Bueno, ahora lo único que podían hacer era ver cómo se sucedían los acontecimientos. Las cosas habían salido así y ellos se habían aprovechado de la oportunidad, por lo que no les quedaba otra opción que esperar y ver cómo se resolvía el asunto.
Michael, al igual que Danny Boy, tampoco sabía a ciencia cierta si le darían una paliza cuando menos lo esperaran o recibirían la aprobación que tanto ansiaba Danny. En cualquier caso, ambos lo sabrían antes de que se acabase el día.
Mary Miles tenía quince años y, fuese donde fuese, atraía las miradas de todos. La atención que le prestaban no era la debida, lo sabía porque su madre se había encargado de hacerla sentirse culpable por ello. Se comportaba como si Mary pudiera evitar que eso sucediera. Los hombres, jóvenes y mayores, la miraban y se sentían tan atraídos por ella que podía palpar el deseo, a pesar de que no hacía nada para suscitarlo.
Al cumplir los doce, había desarrollado en un santiamén un pecho que era la envidia de todas sus compañeras de escuela. Sin embargo, su madre la hacía sentir como si lo hubiera hecho con el único fin de contrariarla. Cuanto más guapa y atractiva se ponía, más responsable se sentía por el malestar de su madre y menos estima se tenía. Pensaba que tenía un cuerpo grotesco y escuchaba incrédula cómo su madre le advertía que terminaría mal. Cada vez que su madre se emborrachaba, cosa que sucedía a cada momento, se dedicaba a destruirla. Siempre estaba en boca de todos. Su capacidad para ingerir alcohol era legendaria, pero conservaba la sensatez necesaria para asegurarse de que su hija no saliese nunca a la calle con sus amigas. Michael, a quien Mary adoraba, era aún más dominante y la tenía más controlada que su madre en muchos aspectos, pero él, al menos, lo hacía por su bien.
Cuando se arrodilló en la iglesia, Mary notó la mirada de su madre puesta en ella. Empezó a rezar intensamente, como solía hacer, rezar por lo único que deseaba en este mundo: alejarse. Alejarse no de su madre, sino del medio donde había nacido. Alejarse del alcohol, de la miseria, de la constante vigilancia que se precisaba para vivir en ese mundo. Mary odiaba la forma en que la coaccionaban para que hiciera lo que se esperaba de ella. Su madre tenía un don especial para provocarle un desánimo que otras chicas, las que se decían más experimentadas, habrían tardado años en comprender. Mary sabía por qué la miraban los hombres; de hecho, a veces hasta disfrutaba con ello porque era el único poder que tenía. Además, eso molestaba a su madre, lo cual era un aliciente más.
Mary se parecía a su madre. Ambas eran muy bellas, pero mientras Mary ansiaba disfrutar de ello, su madre procuraba que no siguiera su mismo camino, que no echase a perder su vida con alguien a quien después ya no vería ni por asomo. La religión era su único consuelo y la había acogido con tal fervor que eso le había dado cierto caché al cura entre su círculo de amistades. No importaba lo borracha que estuviese, siempre iba a la misa del gallo; era una forma de justificar su comportamiento. No importaba de qué la acusasen, cosa que solía suceder con frecuencia al final de sus escapadas, siempre asistía a misa religiosamente. Ese juego de palabras siempre la hacía reír, pero la hipocresía formaba parte de su vida.
Pensaba vigilar a su hija como si fuese un halcón y pensaba asegurarse personalmente de que no se echaría en brazos del primer cabrón inútil que se presentase. Si usaba el sentido común, le encontraría un buen partido, pero sólo si la vigilaba estrechamente y ella seguía sus consejos. Se estaba haciendo mujer; los hombres se interesaban por ella, y ella empezaba a sentir lo mismo. Por esa razón, la señora Miles quería asegurarse de que su hija terminase con alguien que le diese algo más que hijos y quebraderos de cabeza. Quería que encontrase a alguien que cuidase de ella, alguien que le diese no sólo un puñado de libras, sino un lugar respetable en la familia. Quería que su hija supiese que, una vez que se acababa eso que llamaban amor, a muy pocas mujeres les quedaba nada, salvo seguir existiendo. Una vez que la belleza se desvanecía y su cuerpo empezaba a engordar y descolgarse, lo único que les quedaba era tratar de seguir adelante, ya que para entonces tenían un racimo de niños colgando de sus pechos que acaparaban toda su existencia.
