enderezarlo. Algunos de los tallos estaban rotos. En la mesita junto al raído sofá cama de Jacky había varios frasquitos de píldoras y un vaso de agua con un poco de espuma. Reparé ahora en que las paredes blancas de la habitación de Jacky estaban adornadas con imágenes religiosas que se asemejaban a estampas bíblicas ampliadas. El más llamativo de los objetos devotos de Jacky era un retrato de Jesús de un metro de altura, sobre una franja de terciopelo negro, que ofrecía con rigidez sus manos abiertas, agujereadas y sangrantes: llamativamente pálido, con grandes ojos oscuros y una boca carmesí como la de una muchacha, y en la frente una ensangrentada corona de espinas, toscamente pintada con colores brillantes. En la esquina inferior izquierda, destacaban, conspicuas, las iniciales J. D.

Jacky me vio mirarlo. Con un estremecimiento infantil me dijo que lo había pintado después de tener una visión. ¿Me gustaba?

– Es muy hermoso, Jacky -le dije-. Exactamente tal como sería Jesús si estuviera ahora con nosotros.

– ¡Aire fresco! ¡Dios del cielo!

Aaron me esperaba fuera. Cogiéndome del brazo me hizo salir, lleno de impaciencia, por la puerta de atrás de la residencia, murmurando entre dientes sin parar Joder joder joder.

Juntos descendimos las escaleras a trompicones. Escalones de cemento que se desmoronaban. El aire era frío y húmedo. Empezaron a brotarme lágrimas que corrieron por mis mejillas acaloradas. No me había dado cuenta de hasta qué punto, en la habitación de enferma de Jacky DeLucca, el olor dulzón de la carne deteriorada era tan penetrante que, sin darme cuenta, había respirado todo el tiempo de manera superficial, metiéndome muy poco oxígeno en los pulmones. Estaba aturdida, mareada. El impacto del aire frío fue tan intenso como una bofetada.

Aaron estaba desconcertado, furioso. Y asustado, como un hombre que escapa de un edificio que se derrumba.

– Aaron -dije-, tienes que volver. A despedirte de ella. No puedes echar a correr sencillamente. Se está muriendo.

– Que le den por culo. Que les den por culo a todos. Por mí que se mueran.

Retiré de mi brazo la mano de Aaron. Me agarraba del brazo como si fuéramos íntimos -un hermano mayor, una hermana pequeña muy fastidiosa-, sin dar la sensación de saber lo que hacía, en el paroxismo de su furia. Tenía el aspecto de un hombre a punto de usar los puños con cualquier blanco que se le pusiera a tiro.

– Aaron, no nos podemos marchar así. No me voy a ir contigo.

– Ya lo creo que sí, joder. ¡En marcha!

Nos empujamos. Cuando ya tenía unas ganas locas de golpear con los puños a aquel hombre tan testarudo para quitarle la expresión de la cara, aquella expresión de terquedad, de deliberada tozudez, se echó inesperadamente a reír, con una risa brusca como un ladrido, cruel y sin alegría. De algún modo yo iba siguiendo a Aaron, que hacía caso omiso de mis ruegos, apartaba mis súplicas de buena chica con un gesto de la mano, mi compasión hacia la mori bunda era una completa imbecilidad para aquel hombre, algo que no merecía en absoluto la pena tratar .

Juntos pasamos al lado de un contenedor demasiado lleno. ¡Qué peste a basura! Pensé La pobre mujer ya se ha muerto. Está en el infierno, que es a donde hemos ido a verla.

En aquella zona casi desierta de Sparta, próxima a la Iglesia de Unidad Evangélica, había una actividad inusual. El ruido que habíamos estado oyendo desde la habitación de Jacky DeLucca procedía de un camión de mudanzas del que unos voluntarios estaban descargando muebles destartalados que alguien había regalado. Cerca, aunque sin relación alguna con el trabajo del camión de la mudanza, había una larga cola desordenada, formada sobre todo por varones -de carnosos rostros veteados, ojos llorosos y extremidades que parecían disparejas-, unos cuarenta en total, y entre ellos algunas mujeres apenas distinguibles, extrañamente pacientes todos ellos, tan resignados como penitentes, o quizá se situaban más allá de los penitentes: eran los condenados, eran, al igual que Jacky DeLucca, los habitantes del infierno, aunque sin protestar por su condena, estoicos y conformes, porque se trataba de una condena comunitaria, y se tenía derecho a que te dieran de comer: iban cruzando, arrastrando los pies, el umbral de lo que parecía ser un comedor de beneficencia. Deliciosos aromas calientes flotaron hasta nosotros, en claro contraste con el hedor de la basura. Nadie reparó en absoluto ni en Aaron Kruller ni en mí.

Pensé Algún día regresaré aquí. Trabajaré de voluntaria. Cuando tenga la fuerza suficiente.

Caminamos hacia el coche de Aaron por un amplio solar abierto y ventoso, donde se amontonaban los escombros de edificios derribados. Si me hubieran llevado a aquel sitio con los ojos vendados para preguntarme que dónde estaba, no habría sabido responder. Las ruinas de una ciudad americana devastada por la guerra, o una ciudad americana de la época postindustrial en el norte del Estado de Nueva York, aunque ¿qué era exactamente lo que había sucedido allí? Surgía una extraña belleza deslumbrante de aquel solar sembrado de escombros, porque eran como unas ruinas de la antigüedad, si bien se trataba de unas ruinas que no se podían nombrar y menos aún celebrar. Eran unas ruinas carentes por completo de memoria, de identidad.

¡Qué alivio, entrar en el automóvil de Aaron! Nuevo modelo, fabricado en los Estados Unidos, de líneas elegantes, tracción en las cuatro ruedas para nuestros duros inviernos del norte del estado, radio por satélite. De repente nuestras manos se encontraron. Agarré al hombre al que había querido aporrear un momento antes, y lo sujeté con desesperación. La chaqueta de piel de oveja de Aaron estaba abierta y me llegaba el olor de su cuerpo. Él metió una mano dentro de mi abrigo, lo abrió, y me arrastró hacia él. Un viento húmedo nos alcanzó, trayendo el olor del río. Alegre, burlón. Aaron me empujó sin miramientos contra el lateral del coche, me sujetó la cabeza con las dos manos y me besó con la boca abierta. Nos mordisqueamos, un frenesí sexual pareció apoderarse de nosotros. Cualquiera diría que habíamos evitado de milagro algún peligro terrible. Cualquiera pensaría que los dos estábamos borrachos. Viéndonos desde la parte de atrás de la residencia de la iglesia, cualquiera habría pensado que estábamos borrachos como cubas, borrachos, con absoluto descaro, ya antes del mediodía de una jornada laborable.

De camino hacia el Sheraton en el extremo septentrional de Sparta, en la Route 31, Aaron se detuvo en una tienda de vinos y licores para comprar una botella de whisky escocés y dos paquetes de latas de cerveza. Durante el trayecto sostenía el volante con una mano y con la otra me apretaba y acariciaba el muslo mientras yo me pegaba mucho a él. Estábamos aturdidos, locos de deseo. Había vivido durante tanto tiempo una vida anestesiada y sin sexo, habitando en mi cuerpo como si habitara en el capullo de un gusano de seda, que me resultaba asombroso notar con qué fuerza sentía la necesidad sexual, cómo reaccionaba mi cuerpo, con qué franqueza. ¿O era aquella otra clase de anestesia, la anestesia del anonimato, del puro anhelo físico? De repente era muy feliz, algo se había decidido por fin. Ha terminado, están todos muertos. Sólo quedamos nosotros.

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