Ella lo sabía de sobra. Se había limitado a existir durante años y ahora dependía de su hijo para que le proporcionase el sustento diario. Michael era un buen muchacho, pero sin Cadogan hacía tiempo que se habría hundido en la miseria. Al igual que su padre, carecía de agallas y, si él le fallaba, su hija sería la gallina de los huevos de oro. Si Michael se hacía valer, podría encontrar un buen partido para ella y sería respetada. Sin él, seguro que caería en manos de un guaperas que tuviera unos bonitos dientes y mucha labia.
Amor y deseo, dos cosas completamente diferentes aunque no te dieses cuenta de ello hasta que madurases y tuvieras unos cuantos niños pegados a tus faldas; es decir, demasiado tarde para corregir tus errores, ya que, para entonces, te veías unida a un hombre que no sólo te había faltado el respeto, sino al que necesitabas en todos los sentidos y por las razones menos convenientes. El dinero, sin duda, la principal, pero también el miedo a la pobreza y a no poder pagar el alquiler. Pues bien, eso no iba a sucederle a su Mary si estaba en su mano evitarlo. Pensaba reservarla y el que asistiera a misa a diario formaba parte de su plan. Si conservaba su figura y su virginidad, algún día tendría lo que quisiera y, aunque ahora no se daba cuenta de ello, más tarde se lo agradecería. Después de todo, la vida ya era demasiado dura sin necesidad de caer en manos de alguien que no supiese valorarla.
En cuanto comenzó la misa, agachó la cabeza y rezó pidiendo el consejo que tanto necesitaba. Dios era bueno, al igual que su hija, y ella pensaba asegurarse de que continuara así. No quería que la historia de su vida se repitiese; ella conseguiría todo lo que un buen hombre puede proporcionarle a una mujer y ese día pensaba aprovecharse de la buena suerte de su hija. Por mucho que la gente pensase lo contrario, ella se lo había ganado.
Ange había vestido a los niños con sus mejores ropas y los había llevado al cine; su hijo le había pedido educadamente que se los llevase ese día. Resultaba un tanto extraño para ellos, a pesar de que ahora no les faltaba dinero. De hecho, se había dado cuenta de que, ahora que podía, jamás tenía ganas de llevarlos a ningún sitio. Una cosa era prometer algo y otra muy distinta llevarlo a cabo.
Que su hijo se asegurase de que no les faltase de nada le enorgullecía, pero que su marido tuviera que ser vilipendiado y humillado en su propia casa le molestaba enormemente. Sin embargo, no le había quedado más remedio que resignarse porque pensar en volver a los tiempos de antes la aterrorizaba, más ahora que se oían rumores de que Danny Boy había cortado sus relaciones con Mangan y no sabía cómo iban a terminar las cosas.
Danny era un tipo duro, un hombre de armas tomar, y la avergonzaba admitir que hasta ella, su propia madre, le tenía miedo. Si era sincera y honesta, ni ella misma sabía a ciencia cierta de qué era capaz. Que fuese alguien conocido y que su reputación le hubiese proporcionado el respeto que ella siempre había anhelado, ahora no le importaba lo más mínimo. Resultaba sorprendente con qué facilidad se había olvidado de lo que su marido había llegado a ser en sus buenos tiempos, con qué facilidad había reescrito la historia a su modo haciéndole parecer un santo que se había alejado del buen camino porque había sido mal aconsejado. Desde que su hijo lo había puesto en su sitio, se había convertido en el marido que siempre había deseado tener. Ya no sentía simpatía por nadie y era incapaz hasta de tener el más mínimo rollo con una mujer, de lo cual se alegraba. El decía que era impotente, pero ella sabía que en realidad ya no la deseaba. No desde que había perdido a su último hijo y Danny Boy había dejado claro cuál era la situación. Desde entonces, sus relaciones físicas se habían ido reduciendo gradualmente hasta quedar en nada. Ella se consolaba pensando que tampoco tenía nada con nadie, pues su hijo no sólo lo había dejado tullido, sino que le inspiraba tanto miedo que no podía mantener ninguna relación con nadie. Además, ¿quién iba a querer algo de él? Ahora hablaban, tenían la relación que ella había deseado desde siempre, pero tampoco se podía decir que fuese gran cosa. Sus flirteos habían sido la causa de muchas de sus peleas de las que nunca había salido victoriosa, amén de que las reconciliaciones posteriores le habían dejado huella. Ahora deseaba que esos tiempos volviesen, aunque eso no sucedería, y lo único que tenía era un hijo que toleraba a su padre y, si era sincera, asustaba a su madre. No había duda: Danny había cambiado mucho y no precisamente para bien.
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